Morir en un batiscafo
El hombre necesita convertir el mundo en el parque temático de sus caprichos
La muerte, más grotesca que trágica, de esos ricachones que pagaron un dineral para que un batiscafo los paseara por las tripas del Titanic se nos antoja una metáfora pintiparada del destino de Occidente. Chesterton afirmaba que el capitalismo es una herejía porque, en lugar de mirar las cosas creadas y ver que son buenas, como hizo Dios, las mira y ve que son bienes que se pueden acaparar, que se pueden explotar, que se pueden devorar indiscriminadamente. Todas las flores, todos los pájaros, todas las puestas de sol, todos los riscos y cumbres nevadas, todas las estrellas y los fondos marinos puestos en venta, cada cual con su precio correspondiente.
El hombre occidental concibe el mundo como un inmenso hipermercado o bazar al alcance de su codicia que puede ‘consumir’ bulímicamente, haciendo coleccionismo de ‘experiencias exclusivas’ que no son más que un placebo para acallar su tedio de vivir; y que, una vez consumidas, no hacen sino agigantarlo. El hombre occidental es un proyecto de suicida que, a medida que colecciona ‘experiencias exclusivas’, se aproxima más a su destino fatídico; y esos ricachones que murieron en el batiscafo no han hecho sino abreviarlo. En un mundo que ha perdido la palpitación religiosa y se ha entregado a la voracidad consumista, el hombre se convierte en un tragaldabas de sensibilidad estragada, incapaz de disfrutar buceando en el río de su pueblo o contemplando las ruinas de un palomar. Necesita sumergirse en el incierto piélago, necesita pasearse por las tripas del Titanic, a sabiendas de que esas ‘experiencias exclusivas’ se perderán por la escotilla del olvido, como se pierde la ferralla en una planta de desguace.
Pero una forma de civilización entregada al consumo bulímico de la Creación no merece tal nombre; es, en realidad, un regreso a la animalidad. Y no a la animalidad de la golondrina o de la abeja, sino a la animalidad de la urraca y la carcoma. Animales que arramplan y devoran cuanto pillan, lo mismo una manzana que los fondos marinos. Occidente ha consagrado una antropología perversa que, buscando la exclusividad, nos convierte en la expresión más acabada y patética del hombre-masa. El hombre occidental, privado de la Fuente del gozo espiritual, necesita –para no sucumbir al tedio y al desencanto– estar sometido a un constante bombardeo de estímulos, necesita convertir el mundo entero en el parque temático de sus caprichos mentecatos, necesita consumir bulímicamente ‘experiencias exclusivas’. Es un nuevo catoblepas que, después de devorar cuanto halla a su paso, termina devorándose a sí mismo, afirmándose en medio de la nada que él mismo ha generado, empachado de experiencias en medio de un mundo reducido a páramo devastado donde piruetea su narcisismo inane, carne de cañón para la neurosis, la ansiedad insatisfecha y la pulsión suicida. El batiscafo que explota en las profundidades marinas es la mejor metáfora de la autofagia terminal de Occidente.