No somos los protagonistas
Para el ciudadano común la avalancha de noticias sobre el avance del Covid-19 es un hecho alarmante, pero a la vez, paralizador, porque no hay una narrativa posible para articularlo y explicarlo
No, no es que la realidad supere a la ficción. Es que la realidad no suele ser elegante ni estilosa y, por decirlo en el argot del boxeo, le gusta pegarnos debajo del cinturón en vez de lanzar derechazos vistosos. Más que ponerse dramática (al menos, como la ficción entiende el drama), la realidad se nos manifiesta de un modo crudo, feroz, que nos impacta de forma muy diferente que las imaginaciones. No se producen en ella balaceras ni estallidos como los del cine, con ritmo, plástica y coreografía: solo matanzas caóticas, que parecen carecer de sentido. La ficción juega con la cronología y la acomoda a las necesidades expresivas, pero la realidad no tiene más remedio que hacer que el tiempo corra a la velocidad de siempre y, como sabemos, los acontecimientos no se distribuyen armónicamente en ella, sino se dejan caer de repente y sin patrón alguno, lo que puede ser enloquecedor. Las personas solemos entender la realidad como si se tratara de una narrativa, con sentido y estructura dramática, porque de otro modo quizá nos volveríamos orates. Pero eso no significa que las cosas sucedan como en los cuentos.
Un caso ejemplar de ello son las epidemias: en vez de que salgamos a la ventana y veamos “anarquía” simétrica en las calles, hordas de zombis que se mueven al compás y rubios exmilitares, redimidos de algún trauma, que bajan de un helicóptero para salvar a la valiente muchacha y sus amigos, lo que encontramos es una ciudad vacía, sistemas de salud rebasados, compras de pánico de papel higiénico y productos de limpieza en los mercados y, sobre todo, miedo. Miedo a puños. Los únicos héroes, aquí, son médicos, enfermeras, personal sanitario y farmacéutico, en fin, desvelado y exhausto. Y muchos de ellos se afanan durante días y días solo para terminar contagiados también. Un desastre.
Para el ciudadano común, pues, la avalancha de noticias sobre el avance del Covid-19 (el famoso coronavirus) es un hecho alarmante, pero a la vez, paralizador, porque no hay una narrativa posible para articularlo y explicarlo. Algunos queremos meternos en casa, echar tres cerraduras a la puerta y salir a la luz cuando todo pase. Otras reacciones masivas parecen dignas de chiste (las ya citadas compras de pánico y alguna peor, como agarrar a la familia y largarse de una zona comprometida a otra que lo esté un poco menos, expandiendo potencialmente el mal). Pero es más sencillo criticar el susto ajeno que sobreponerse al propio.
¿Quién no se preocupa, si deberá permanecer encerrado, por el riesgo de no tener a mano la comida, medicamentos o productos de higiene que se puedan llegar a requerir? ¿Quién no sufre la tentación de salir corriendo y no parar hasta dar con un sitio que parezca a salvo? Antes de dar respuestas categóricas y glorificarnos por lo conscientes y sensatos que somos, pensemos un poco: nuestra civilización lleva decenios enfocada en la comodidad y cualquier sacrificio mayor, como encerrarnos por un mes, nos parece, a estas alturas, inhumano. ¿De verdad son seres incomprensibles los apanicados? Y si a esto le sumamos que hay peligro serio de por medio, por más que la estadística nos diga que el 80 por ciento de los casos de Covid-19 son leves, hay que reconocer que mantener la calma no resulta la cosa más simple del mundo.
En la ficción (en las ficciones populares, sobre todo), es indispensable que el protagonista lleve a cabo acciones decisivas, que le permitan resistir y/o resolver un problema. Pero también en ello la realidad es diferente. En la vida real solo podemos esperar, seguir unas instrucciones básicas, entender que no tenemos el menor protagonismo, que somos parte de una maquinaria social que requiere el acumulado de millones de hechos correctos para que la situación se enderece, y que nuestro único de horizonte de acción es hacer bien la minúscula parte que nos corresponda. Y aunque esto le repela a la ficción (y a nuestro ego), es lo que toca.