Nicaragua: matar en nombre de Dios
Recientemente la primera dama y vicepresidenta de Nicaragua, Rosario Murillo, aseguraba que el éxito de la represión es «obra de la fe en Dios». Sin remordimiento, la esposa del gobernante Daniel Ortega atribuía la muerte de más de 300 opositores a la intervención divina en la oleada represiva más feroz que ha lanzado el régimen sandinista desde que el matrimonio Ortega-Murillo retomara el poder en 2007.
Daniel Ortega y Rosario Murillo. Una pareja que con los años se ha tornado más siniestra, desde los tiempos de la revolución sandinista que sacó del poder hace 39 años al dictador Anastasio Somoza con la supuesta intención de liberar al pueblo nicaragüense. Sin embargo, guiados por las directrices del castrismo en Cuba, el sueño de la revolución en el país centroamericano también produjo monstruos que hoy vuelven a hacer estragos.
Aunque (al menos en apariencia) despojado de sus veleidades marxistas cuando era líder del Frente Sandinista de Liberación Nacional, en esta segunda etapa Ortega ha conseguido perpetuarse en el poder con la intención de prolongar el enriquecimiento ilícito de su familia y de su entorno. Ese es el motivo principal que lo ha llevado a desatar una verdadera caza de brujas contra los opositores, quienes desde abril han tomado las calles para protestar contra una reforma del sistema de pensiones que dejaba aún más a la intemperie a un pueblo empobrecido.
Al binomio Ortega-Murillo no le tiembla el pulso cuando envía a las fuerzas paramilitares a matar a los manifestantes que desde hace casi cuatro meses se defienden tras barricadas en la universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN), en iglesias y en la comunidad indígena de Monimbó, bastión de la resistencia en la ciudad de Masaya, donde en los últimos días se han producido sangrientas masacres.
Bastó un estallido por el descontento social para que tomara fuerza el hartazgo contra un gobierno que en la última década ha cometido atropellos. La mayoría de los nicaragüenses reclama el adelanto de elecciones, pero Ortega hace oídos sordos a la condena de la Organización de Estados Americanos (OEA) por abuso a los derechos humanos; desafía las presiones de Washington y de la Unión Europea, dispuestos a imponer más sanciones si no se propicia un diálogo nacional que acabe con la represión. Al fin y al cabo, una vez más el ex guerrillero cuenta con el apoyo de Cuba, la Venezuela chavista y miembros de las FARC reciclados en el ámbito político colombiano que en el pasado usaron el territorio nicaragüense como base para operar en la región.
Como sucedió en Venezuela antes de que los ataques de las fuerzas de la seguridad del estado aplastaran las revueltas universitarias, en Nicaragua los grandes protagonistas de las protestas son los estudiantes que toman las calles. En imágenes que se divulgan por las redes sociales, vemos a los jóvenes que mueren acribillados, apaleados y sitiados por esbirros que siguen las órdenes de la dinastía, acorazada en su fortaleza en el centro de Managua. La jauría al servicio de los Ortega-Murillo irrumpe armada en basílicas y facultades para agredir indistintamente a prelados y estudiantes al grito de «El comandante se queda».
El presidente Ortega y la vicepresidenta Murillo sólo aspiran a seguir robando, convertidos en infausta réplica del caudillo contra el que un día lucharon. Una pareja unida por la corrupción y el abuso que cada día se parece más a Nicolae y Elena Ceaucescu, quienes acabaron ejecutados en Rumanía al cabo de 24 años al frente de una dictadura sanguinaria.
Ante los preocupantes acontecimientos en Nicaragua, el ex presidente uruguayo José Mujica, antiguo guerrillero que evolucionó hacia la socialdemocracia, ha dicho: «Quienes ayer fueron revolucionarios perdieron el sentido de que en la vida hay momentos que hay que decir ‘me voy'». Por obra de la fe en Dios que tienen tantos nicaragüenses, que acabe de llegarles ese momento a Daniel Ortega y Rosario Murillo.