Frank Phillips nació en 1873, en Scotia, Nebraska, un “pueblo de un solo caballo”, como él mismo diría luego.
Fue uno de los diez hijos de Lucinda y Lewis Phillips, un pobretón juez de condado. Cuando Frank cumplió un año, su padre mudó la familia al vecino Estado de Iowa, donde había comprado una granjita. Cuando tenía ocho años, Frank ya recolectaba patatas en las granjas vecinas y le pagaban 10 centavos de dólar al día.
A los 16, Frank se hizo aceptar como aprendiz en la única barbería de Creston, una población vecina. A los 26, Frank era ya dueño de las tres barberías del lugar. La mejor y más bonita de ellas funcionaba en el sótano de un banco.
El dueño del banco, el señor John Gibson, solía hacerse cortar el pelo y rasurarse en la barbería de Frank. Míster Gibson valoró el espíritu emprendedor de su barbero parlanchín y lo invitó a trabajar para él en su agencia de bolsa.
Sin descuidar ni un solo día su red de barberías, Frank prosperó como corredor de bolsa. Llegado el momento, el señor Gibson no tuvo reparo en que Frank se casara con Jane, su hija. Un día de 1903, viajando en el tren, de vuelta a casa desde Chicago, Frank oyó hablar del boom petrolero que estremecía a Oklahoma, por entonces territorio indio.
Frank hizo entonces algunos viajes a la región y al regreso convenció a su hermano Lee de probar suerte en el negocio de encontrar petróleo en Oklahoma. Su suegro, el señor Gibson, los ayudó a fundar una compañía, la Anchor Oil & Gas Co.
En un rastrojo de una pradera, territorio ancestral de la nación Osage, afamada por ser sus guerreros varones de elevada estatura, había ya surgido un poblacho de aluvión llamado Bartlesville. A pocas millas de allí, los perforadores contratados por los hermanos Phillips dieron con petróleo en una parcela comprada poco antes a precio de gallina flaca.
Se trataba de un wildcat, un gato salvaje, que es como los petroleros de entonces dieron en llamar los pozos hallados al buen tuntún, a menudo contra toda lógica de las ciencias de la tierra. No todo wildcat resulta productivo, pero aquel sí lo era y en grado superlativo: el gordo de la lotería, ni más ni menos.
En aquel tiempo, la gente como los hermanos Phillips no tenía en mucho a los geólogos petroleros salidos de la Universidad de Stanford; se fiaban más de la rabdomancia y la buena suerte, Oil is where you find it—”el petróleo está donde das con él”—, solía decir Harry Sinclair, el fundador de la petrolera que lleva su nombre.
Poco tiempo más tarde, los dos hermanos vendieron la concesión por 100.000 dólares con los que fundaron la Phillips Petroleum Co., la empresa para la que, décadas más tarde, trabajó mi viejo en el oriente de Venezuela. Todavía conservo su encendedor con el sellito rojinegro de Phillips 66, la gasolina estrella.
Si alguna vez, lector, tus asuntos te llevasen a Oklahoma City, no dejes de visitar The Spudder—en jerga, “mesa de perforación”—, el restorán de carne favorito de los petroleros. Está decorado con fotos y toda clase de memorabilia que, yendo hacia atrás, alcanza el tiempo de los Phillips. Todo muy épico y bastante cursilón, la verdad, a la manera de Gigante, el film de George Stevens.
Con todo, el arrojo especulativo que ambos hermanos demostraron no habría tenido éxito si las leyes de su país reservasen al Estado las riquezas del subsuelo. Es solo una de las razones por las que Lagos, Nigeria o Caracas, Venezuela, no se parecen a Houston, Texas.
En 2002, la Conoco Inc. se fundió con la Phillips en la ConocoPhilips, la misma cuyos activos en Venezuela expropió tonantemente el comandante Hugo Chávez en 2007. Fue otro de sus arrebatos redistributivos, propios de un chafarote lleno de ideas zombis.
Hace dos años un tribunal del Centro Internacional de Arreglos Atinentes a Inversiones (CIADI) otorgó más de 8.700 millones de dólares (más intereses) a ConocoPhillips por la expropiación ilícita, por parte de Venezuela, de sus inversiones en el sector petrolero. La dictadura de Nicolás Maduro no ha podido ni podrá zafarse de esa demanda.
Inapiadable, ConocoPhillips está en cola de acreedores para recuperar lo que pueda del remate judicial que pende sobre CITGO, el gigante petroquímico estadounidense, verdadera joya de la corona de los activos de Petróleos de Venezuela.
Los analistas de riesgo dan por cierto que, tarde o temprano, la Administración Biden suspenderá la provisión ejecutiva que, en apoyo de Juan Guaidó, Donald Trump ejerció suspendiendo indefinidamente las acciones judiciales contra CITGO.
Venezuela habrá perdido entonces su más valioso activo y el relato de cómo ello ha sido posible en tan solo veinte años será otro de los papeles póstumos de un petroestado en bancarrota.