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Peter Bogdanovich, la leyenda que resurgió de entre sus cenizas

A lo largo de su carrera, el actor, director, crítico y guionista tuvo momentos de gloria y caídas abismales. Pero murió ocupando el lugar de leyenda de Hollywood.

Hay una anécdota muy famosa que pinta de cuerpo entero al crítico de cine, cineasta y actor ocasional Peter Bogdanovich (1939-2022). En su mejor época, en los años setenta, cuando aún vivía en Los Ángeles, en una casa de Bel Air construida en los rugientes años veinte del siglo pasado, solía recibir como huésped al ingobernable Orson Welles, a quien conocía de años atrás. Como joven crítico de cine en ascenso, discípulo de Andrew Sarris, patriarca de la teoría del cine de autor en Estados Unidos, Bogdanovich había publicado en 1961 su primera monografía autoral dedicada precisamente a Welles. Una década después, en 1971, cuando Bogdanovich ya era un cineasta hecho y derecho, Welles había prestado su voz narrativa para el documental Directed by John Ford (1971), dirigido por el propio Bogdanovich y centrado en el imbatible y hosco cineasta que se definía a sí mismo como mero “hacedor de westerns”.

En los setenta, Welles pasaba la mayor parte del tiempo en Europa, avanzando en sus frustrados proyectos cinematográficos, tratando de chamaquear a cuanto productor se le cruzara en el camino, filmando a retazos lo que podía y cuando podía. Si se le agotaba el dinero, volvía a Estados Unidos, especialmente a Los Ángeles, en donde Bogdanovich lo recibía con los brazos abiertos. Por supuesto que si Bogdanovich le daba una mano, Welles, siendo Welles, tomaba el pie. Mejor dicho, los dos. Así pues, además de tener su habitación con baño propio, colonizaba cualquier otro lugar de la casa, fuera el estudio, la biblioteca o el amplísimo comedor, en donde, según recordaba Bogdanovich, solía usar toda la mesa para colocar los múltiples guiones en los que trabajaba de manera simultánea.

Cierto día, la modelo y actriz Cybill Shepherd, compañera (en más de un sentido) de Bogdanovich durante varios años, olió humo que provenía de la habitación de Welles. Alarmada, tocó la puerta del conflictivo huésped, solo para que la voz estentórea de Welles le respondiera a gritos: “¡Privacidad, privacidad! ¡Necesito privacidad!”. Shepherd no insistió más.

Al día siguiente, el ama de llaves informó lo que había pasado: aparentemente, Welles había guardado uno de sus enormes puros en una de las bolsas de su amplia bata de felpa. Solo que el puro estaba prendido, la bata había empezado a quemarse, Welles había tomado la ropa y la había echado en la tina y, en el caos, un carísimo tapete, muy querido por Shepherd, había sucumbido, en parte, ante el fuego.

¿Qué hizo Bogdanovich después de enterarse de tal despropósito de su abusivo camarada? Lo que haría cualquier buen amigo de sus amigos: encogerse de hombros, murmurar que Orson es Orson y aceptar, gustoso, las disculpas de ese encantador de serpientes: a saber, un libro de ópera que le regaló a Shepherd, con una caricatura dibujada por él de una casa incendiándose, una pequeña catarina apanicada y unas ingeniosas líneas solicitando el perdón. Welles conocía muy bien a Bogdanovich: con ese pequeño acto de contrición, él podía dejar que Orson redujera el resto de la casa a cenizas.

El crítico británico Mark Le Fanu explicaría, años después, que los recurrentes fracasos de Bogdanovich a partir de su sexto largometraje, la fallida Daisy Miller (1974), se debían, en buena medida, a que el neoyorquino se había acercado al mundo del cine con mucha buena voluntad y con demasiada inocencia. Por su parte, el muy influyente crítico James Monaco, en su libro American film now (1979), lanzó un juicio aún más lapidario: Bogdanovich había caído en una decadencia muy temprana debido a que no supo manejar el éxito de sus cuatro obras mayores consecutivas: su opera prima Targets (1968), realizada bajo la protección de Roger Corman y que se convirtió en automático en una cinta de culto; su siguiente largometraje de ficción, La última película (1971), que obtendría ocho nominaciones al Oscar en 1972 y que le ganaría el respeto y la admiración de la industria; el trancazo taquillero que fue esa hilarante e inventiva screwball-comedy La chica terremoto (1972), que ayudó a solidificar el estrellato de la entonces ascendente Barbra Streisand; y la encantadora comedia ubicada en la Gran Depresión Luna de papel (1973), nominada a cuatro oscares.

Según Monaco, este hilo de éxitos fue demasiado para el mal preparado Bogdanovich: dejó a su primera esposa, la diseñadora de producción Polly Platt, para vivir con Cybill Shepherd; los rostros de ellos juntos aparecían en cada revista de espectáculos de la época como la pareja de moda. El “joven cineasta maravilla” asistía a cuanto talk-show era invitado y, según la ruda descripción de Monaco, “no hacía más que ponerse en vergüenza él mismo con tal despliegue de egolatría”.

Como si se tratara de una maldición griega, la carrera cinematográfica de Bogdanovich empezó a desbarrancarse a partir de 1974, con una serie de fracasos comerciales y artísticos, cada uno más grande que el anterior, hasta llegar a su nadir personal y profesional, Un romance en Nueva York (1981), la última cinta protagonizada por Audrey Hepburn. En esa película aparecía además, en un pequeño papel, Dorothy Stratten, con quien Bogdanovich inició un romance que acabaría en tragedia: cuando el marido de Stratten se enteró que iba a ser abandonado, tomó una pistola y asesinó a la actriz y playmate de Playboy.

Para entonces, la compañía productora Time Life había quebrado y la Fox, que había adquirido los derechos de la cinta, se negó a estrenarla debido al escándalo. Eso llevó a Bogdanovich a comprar su propia película a través de su casa productora, Moon Pictures, por un precio pactado de 5 millones de dólares. El resultado fue una recepción crítica adversa, un fracaso taquillero con todas las de la ley y la quiebra financiera de Bogdanovich, quien en una década había pasado de ser un crítico de cine respetado y una de las cabezas más visibles del Nuevo Hollywood de los 70 –al lado de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y William Friedkin– a un auténtico paria fílmico. Parecía que todo lo que tocaba, aunque fuera al lado de estrellas del tamaño de Burt Reynolds o Audrey Hepburn, se convertía en lodo.

Contada en estos términos, la vida de este descendiente de serbios y judíos nacido en Kingston, Nueva York, en 1939, podría haber sido escrita por Kenneht Anger para cualquiera de sus dos infames volúmenes de Hollywood Babilonia (1959), aquel famoso y morboso muestrario de tragedias, excesos, rumores e invenciones sobre el viejo Hollywood. La realidad es que la vida de Bogdanovich, la personal y la profesional, fue mucho más rica, antes y después de los siete años de pesadilla entre 1974 y 1981. Incluso en este aciago periodo, Bogdanovich, al lado de Coppola y Friedkin, habían tenido la audacia de fundar The Director’s Company, una subsidiaria de Paramount con la que se producirían dos películas de Bogdanovich (Luna de papel y Daisy Miller) y una de las obras maestras definitivas de la década, La conversación (1974), de Francis Ford Coppola.

Como cualquier leyenda hollywoodense que se precie de serlo, Bogdanovich resurgió de entre sus cenizas. En 1985 Universal Pictures le ofreció dirigir Máscara (1985), un melodrama juvenil basado en la vida real de un adolescente californiano que sufría de una deformación de su rostro y de la conflictiva relación que tenía con su devota pero promiscua madre, encarnada de forma memorable por Cher. La fuerza de la interpretación de la cantante –que ganó el premio a mejor actriz en Cannes 1985– y la sensibilidad con la que Bogdanovich se acercó a esta historia convirtieron a Máscara en el primer éxito comercial y artístico del cineasta en más de una década, aunque esto no lo reconcilió del todo con la industria. Molesto por no haber tenido el privilegio del corte final, Bogdanovich denunció ante la prensa que le faltaban diez minutos a su película, que Universal no había querido pagar los derechos para usar varias canciones de Bruce Springsteen en el filme y que, aunque la cinta no era del todo mala, no era la obra maestra que él había dirigido. Fiel a sí mismo, Bogdanovich se negó a promocionar la cinta y, cuando asistió a Cannes, aclaró que lo hacía pagando sus propios gastos, porque no quería deberle nada a Universal.

Esta ruidosa vuelta al ruedo le permitió a Bogdanovich reinventarse, volviendo, paradójicamente, a sus inicios. En las siguientes décadas y hasta su muerte, el 6 de enero de 2022, se convertiría de nuevo en el entusiasta curador de la memoria de sus santos patrones cinematográficos, con la publicación de un libro de conversaciones con Welles (This is Orson Welles, Harper, 1992) y con otros cineastas del Hollywood clásico como Hawks, Hitchcock o von Sternberg (Who the Devil made it: Conversations with legendary film directors, Alfred A. Knopf, 1997), además de que volvió a la crítica de cine con Peter Bogdanovich’s movie of the week (Ballantine, 1999), un libro que recoge 52 largos ensayos sobre clásicos fílmicos.

Al mismo tiempo, se convirtió, con su emblemática mascada envuelta en el cuello, sus lentes rectangulares y su voz educada y ligeramente nasal, en el entrevistado habitual cada vez que se hacía un documental de alguna gran figura cinematográfica, fueran sus directores admirados de siempre –Howard Hawks, Orson Welles, John Ford–, fueran los actores de esa misma época –Humphrey Bogart, John Wayne, James Stewart. También prestó sus enciclopédicos conocimientos cinefílicos y de primera mano para grabar esclarecedores comentarios en DVD de innumerables clásicos, desde M, el vampiro de Dusseldorf (Lang, 1931) o Ciudadano Kane.

A partir de los años 80, volvió también a sus orígenes actorales. Después de todo, su única educación formal conocida –no obtuvo ningún grado universitario– fue su asistencia durante tres años, de 1956 a 1959, a la academia de actuación de Stella Adler. Así que, en breves cameos en algunas cintas de otros colegas (como Kill Bill, de Tarantino, 2003) o en participaciones mucho más sustanciosas (como los 15 episodios en los que apareció en Los Soprano, encarnando, cómo olvidarlo, a Elliot Kupferberg, el psiquiatra de Jennifer Melfi, la psiquiatra de Tony Soprano), Bogdanovich siguió pisando los sets cinematográficos y televisivos.

Como cineasta, es cierto, no volvió a los éxitos económicos, culturales y artísticos de los años 70, pero tanto en la pantalla grande, en los siete largometrajes que dirigió entre 1988 y 2018, como en la pantalla chica, en sus diez trabajos televisivos como director entre 1995 y 2004, realizó algunos filmes notables, todos ellos enraizados en su indeclinable amor al Hollywood clásico y en sus historias de éxitos y fracasos. El drama cinefílico The cat’s meow (2001) está centrado en la escandalosa muerte de uno de los creadores de Hollywood, el productor Thomas H. Ince. Su espléndido filme documental The great Buster: A celebration (2018), es una bien informada biopic de Buster Keaton; y el telefilme en dos partes The mystery of Natalie Wood (2004) trata sobre la exitosa vida y la extraña muerte de la actriz protagónica de Amor sin barreras (Wise y Robbins, 1961). Incluso el último telefilme que dirigió, Hustle(2004), convencional pero entretenida biopic de Pete Rose, el gran beisbolista expulsado por apostar siendo manager de los Rojos de Cincinnati, deja ver el interés personal que tuvo Bogdanovich en historias muy similares a las que él vivió en carne propia. Todas estas últimas películas tratan más o menos de lo mismo: de cómo alguien que se encuentra en la cumbre termina, por su propio ego, por su propia desmesura –se diría que por la hibris de la que hablaban los clásicos– derrotado y humillado frente a los dioses.

Pero, ¿de verdad Bogdanovich se sentiría así? Espero que no. Como crítico de cine, escribió algunos de los primeros y más serios estudios cinefílicos en inglés sobre Hawks, Ford, Hitchcock, Lang y Welles. Como cineasta, dirigió un auténtico clásico hollywoodense, La última película, entrañable estudio, casi entomológico, de una serie de personajes fracasados de antemano que, en el transcurso de un año, pierden todo –la inocencia, la juventud, la rebeldía– cual desencantada alegoría de la propia sociedad estadounidense de los 50. Y fue el protagonista de una de las más emocionantes aventuras cinematográficas de los años 70: convivió y fue amigo de algunos de los más grandes maestros (Welles, Hawks y Ford) de un Hollwywood que se estaba extinguiendo, dirigió un clásico irrebatible, tuvo un gran éxito económico, fundó una efímera pero legendaria compañía productora y fue amante de algunas de las mujeres más bellas de su tiempo. Sí, es cierto, después, en algún momento, lo perdió todo. Pero, a ver, ¿quién le quita lo bailado? ¿Y quién nos quita a nosotros sus películas, sus libros, sus entrevistas?

 

 

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