Nuevo orden comercial global: La Casa Blanca redibuja el tablero y América Latina queda en jaque
En pleno siglo XXI, el comercio internacional ya no es sólo un espacio de intercambio productivo ni la expresión de una interdependencia global, sino el tablero central de una nueva forma de dominación. Desde la Casa Blanca se ha venido imponiendo, con renovada intensidad y sin disimulo diplomático, un orden comercial mundial que rompe con los principios del multilateralismo ignora a las instituciones globales y redefine el poder en términos de sumisión o resistencia. Ya no se trata de competir: se trata de obedecer o enfrentar represalias. La diplomacia ha cedido ante la lógica del chantaje económico.
Bajo el paraguas de «América First», tanto en su primer mandato (2017–2021) como ahora en su regreso a la presidencia, Donald Trump ha reformulado las reglas del comercio internacional a favor de Estados Unidos. No se trata de un simple proteccionismo, ni de una política comercial defensiva, sino de una doctrina ofensiva que pretende redibujar los flujos globales, subordinar a sus socios y debilitar a sus rivales. Esta estrategia, basada en aranceles punitivos, renegociaciones asimétricas y presiones geoeconómicas, no sólo ha alterado el equilibrio de poder, sino que ha fragmentado el sistema internacional. El nuevo orden comercial no nace del consenso, sino del miedo y la imposición.
El orden comercial multilateral que marcó la segunda mitad del siglo XX surgió de los acuerdos de posguerra. El GATT (1947) y más tarde la OMC (1995) establecieron una arquitectura basada en la reducción progresiva de barreras, la solución colectiva de disputas y el respeto a normas compartidas. Esta estructura impulsó la expansión del comercio, el crecimiento económico global y la integración de regiones enteras. Sin embargo, con la emergencia de China como potencia industrial, la consolidación del mercado europeo y la diversificación de otras regiones, ciertos sectores del establishment estadounidense comenzaron a percibir ese sistema como una camisa de fuerza.
La globalización, otrora liderada y promovida por Estados Unidos, empezó a ser vista como una amenaza para su base industrial y electoral. Donald Trump supo capitalizar ese descontento con un mensaje claro y disruptivo: los tratados de libre comercio eran trampas, los aliados unos aprovechadores, y las reglas multilaterales un obstáculo para el verdadero interés nacional. Con él comenzó una ruptura no sólo retórica, sino estructural.
En los primeros meses de su primer mandato, Trump se retiró del Acuerdo Transpacífico, forzó la renegociación del NAFTA (North American Free Trade Agreement) y creó el USMCA (United States, Mexico–Canada Agreement), con condiciones más favorables para Washington, y lanzó una guerra arancelaria contra China que alteró el comercio mundial. Ya no se trataba de mejorar acuerdos, sino de imponer condiciones. El comercio dejó de ser un marco normativo para transformarse en un instrumento directo de poder. El país que había sido arquitecto del sistema global, comenzó a desmantelarlo desde dentro.
El nuevo orden comercial impulsado desde Washington se basa en una lógica transaccional, vertical y unilateral. La Casa Blanca actúa como centro rector, premiando la obediencia y castigando la independencia. Ya no hay negociaciones entre iguales: se impone una política de hechos consumados, donde las decisiones de Estados Unidos fuerzan a otros países a adaptarse, retroceder o alinearse.
Uno de los mecanismos centrales de esta estrategia han sido los aranceles punitivos, que son medidas excepcionales, que han pasado a formar parte de la política estructural de Estados Unidos. A China se le impusieron barreras que distorsionaron las cadenas globales de valor; a Europa, amenazas sobre sectores estratégicos como automóviles, acero o productos agrícolas; y a América Latina, presiones en sectores como aluminio, azúcar o manufacturas. Incluso aliados tradicionales como Canadá y México han sufrido sanciones económicas, lo que evidencia que ya no hay amigos permanentes, sino intereses permanentes.
La renegociación forzosa de tratados ha sido otra táctica reiterada. El reemplazo del NAFTA por el USMCA es ilustrativo: una imposición que limita la autonomía de México y Canadá para negociar con China, y que refuerza su dependencia tecnológica y laboral respecto a Washington. Asimismo, el acuerdo comercial del 27 de julio de 2025 entre Estados Unidos y la Unión Europea no es meramente comercial: es un movimiento geopolítico calculado que busca redibujar el mapa de poder global. Sus cláusulas obligan a aceptar condiciones impuestas bajo amenaza de aranceles prohibitivos, incluyendo compromisos energéticos y de inversión que afectan la transición ecológica europea.
A ello se suma el uso de sanciones económicas como instrumento de política exterior. Las sanciones, antes dirigidas a enemigos estratégicos, hoy aplican a gobiernos, empresas y bancos que no se alinean con la agenda estadounidense. Comercio, diplomacia y poder militar se funden en una misma lógica: quien se desmarca, paga.
Esta doctrina ha generado una redistribución del poder económico global que no siempre favorece a los más poderosos, sino a los más útiles en cada momento. Sectores industriales estadounidenses como el acero, la energía fósil o el complejo militar-tecnológico se han beneficiado, pero el costo estructural es alto: el consumidor estadounidense pagara más, las cadenas globales se fragmentan, la inversión extranjera se retrae y la seguridad jurídica se debilita.
Fuera de EE.UU., los perdedores son muchos. Europa ha visto limitada su autonomía estratégica, Asia, especialmente China, sufre un desacoplamiento tecnológico forzado, América Latina, por su parte, es empujada a alinearse bajo presión, con la amenaza constante de exclusión de mercados, financiamiento o inversión. La lógica bilateral del vasallaje reemplaza cualquier intento de integración regional o cooperación Sur-Sur.
Frente a esta fragmentación del comercio mundial, comienzan a surgir respuestas defensivas. La Unión Europea busca una tímida autonomía estratégica, China expande sus alianzas a través de la Franja y la Ruta, Los BRICS ampliados emergen como una alternativa. Sin embargo, el resultado no parece ser un nuevo equilibrio, sino una mayor volatilidad.
La guerra comercial muta en guerra tecnológica; las disputas bilaterales crecen; la OMC pierde relevancia, los países intermedios deben elegir entre bloques en pugna, sin árbitros ni reglas claras.
El comercio, lejos de integrar, ahora divide, en lugar de interdependencia pacífica, se impone una guerra económica silenciosa, el acceso a mercados, tecnologías y materias primas se convierte en campo de batalla, muchos comparan esta etapa con un nuevo Bretton Woods, pero sin espíritu de cooperación ni reglas compartidas. Estados Unidos ha reemplazado el consenso por el poder unilateral, las normas comunes se diluyen; y las instituciones se erosionan.
Este escenario plantea interrogantes cruciales: ¿puede sostenerse un sistema internacional regido por amenazas? ¿Es viable una economía global donde la previsibilidad cede ante el temor a represalias? ¿No estamos repitiendo los errores que alimentaron los conflictos del siglo XX?
Estados Unidos puede ganar influencia en el corto plazo, pero pone en riesgo el liderazgo legítimo que mantuvo por casi un siglo. El poder, sin legitimidad ni reglas estables, se vuelve insostenible. América Latina, mientras tanto, aparece como actor marginal y fragmentado, atrapado entre las tensiones de Washington, las ofertas de Beijing y su propia desarticulación interna.
México se vuelve cada vez más dependiente. Brasil y Argentina oscilan entre bloques sin lograr autonomía real. Las presiones por alineamiento ideológico son constantes y la amenaza de sanciones, una espada siempre presente.
Frente a este panorama, resignarse no es opción, en consecuencia, la región debe apostar por la integración efectiva, revitalizar sus instituciones regionales, invertir en cadenas de valor, diversificar socios y articular una diplomacia comercial estratégica. De lo contrario, seguirá siendo peón en un tablero sin reglas ni árbitros.
El nuevo orden comercial no es una evolución natural, es una ruptura política deliberada. Estados Unidos ha desmontado buena parte del andamiaje que sostenía la globalización y ha impuesto una lógica de fuerza que redefine las relaciones globales. Estamos ante un mundo más fragmentado, más conflictivo y menos previsible. Un mundo donde el comercio ya no es cooperación, sino disputa.
En esa encrucijada, América Latina tiene una oportunidad histórica: dejar de ser espectadora y actuar como bloque con visión estratégica. Porque el futuro no se hereda: se disputa.
El impacto de esta doctrina comercial no se limita al plano externo. Dentro de Estados Unidos, las consecuencias comienzan a evidenciarse con fuerza. Wall Street registró su peor caída desde mayo, tras el anuncio oficial de la imposición de nuevos aranceles a una decena de países, incluidos socios estratégicos. El nerviosismo de los mercados refleja el temor a una escalada de represalias que afecte las exportaciones estadounidenses, interrumpa cadenas de suministro globales y encarezca los productos para el consumidor interno.
Este modelo comercial, que pretende devolver empleos industriales al corazón estadounidense, lo hace a costa del encarecimiento generalizado y del debilitamiento estructural del sistema financiero global. Esa caída de los índices bursátiles, Dow Jones, S&P 500 y Nasdaq, es sólo el síntoma más visible de una enfermedad más profunda: la pérdida de confianza en la estabilidad de las reglas que, hasta hace poco, regían el comercio global y daban previsibilidad a la inversión.
La inflación, que había mostrado signos de moderación tras los altibajos de 2022 y 2023, vuelve a tensionarse por el aumento de los costos de importación. Bienes electrónicos, alimentos procesados, piezas industriales y fertilizantes han comenzado a encarecerse, lo cual afecta de manera directa a la clase trabajadora, que paradójicamente es la base electoral del discurso proteccionista. Las pequeñas y medianas empresas, dependientes de insumos globales, denuncian el aumento de la incertidumbre jurídica y financiera.
Mientras tanto, América Latina sufre en carne viva los efectos secundarios de esta reorganización geoeconómica. Las amenazas arancelarias, la inestabilidad de los mercados y la creciente subordinación al dólar han profundizado problemas estructurales como la pobreza, la desigualdad y la dependencia financiera. Países como México, Brasil, Colombia, Perú y Argentina han experimentado una caída en sus exportaciones clave hacia EE.UU., o han debido adaptarse a condiciones comerciales más rígidas, lo cual ha derivado en pérdida de empleos, cierre de industrias y contracción del poder adquisitivo.
La ecuación es clara: cuando las exportaciones caen o se encarecen por los aranceles, disminuyen las divisas disponibles, se tensiona el tipo de cambio, suben los precios internos y, en consecuencia, aumenta la pobreza. A esto se suma la reducción de las inversiones extranjeras, que ahora se dirigen a países que ofrecen alineamiento político con Washington como condición previa. Esta selectividad ideológica fragmenta aún más la región y debilita su capacidad de negociación conjunta.
El impacto de los nuevos aranceles impuestos por Estados Unidos en América Latina no es homogéneo, pero sus efectos acumulativos sobre la región son significativos. En su conjunto, América Latina enfrenta una presión considerable sobre sectores estratégicos como la industria automotriz, el acero, la agroindustria, el biodiésel, los textiles y productos agrícolas como el banano, el azúcar y el café. Estos sectores, estrechamente vinculados al mercado estadounidense, experimentan una reducción de exportaciones, pérdida de empleos y deterioro de las condiciones laborales. Como consecuencia, se estima que la pobreza en la región podría aumentar en aproximadamente un 2.5% durante el presente año 2025. Mientras que los niveles de desigualdad también muestran una tendencia al alza, reflejando el impacto social de estas medidas comerciales sobre las poblaciones más vulnerables.
Este efecto regional también implica un aumento generalizado del costo de vida, ya que la reducción de divisas disponibles para importaciones afecta los precios internos, incrementando la inflación y erosionando el poder adquisitivo. La menor inversión extranjera, condicionada a la alineación política con Washington, fragmenta aún más a América Latina y limita sus posibilidades de maniobra en el escenario internacional. En conjunto, esta dinámica genera un círculo vicioso de pobreza creciente, desigualdad y dependencia económica que pone en riesgo la estabilidad social y política de la región.
América Latina no puede seguir actuando como archipiélago económico ni como zona de sacrificio, es tiempo de construir soberanía económica desde la integración inteligente, la innovación tecnológica, la diversificación comercial y la apuesta por una voz colectiva en los foros globales. Si no lo hace, quedará condenada a navegar un mundo inestable con el viento en contra y sin timón propio.
Finalmente, el giro que está tomando el comercio internacional no es un hecho aislado, sino parte de una transformación más profunda del orden mundial. Asistimos al declive del multilateralismo como eje rector de las relaciones internacionales y al avance de una lógica de poder que privilegia lo inmediato sobre lo sostenible, lo unilateral sobre lo cooperativo. En este contexto, la gobernanza global enfrenta su mayor crisis desde la posguerra: las reglas pierden legitimidad, los organismos internacionales se debilitan, y el conflicto económico, tecnológico y geopolítico, se convierte en el nuevo lenguaje de la competencia entre potencias. La pregunta ya no es solo cómo comerciamos, sino qué tipo de mundo estamos construyendo.
Si la comunidad internacional no logra recuperar un sentido de equilibrio, equidad y corresponsabilidad, el riesgo no solo será la desaceleración económica o una disputa comercial prolongada, sino unaa fragmentación sistémica que comprometería la paz, el desarrollo y la gobernabilidad democrática en vastas regiones del planeta. La historia ha demostrado que cuando desaparecen las reglas, se levantan muros, y en un mundo interdependiente, esos muros terminan aislándonos a todos.