Nayib Bukele, la incógnita de El Salvador
SAN SALVADOR — Pase lo que pase, las elecciones presidenciales de 2019 en El Salvador serán un punto de quiebre en la breve historia democrática del país, que se inició con la firma de los Acuerdos de Paz en 1992.
Las elecciones serán históricas por dos razones: porque supondrá el fin del bipartidismo que ha permitido que en los últimos 27 años los únicos candidatos con posibilidades reales de ganar hayan sido los propuestos por el partido derechista Alianza Republicana Nacionalista (Arena) o por el izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Y también por la irrupción meteórica de un candidato outsider —aunque, por requisito constitucional, afiliado al partido Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA)— llamado Nayib Bukele.
De confirmarse lo que vaticina la mayoría de las encuestas publicadas hasta la fecha, el outsider de 37 años se convertirá en el presidente más joven de El Salvador.
Estos comicios supondrán un terremoto para el que ha sido uno de los sistemas político-partidarios más estables de América Latina. Apoyado en pequeños partidos satélite, el binomio Arena-FMLN ha gobernado El Salvador sin resolver sus grandes problemas estructurales. Así que el 3 de febrero, los salvadoreños acudirán a las urnas con un dilema: voltear o no por completo la página del bipartidismo, lo que supondría apostar por una alternativa —Bukele— que, a tenor de lo visto durante la campaña, es un salto al vacío en un país de desafíos tan urgentes como el nuestro.
Arena gobernó veinte años consecutivos (1989-2009); y el FMLN, otros diez (2009-2019). Ni unos ni otros lograron que El Salvador desaparezca de los listados de países más subdesarrollados, más endeudados y más violentos del continente. Además, los últimos años estuvieron marcados por la judicialización de casos de corrupción al más alto nivel, con tres expresidentes procesados, que han retratado una clase política gremial y endogámica.
La decepción ha sido mayúscula. Aún ahora, en el tramo final de la campaña, casi la mitad de los salvadoreños asegura que su partido político preferido es “ninguno”, según la encuesta presentada por la Universidad Centroamericana (UCA). El principal mérito de Bukele —quien ganó la alcaldía de San Salvador en 2015 con el FMLN— es haber sabido leer a tiempo el hartazgo de los salvadoreños hacia el sistema y sus políticos.
Hace apenas tres años, nadie en El Salvador habría podido predecir que el favorito a ganar los comicios fuera alguien ajeno al bipartidismo. Ni siquiera Bukele, a quien entrevisté por primera vez en junio de 2016, cuando llevaba poco más de un año como alcalde de la capital y su deseo era convertirse en el candidato presidencial del FMLN.
Para entonces, Bukele había tenido roces con la dirigencia de su partido, pero podía más su convicción de que fuera del FMLN no había vida política. Cuando le pregunté si se iría con otro partido o crearía uno propio, tomó una hoja y escribió números y gráficas que detallaban que lo máximo a lo que podía aspirar como candidato independiente era a un tercer lugar en San Salvador. Bukele era un convencido de la solidez del sistema construido en torno a Arena y el FMLN. Luego todo ocurrió demasiado deprisa. El hartazgo siguió sumando adeptos, Bukele tensó la situación con el FMLN y fue expulsado en octubre de 2017. Después de su salida, su popularidad se catapultó y ahora está a un paso de convertirse en presidente.
Bukele ha impuesto la idea de que él personifica la ruptura con el sistema, aunque está enrolado en GANA, un pequeño partido de derecha —escisión de Arena— salpicado por escándalos de corrupción. Una investigación periodística comprobó que el fundador de GANA, el expresidente de la Asamblea Legislativa Guillermo Gallegos, desvió cientos de miles de dólares hacia una oenegé fantasma fundada por su esposa. Es difícil argumentar que ese partido, para el que Bukele pide el voto, no representa el sistema fallido que dice combatir.
Pese a esa alianza, se ha pronosticado que las elecciones podrían decidirse en primera vuelta a su favor. En ese caso, Bukele sumaría más votos que Arena y el FMLN juntos. De haber balotaje, no será entre los candidatos del binomio y hay que remontarse hasta marzo de 1989, cuando el FMLN era aún guerrilla, para encontrar unas presidenciales sin uno de estos dos partidos entre los favoritos a ganar los comicios.
Hasta ahora, la estrategia de Bukele ha sido exitosa: explotar su carisma, polarizar aún más la sociedad con un esquema de “conmigo-o-contra-mí” y agitar sin pruebas el fantasma del fraude en su contra. En diciembre del año pasado, Bukele llamó a sus seguidores a protestar contra el Tribunal Supremo Electoral por un cambio de tonalidad en la bandera de su partido en las papeletas. Pero quizás lo más inquietante de su campaña sea el silencio y su falta de propuestas ejecutables: el candidato se ha negado a participar en debates con sus pares y no concede entrevistas a los medios más incisivos.
Si esto sigue así, en unos días los salvadoreños votarán sin conocer a ninguno de los integrantes de su gabinete y sin sopesar propuestas firmes sobre cómo afrontar la deuda externa, el déficit fiscal, la migración irregular o el fenómeno de las maras. Bukele tampoco ha explicado quién financia su costosa campaña, mucho menos la naturaleza de su alianza in extremis con GANA. Pero, eso sí, ha habido tiempo y ganas para debatir sobre un hipotético duelo entre Darth Vader y Thanos.
La campaña ha permitido confirmar las dudas sobre la capacidad de Bukele de negociar disensos, pacificar un país polarizado y asumir las riendas de una nación sembrada de problemas estructurales. Esto no es un buen augurio para El Salvador, sobre todo si se recuerda que gobernaría al menos los dos primeros años con una Asamblea hostil, en donde GANA será minoría.
Los problemas del país son demasiado serios como para entregar un cheque en blanco a alguien que lo único que ha demostrado es que sabe mercadearse como el cambio que necesita El Salvador. Hay demasiadas preguntas cruciales sin respuesta. Y Bukele debería ser el más interesado en despejarlas —concediendo entrevistas o debatiendo con sus adversarios— si realmente es lo que dice ser: alguien diferente a los mismos de siempre.