Pérez-Reverte: El sastre, el traje y la madre que los parió
Durante estos días de estado de alarma y confinamiento según y cómo pero todo lo contrario, es posible que recuerden ustedes aquel chiste del sastre chapucero y el traje mal cortado. Por alguna razón que no establezco –tal vez mi natural ingenuidad–, yo mismo pienso en él a menudo, mientras oigo la radio o veo la tele. Y como hoy no se me ocurre otra cosa mejor que contarles, y el mencionado chiste contiene aspectos que podrían tener una lectura en clave política y social del tiempo y la España en que vivimos, y también de quienes la administran, me van a permitir ustedes que se lo refresque. Así que procedo a ello.
Un cliente acude a la sastrería a probarse un traje hecho a medida, que ya está listo, dicen, para que se lo lleve. Situado frente al espejo de cuerpo entero, mientras el cliente se estudia detenidamente, el sastre dice: «La verdad es que le queda a usted de puta madre». Poco convencido, el cliente comenta que ve el cuello de la chaqueta ligeramente holgado hacia la derecha. «Eso se le adaptará por sí solo en cuanto lo use un poco», responde el sastre. «Podría retocárselo –añade–, pero sería una pena porque, como le digo, el traje le queda de puta madre. Le recomiendo que durante un par de días tuerza usted un poco el cuello y lo incline hacia ese lado, ¿ve? Hasta que se asiente la hechura. ¿A que tengo razón? ¿Ve cómo ahora le queda de puta madre?».
Obedece el cliente, comprobando que el sastre tiene razón y que, con el cuello torcido a la derecha, la chaqueta le cae ahora impecable. Pero de pronto observa que, en esa postura, una manga queda más corta que la otra. Y se lo hace notar al sastre. «Eso también se asentará en cuanto lo use usted un par de días –responde el tijerillas con mucho aplomo–. Bastará, de momento, con que encoja usted un poquito ese brazo, así, mire, y la manga tendrá la longitud perfecta. Y no es por no retocárselo, se lo aseguro; pero sería una lástima tocar los hilvanes porque, desde luego, el traje le queda a usted de puta madre».
Convencido por el argumento técnico, el cliente –que es un bendito de Dios– encoge el brazo y comprueba que, en efecto, si tuerce el cuello hacia la derecha encogiendo al mismo tiempo el brazo izquierdo, esa manga muestra exactamente un centímetro de puño de camisa, como debe ser. Pero también repara en que el pantalón hace una bolsa bajo la cintura, sobre la pinza de la izquierda, y se lo indica al sastre. «Es que estamos hablando todo el tiempo de lo mismo –responde sin inmutarse el otro–. El traje le sienta de puta madre, pero la lana fría de oveja virgen de Cornualles, como producto que es de altísima calidad, siempre necesita unos días para adaptarse de forma natural al cuerpo que la lleva. Esto no es tergal, caballero». Entonces el cliente, casi avergonzado por preguntar, reclama una solución para el asunto. Y el sastre, magnánimo, responde: «Muy fácil, fíjese. Durante ese par de días que le aconsejo, procure usted caminar con la cadera así, un poco echada para el lado izquierdo. ¿Ve lo que le digo? De ese modo no se nota bolsa ni nada. Y así, también el pantalón le queda de puta madre».
Levanta un dedo el cliente, tímido pero inquieto. Permítame una observación, dice. Observo que si echo a un lado la cadera, la bolsa del pantalón desaparece; pero entonces queda una pernera más corta que la otra. Fruncido el ceño, cinta métrica en mano, el artista se agacha, toma la medida y se incorpora, displicente. «Sólo dos centímetros –sentencia–. No merece la pena retocarlo porque, como digo, la lana inglesa Chaste Sheep de cuatro hilos tejida en crudo se adapta muy bien con el uso. Bastará con que flexione usted esa rodilla y tuerza la pierna al andar. Sería una pena descoser y coser de nuevo, el tejido perdería su apresto. Y como le repito, y usted mismo puede comprobar, mírese bien ahora, el traje le queda de puta madre».
Convencido, adoptando simultáneamente todas las posturas sugeridas por el sastre, el cliente sale a la calle a lucir el traje nuevo. Atento a recordar cada uno de los consejos sartoriales, camina con el cuello inclinado a la derecha, el brazo izquierdo encogido, la cadera a un lado y una pierna torcida. Pasa así, orgulloso de su indumento, por delante de un bar en cuya puerta hay dos parroquianos que se lo quedan mirando. «Oye, compadre –comenta uno–. Ese tío tan raro que pasa, fíjate en lo mal hecho que está». A lo que responde el otro: «Raro es, desde luego. Pero debe de tener un sastre estupendo, porque el traje le sienta de puta madre».
Y, bueno. Supongo a muchos de ustedes les sonará el chiste. Y el sastre.