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No es la economía, son los estúpidos

No es la economía, son los estúpidos

 

 

Juan de Mairena sostenía que «la verdad del hombre empieza donde acaba su propia tontería. Pero la tontería del hombre es inagotable». A uno le enseñaron en el colegio, en las aulas, en las universidades de la vida, que repetían antes los abuelos, que la historia la escriben los grandes militares, próceres y estadistas. Después se crece y se descubre, la existencia es un perpetuo descubrimiento (otros escogen la palabra desilusión), que esas eminencias laureadas del pasado están troqueladas con las mismas indigencias que los demás y que eso de la lucidez es un valor muy preciado pero tan difícil de encontrar en el presente como en el pasado.

Éric Vuillard,al que ya se ha mencionado por otras causas por estos mismos parajes, subraya en su último libro uno de los motores que han regulado nuestros destinos. Una dinamo a la que se presta escaso o nulo interés: la estupidez humana, una fuerza a la que jamás conviene subestimar demasiado y que, por lo general, nadie suele mentar. El historiador destaca el acierto o el error del monarca o el gobernante de turno, pero no la estupidez, quizá porque existe la consideración, equivocada, de que no hay que detenerse a mirarla de frente. La inteligencia, esto no suele comentarse porque está mal visto, ha gozado de un prestigio que en realidad no siempre se ha traducido en una mejor marcha de los rumbos humanos. De lo que no cabe duda, en cambio, es que la tontería sí ha colaborado, quizá con más frecuencia de lo podríamos considerar de antemano, para mandarnos por las más insospechadas barranqueras y abismos.

«El conflicto arrojó a miles de ciudadanos de distintas naciones, gentes comunes sin otra ideología que la del día a día, a combatir entre sí cuando aún no sabían nada unos de los otros ni andaban enteleridos por el odio»

Un compañero solía repetirlo a menudo, y no por repetido es menos cierto, que no existe nada más peligroso que un tonto, y que nadie se llame a engaño: hay mucho tonto licenciado por ahí. Nada resulta más cabal que mantener siempre un ojo pegado a ellos, porque jamás atienden a razones (con las suyas se bastan), y suelen ir sobrados de soberbia y atrevimiento. Éric Vuillard, que es un tipo serio, pero cargado de retranca, la del que reconoce los absurdos a primera vista, viene a poner el acento sobre alguno de esos linces en La batalla de Occidente, una reflexión sobre ese desatino que resultó la Primera Guerra Mundial. El conflicto arrojó a miles de ciudadanos de distintas naciones, gentes comunes sin otra ideología que la del día a día, a combatir entre sí cuando aún no sabían nada unos de los otros ni andaban enteleridos por el odio.

En estas páginas, el autor saca a relucir, con su peculiar humor, el que apela a la inteligencia y no a la carcajada de barracón de feria, que la razón es un esfuerzo encomiable pero de poca utilidad práctica cuando se topa con las ideas o las convicciones que esgrimen los políticos o militares sobrecogidos por alguna clase de mesianismo. Al escuchar a esos tipos uno puede concluir que, como los oráculos, son capaces de anticipar los sucesos que van a sobrevenir. A posteriori, claro, los sucesos los desmienten.

Vuillard, para que nadie apunte que habla sobre vacío o que su pirueta es un salto sin red, desgrana ejemplos, como el de Alfred von Schlieffen, uno de esos talentones que a veces salen de los estados mayores, que consideraba que podía finiquitarse la contienda con Francia en un periquete. El gallo, que se había dejado los ojos y las lumbares estudiando cartografías, defendía él que estaba capacitado para ganar una guerra del siglo XX con sus medallas del XIX.

«Al final, los espabilados que se llevaron el gato al agua con ese fenomenal descarrilamiento de políticos y generales fueron, como siempre, los inversores. J. P. Morgan fue uno de los más beneficiados»

El oficialón estaba tan convencido de la victoria que, como resalta Vuillard, en su delirio pensaba que nada podía torcerse. Lo que pasa es que con los asuntos humanos no sucede lo mismo que con las reglas físicas y, por lo general, todo se va al carajo o sale por peteneras cuando menos se lo espera uno, que es justamente lo que ocurrió. Que el prenda no entreviera lo que suponía para la tropa la presencia de ametralladoras, obuses y otros adelantos industriales del ejército dice poco de su profesionalidad y bastante de cómo son en ocasiones los de esa casta.

Al final, los espabilados que se llevaron el gato al agua con ese fenomenal descarrilamiento de políticos y generales fueron, como siempre, los inversores. J. P. Morgan fue uno de los más beneficiados de las facturas que dejó el desaguisado. Un cuento que no es nuevo, ni tampoco de ayer, porque esta historia, la de la estupidez y el absurdo, que parece tan de otra época, es, en otros términos y con otros temas, descorazonadamente actual.

 

 

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