Muerte y resurrección de Beirut
La explosión en el puerto deja a la capital libanesa en una situación extrema en la que los supervivientes se debaten entre emigrar para siempre o quedarse y luchar por un nuevo Líbano
«Vivimos en una ciudad zombi, estamos exhaustos, no tengo fuerzas ni para protestar», confiesa Richard Alam desde su apartamento del centro de Beirut, próximo al puerto. Suenan martillos y porrazos de fondo, pero por suerte su casa ha sufrido daños menores. Un milagro en medio del mar de destrucción que le rodea. Su voz es el reflejo del estado de ánimo de muchos beirutíes que siguen en shock tras la brutal explosión en la zona portuaria el 4 de agosto, que dejó 200 muertos, 6.000 heridos y a 300.000 personas sin hogar. «Podemos lograr victorias simbólicas como la dimisión del Gobierno, pero para cambiar el sistema necesitamos que los chiíes se sumen a la lucha y que la comunidad internacional presione de verdad. Tras la vista de Emmanuel Macron, parece que algo se mueve en el exterior, pero respecto a los chiíes, no hay señales de cambio», lamenta este responsable de Amnistía Internacional (AI) de 33 años.
La explosión reactivó con fuerza las protestas que arrancaron el 17 de octubre. Miles de jóvenes volvieron a la plaza de los Mártires, en el corazón de la capital, para reclamar un cambio de sistema, el final de la corrupción y ahora también justicia para las víctimas. Lo que nació como protesta económica y social -la chispa que prendió la calle fue la intención del Gobierno de poner un impuesto a las llamadas por WhatsApp- se convirtió poco a poco en un desafío en toda regla a un modelo de gobierno sectario consolidado desde el final de la guerra civil en 1989.
«La caída del régimen»
Con el paso de las semanas, los cambios estéticos adoptados por las autoridades, como la llegada de Hasán Diab a la jefatura de Gobierno con la promesa de reformas, el cansancio y el coronavirus silenciaron las calles, pero la explosión ha reavivado las movilizaciones. «La gente quiere la caída del régimen», es el grito de guerra más repetido, el mismo que resonaba en Egipto, Túnez, Libia, Siria o Yemen en la «primavera árabe» de 2011.
Ese «régimen», en un país con 6,8 millones de habitantes que reconoce 18 comunidades religiosas diferentes, es fruto de los Acuerdos de Taif. Los tres puestos principales de poder se reservan a los cristianos maronitas (presidente), musulmanes suníes (primer ministro), y chiíes (presidente del parlamento). Las armas callaron gracias al statu quo pactado por las distintas confesiones, los señores de la guerra se pasaron a la política y han estado tres décadas gobernando cada uno para su comunidad religiosa, no para todo un país, y fomentando el miedo al otro. Líbano se rige por clanes, con pequeños reinos de taifas donde impera el clientelismo.
Los chiíes a quienes se refiere Richard son ahora la fuerza principal en el país gracias al partido milicia de Hizbolá. Esta formación creada por Irán en los 80 fue la única que no entregó su arsenal al final de la guerra y las voces críticas aseguran que ha crecido hasta consolidarse como un estado paralelo con una potencia militar mayor que la del Ejército nacional. Como partido forma parte del sistema y se beneficia del paraguas que cobija a todos los antiguos señores de la guerra; como milicia opera fuera del sistema con sus propias reglas. Una dualidad que todos conocen y temen en las calles.
Mientras las bases de Hizbolá sigan fieles al partido, «las movilizaciones no conseguirán un cambio real», lamenta Richard, quien critica, pero entiende esta postura. Lo explica con una pregunta muy sencilla: «¿Recuerdas la guerra de 2006?». En aquel verano, después de 33 días de combates, los aviones de Israel destrozaron el sur de Beirut y en el norte, la zona ahora afectada ahora por la explosión, bares y discotecas estaban abiertos y seguían de fiesta pese a los 1.200 muertos. «Ahora que ocurre lo contrario, es complicado tener su solidaridad, el hueco es enorme, somos dos mundos diferentes en una misma ciudad», lamenta.
Crisis de diez meses
Líbano estaba en pleno desmoronamiento antes de que las 2.700 toneladas de nitrato de amonio volaran en el Almacén 12 del puerto. Con la explosión tocó fondo, porque no se trató de un ataque de un grupo yihadista o un bombardeo israelí, fue la culminación de décadas de dejadez, corrupción y negligencia. «Mi gobierno hizo esto», reza una de las pintadas en la zona cero. La estupefacción inicial se tornó en ira cuando se desveló que el material llevaba allí desde 2014 y que el primer ministro, Hasán Diab, y el presidente, Michel Aoun, recibieron a mediados de julio un informe para alertarles del peligro que corría Beirut. No hicieron caso.
«Desde octubre vivimos un infierno y la explosión ha sido el remate. Me tiraba tres o cuatro horas de espera en el banco para poder sacar cien dólares, los cortes de electricidad son constantes, la basura se acumula en las calles… así era nuestro día a día y ahora mucho peor debido a los muertos y la destrucción», cuenta Richard. Como todo su círculo cercano, no tiene en la cabeza más que «emigrar, abandonar Líbano lo antes que pueda. No veo otra opción».
En Oriente Próximo, Líbano es considerado «el país más grande del mundo» debido a su diáspora, que el Gobierno estima en 15 millones de personas. Algunos salieron de forma temporal y tras ganar dinero en el Golfo, regresaron. Los jóvenes que buscan abandonar ahora el país, no piensan regresar.
Durante años, los libaneses que vivían alejados de los clanes sostenidos por los señores de la guerra podían hacer su vida gracias a que la libra se mantenía estable respecto al dólar, el sistema bancario parecía sólido y recibían divisas de la diáspora. Todo cambió con el colapso de la economía. La libra se hundió, los precios se dispararon, no existía estructura pública alguna para ayudar a la población y se esfumó para siempre esa imagen de «Suiza de Oriente Medio» que algún día mereció para mostrarse como un estado fallido.
«Si esta explosión no hace cambiar a nuestros políticos, nada lo conseguirá. Debe ser un punto de inflexión no solo para cambiar las caras, sino para modificar la forma en la que funciona el país», señala Bassam Osman. Este médico residente de la Universidad Americana, de 27 años, estaba en el hospital en el momento del desastre y no salió hasta que pasaron 52 horas. Su relato en Twitter se hizo viral y mostró «una situación que ni los más veteranos recordaban en la época de la guerra, nunca nadie había vivido algo parecido».
Pasada más de una semana comienza a notar el impacto psicológico y tiene problemas de sueño, flash-backs con escenas que no puede borrar de su cabeza, escucha gritos de los pacientes… «Llevábamos meses de depresión colectiva por la crisis económica, la falta de recursos y la llegada de la pandemia, hasta que se produjo la explosión. En el momento de la emergencia no tienes tiempo para preocuparte de tus emociones, debes actuar. Ahora estamos todos tocados. Se te saltan las lágrimas. ¡Dios mío! ¡Dios mío!»
Se corta la conversación
«Pensaba salir a estudiar mi especialidad como cardiólogo y no volver nunca, pero a diferencia de la mayoría de gente que me rodea, he cambiado de opinión. Voy a retrasar mi salida para intentar ayudar y cuando me toque viajar, lo haré pensando en regresar. Tengo una desconfianza absoluta en nuestros dirigentes, pero la respuesta de la comunidad internacional me da esperanza y hay luz al final del túnel», apunta Bassam. Con la devaluación de la moneda, su sueldo no llega a 200 euros.
«Esto es un crimen contra la humanidad», escribe la socióloga Rima Majed en el portal Middle East Eye (MEE), «la calle volverá a explotar, pero esta vez será una guerra en toda regla o una revolución. (…) Si dejamos que esto pase sin que nadie pague por ello y sin una transición política seria, firmaremos nuestra sentencia de muerte». Una situación extrema para una ciudad extrema que, una vez más, debe renacer de sus escombros.