El careo entre Vladimir Putín y el paladín ruso de los derechos humanos, Alexei Navalny, es desigual. Resuena como los de Héctor y Aquiles en la guerra de Troya, o el de David y Goliat en el Viejo Testamento.
Pero Héctor y Aquiles eran guerreros consumados y David, tenía sus piedras y el aliento de Yahvé. Navalny para enfrentar al todopoderoso Putín solo cuenta con su coraje, su palabra y el afecto de los rusos decentes.
Alexei Anatolievich Navalny, denuncia sin fatiga ni temor la descarada corrupción del régimen de Putín, en complicidad con una oligarquía empresarial codiciosa y venal.
Por sus denuncias, incluso de la construcción por parte del mandamás del Kremlin de un fabuloso palacio personal, Navalny ha sido víctima de atropellos, como muchos rusos, de la siniestra policía política FSB, continuadora de las prácticas de la gendarmería zarista y soviética.
Y si de algo sabe Putín es de negocios dudosos y de policías. El se formó como oficial del aparato policial comunista KGB, especializado en el crimen político y la represión.
Putin es reincidente en eso de ordenar evenenamientos de contrarios. Como falló la tentativa de asesinato de Navalny con el “agente nervioso novichok”, manipulando a un juez sumiso, Putín hizo condenar a tres años y medio de prisión al líder opositor.
El mundo ha rechazado ese juicio y esa sentencia truculenta. Joe Biden, Angela Merkel, Emmanuel Macron, Josep Borrell, Mike Pompeo, Boris Johnson, Amnistia Internacional, entre otros, han reclamado la inmediata libertad de Navalny.
La gente de más de 100 ciudades rusas protestó en solidaridad con Navalny. La dictadura de Putín respondió con represalias y miles de detenidos. Pero como dijo el joven líder: “No hay nada que estos ladrones en sus bunkers teman más, que a la gente en las calles”.