Nostalgia de la neutralidad
El 7 de agosto de 1914, tan sólo diez días después de que se iniciasen las hostilidades de lo que pronto iba a denominarse Gran Guerra (y posteriormente Primera Guerra Mundial), La Gaceta de Madrid (que era el Boletín Oficial del Estado de la época) proclamaba la neutralidad española en el conflicto: «Declarada, por desgracia, la guerra […], el Gobierno de Su Majestad se cree en el deber de ordenar la más estricta neutralidad a los súbditos españoles». Esta neutralidad permitió que España fuese uno de los países donde más ampliamente se informó sobre aquella guerra devastadora que habría de durar cuatro largos años, con atención a las versiones sostenidas por ambos bandos; y donde se pudieron contar aspectos de la misma que en casi todos los países del mundo (desde luego entre los contendientes) eran sistemáticamente censurados. También fue esta neutralidad, por cierto, la que permitió que los españoles recibieran asiduamente noticias sobre los avances de una mortífera plaga que se declararía, precisamente, en las postrimerías de la Gran Guerra. Nos referimos a la ‘gripe española’, así denominada no porque fuese de procedencia autóctona, sino porque los periódicos españoles eran por entonces los únicos que contaban a sus lectores lo que estaba pasando, por contraste con una prensa europea horriblemente intervenida.
Somos una colonia genuflexa que se traga las propagandas más burdas y peor aliñadas y que acepta que se nos imponga la ‘verdad oficial’
Pero decíamos que la neutralidad española en la conflagración mundial no iba a significar que la prensa fuese también neutral; por el contrario, hubo periódicos partidarios de uno y otro bando, que defendían con más o menos tino (pero unánime ardor) sus posiciones. «Podrá La Gaceta proclamar la neutralidad en esta lucha –afirmaba, por ejemplo, la revista barcelonesa Iberia–, pero no puede permanecer en silencio lo que está por encima de La Gaceta: la inteligencia. El Estado será neutral, nosotros no. En este momento único, supremo, de la vida se podrá permanecer en silencio en el Tíbet, pero no en Cataluña». Y, como Iberia, se pronunciaron todos los periódicos, que –más allá de que su línea editorial fuese francófila o germanófila– podían servir de tribuna a escritores que defendían posiciones diversas (y hasta antípodas a las defendidas por el dueño del periódico). Así ocurría, por ejemplo, en el diario ABC, más bien germanófilo, donde sin embargo escribía Azorín, francófilo declarado que luego recopilaría algunos de los artículos de asunto bélico en París bombardeado. También francófilos con tribuna en ABC eran Manuel Bueno o Enrique Gómez Carrillo, que alternaban sus firmas con otros abiertamente germanófilos, como Jacinto Benavente, que incluso llegó a escribir un manifiesto titulado Amistad Hispano-Germana. También germanófilo era un escritor entonces muy popular, Ricardo León, que trabajó como corresponsal para el diario El Imparcial desde el frente alemán, escribiendo crónicas que luego juntaría en su libro Europa trágica. Y asimismo germanófilo, aunque reticente del militarismo teutón, era Pío Baroja, que tenía entre sus manías personales a los carlistas, quienes sin embargo eran casi todos germanófilos como él; digo ‘casi todos’ porque, por ejemplo, Valle-Inclán era, en cambio, francófilo y escribió (supuestamente desde Francia) unas crónicas de pega que luego reuniría en La media noche. Otros eximios escritores que trabajaron como corresponsales en países en guerra fueron Ramiro de Maeztu (Inglaterra), Corpus Barga (Francia) o Ramón Pérez de Ayala (Italia), que juntaría sus crónicas en Hermann, encadenado.
España, como Estado, fue neutral, pero la prensa española tomó partido y dejó que sus colaboradores mostraran sus disensiones, a veces incluso disintiendo de la línea editorial del periódico que los cobijaba. Y los españoles de la época pudieron ponderar las razones de unos y otros y tomar, ecuánime o apasionadamente, partido por uno u otro de los bandos contendientes. España no era entonces Jauja, sino que se hallaba inmersa en los estertores de la Restauración, en una fase de notoria decadencia. Pero basta que comparemos la España de entonces, en la que la prensa era una encendida pero civilizada palestra que albergaba las opiniones más diversas, con esta España sórdida para que sintamos nostalgia. Hoy somos una colonia genuflexa que se traga las propagandas más burdas y peor aliñadas y acepta que se nos imponga desde todas las tribunas, de forma unánime, la ‘verdad oficial’, sin que nadie ose rechistar. Y eso que, según dicen, en España rige la ‘libertad de prensa’; será, entonces, que ha muerto el pensamiento. Y, no habiendo pensamiento, todas las expresiones se convierten en una: la expresión del lorito.