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Oídos sordos

En estos días nuestra vida está hecha de escenas. La escena de la incredulidad, primero, la de una leve euforia por vivir un simulacro de asueto; la escena de la zozobra de la que nadie habla porque es mejor tener buena actitud y la más real y prolongada, la emperatriz de las escenas, el miedo. Quienes hemos podido nos hemos resguardado de un monstruo invisible que habita allá, afuera, en cada uno de los otros, convertidos en un enemigo potencial. Es peligroso acercarse a cualquiera a menos de dos metros. En esta escenificación del terror llegó el tan esperado clímax en un país violento como México: ahora todos están armados. Todos menos uno, claro, mientras exista la fantasía de que no se está enfermo.

Las combinaciones del confinamiento son múltiples y globales pero hay una sensación compartida: en todos los países nos estamos contando la misma historia. Diría que en tiempo real, salvo por un leve desfase de los países que empezaron antes y que son la película del futuro que nos aguarda. Son días de tensa espera, días de mirar cifras mientras llega una normalidad que ya no llegará. Es lo primero con lo que ha terminado el virus. Y nos damos cuenta pero no nos damos cuenta; nos aferramos a la idea de normalidad, incluso llamamos a lo que sigue “nueva normalidad”. Somos tan renuentes a pensarnos fuera de lo previsible como eso. Dentro de nuestras casas, a más de sesenta y cinco días de resguardo voluntario, el tiempo es elástico y a la vez se ha comprimido.

Parece que los días se repitieran y los sentidos se hubieran afinado: todo se percibe más nítido, lo que hacemos y lo que ya no haremos. Los pájaros cantan más, el cielo desde el balcón se ve más limpio, hay una ultra percepción que se parece al estado de alerta y quizá lo sea, una voluntad distinta a la de los días de antes, que se concreta en ciertas tareas. La urgencia, por ejemplo, de ajustarse a horarios, de comer a horas fijas, de ejercitarse. Y la rara impresión de estar a veces en la infancia. Quizá porque en confinamiento es difícil hallar un tiempo de privacidad, de absoluta soledad o tal vez porque, como en la adolescencia, vemos tras la ventana con ganas de huir. Aunque se trabaja más, esto se hace todo el tiempo frente a una pantalla.

En estos días los objetos están más cerca de lo que parece, como dice el retrovisor, y todas las noticias oficiales y no oficiales nos hablan al oído y nos parecen ciertas. O cuando menos nos hacen dudar. Que el virus se apacigua con nebulizaciones. Que con Remdesivir. ¿Será? Que Donald Trump se medica con hidroxicloroquina como método preventivo, pero que ésta causa alucinaciones. ¿Creeremos? Que varios países empeñados en inventar la vacuna están a punto de lograrlo: que en Estados Unidos la aplicaron a ocho voluntarios y todos desarrollaron inmunidad en la primera vuelta. Que China llevó a cabo ensayos por 28 días con 108 voluntarios adultos sanos y afirma que la vacuna en fase 1 genera anticuerpos. La fe mueve montañas y ahora nos urge moverlas.

Entre las noticias oficiales, en un lapsus, el secretario de salud en México dice que pronto saldremos a la nueva mortalidad. Tiene razón, todos nos hemos convertido en muertos vivientes. Mientras eso sucede, en estos días, todos los días, engaño a mi mente. He visto a muchas personas, le digo, esos que ves detrás de las pantallas son gente real, seres de carne y hueso. Pero ella es desconfiada, no me cree. Tras la experiencia cada cuarenta y cinco minutos se queda confundida, con una tristeza que permanece. Le quedan dudas. Por ejemplo. Cuando Fulano dejó de hablar, ¿guardaba silencio o nada más se congeló la imagen? ¿Dije algo equivocado, o simplemente en el momento preciso mi internet falló y no contesté a tiempo? Mi nieta de dos años que vive lejísimos tampoco se engaña. Hace un intento de darme un beso tras la pantalla y luego me aplica el termómetro como hace con sus animales del zoológico todos los días para ver si no tienen fiebre. Y aunque le hablo y hago mil trucos ella se va, decepcionada. Para ella vivo en la computadora y eso no le divierte.

En realidad he visto mucha gente, muchísima, insisto con mi mente, porque cuando logro dormir, si es que no tengo otra vez insomnio, se me confunden las personas reales con las vistas a través de las pantallas, uno que otro vecino paseando a sus perros, el joven que lleva siempre a dos y usa un cubrebocas como el de Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes, y el viejo que no usa ninguno, como que ya ha aprendido hablarse de tú con la segadora de heno. Aunque no, no del todo, ¿por qué pienso así? No adelantes vísperas, me digo, míralo, aún resiste, si no ¿por qué sale a mantenerse en forma todos los días? ¿Por qué lucha así? ¿Tendrá una vida feliz? ¿O a lo mejor habrá sido tan infeliz que quiere guardar la esperanza para ese último resto? Alguna mujer con gafas, una pareja que sale puntualmente cada uno de un lado distinto de la banqueta. Y eso es todo.

Cómo voy a vivir sin abrazar durante por lo menos un año, pienso, cómo van a vivir los que son como yo y lo habían podido ocultar hasta hoy. Cómo puede preocuparme eso. Escuché a un biólogo que dijo que los mamíferos necesitamos tocarnos, abrazarnos, tener contacto físico para producir endorfinas. Cómo vamos a vivir sin endorfinas. Frente a la enfermedad y la muerte, qué importancia puede tener esto. Creo que toda. Absolutamente toda. Mis padres viven cada uno en un extremo de la ciudad, tienen más de 80 años y temen no sobrevivir a la pandemia. Temen no volver a vernos, no ver a nadie ya, prolongan una vida en la que no les espera un abrazo a menos que se jueguen el pellejo. Un abrazo de vida o muerte. Vi un video donde un hombre inventa un impermeable de cuerpo entero con cabeza incluida hecho por él mismo con una cortina de plástico transparente y a través de ésta abraza a su anciana madre. Estoy pensando seriamente en fabricar una cortina igual para ir a abrazar a mis padres.

Tengo rutinas, camino muy de mañana, hago lo que tengo que hacer, trabajo, miro todos los memes que me llegan. Los estudio con absoluta seriedad, observo los videos de médicos que dicen que hay que salir y contagiarse todos, los de médicos que dicen que no hay que asomar las narices por ningún motivo. Miro hasta dos veces los que me hacen reír que son los que más me sirven durante la pandemia. Hago mal las labores propias de mi sexo. Voy por la comida una vez a la semana, lo hago en menos tiempo que si llevara a cabo un asalto, tomo todas las precauciones, no quiero arriesgar a los que viven conmigo. Y en el trayecto, antes de llegar veo gente, gente real le digo a mi mente, los que salen a vender comida, los que la compran, los insensatos que viven al día y si salen se mueren y si no salen se mueren. ¡Pero nos contagiarán!, dice el otro lado de mi mente, el lado fiscal, el que siempre está juzgando y reprobando, no hay quien se salve si cae en sus garras. Y a ti qué te importa, le digo. No lo puede evitar. Mira al policía en la puerta del supermercado y se horroriza, mira las cajeras y se horroriza, mira a quien le ofrece llevar las cosas al coche y se horroriza pero acepta que se las lleve. Después las desinfectaré con alcohol al 70% le digo a ese lado, sin toda esta gente, la que está en los puestos en el mercado, y en la tortillería, y en la farmacia, y en el camión de basura y en el transporte público; sin los médicos y las enfermeras y los que están detrás de los mostradores tú no comerías ni tendrías medicamentos. Ni tú ni el otro lado, el sensato.

No entiende nada. Se empeña en leer periódicos y ver las noticias, insiste en pensar que en cuanto den la señal volveremos al caos y al tránsito, a una vida de vértigo y a terminar con lo que queda del planeta. No sé si los demás hayan aprendido a hacer las paces con ese vocero terrorista que no acepta silenciarse. Quien pueda vivir estos días hablando sólo con el lado sensato, que arroje la primera piedra.

 

 

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