“Plataforma”: la Cuba castrista vista por Michel Houellebecq
La visión sobre Cuba que ofrece Houellebecq en su novela es poco complaciente por sus alusiones al jineterismo, y, sobre todo, por sus amargas apreciaciones sobre la vida de los cubanos
LA HABANA, Cuba. — Gracias a novelas como Ampliación del campo de batalla (1994), Las partículas elementales (1998), Plataforma (2001), La posibilidad de una isla (2005) y El mapa y el territorio (2010), el francés Michel Houellebecq, de 65 años, se ha convertido en uno de los más importantes escritores europeos de la actualidad.
Plataforma es la más famosa y polémica de sus novelas. Además de las críticas a su descarnado manejo de la sexualidad al reflejar el cinismo erótico de la sociedad de consumo, lo acusaron de islamofóbico por referirse al terrorismo islamista.
Cuatro capítulos de Plataforma discurren en Cuba, en el complejo hotelero Guardalavaca, Baracoa y Santiago de Cuba, adonde viajan, para explorar posibilidades de negocios, Michel y Valerie, una pareja de parisinos enfrascados en la creación de una red internacional de colonias dedicadas al turismo sexual, y donde sea legal la prostitución.
La visión sobre Cuba que ofrece Houellebecq en su novela es poco complaciente por sus alusiones al jineterismo —que era practicado hasta por las empleadas del hotel a cambio de cuarenta dólares—, la mediocre calidad de las instalaciones turísticas y, sobre todo, por sus amargas apreciaciones sobre la vida de los cubanos y su desencanto con el régimen que una vez les prometió construir una sociedad paradisíaca.
A propósito del acoso a los turistas en la calle de vendedores de lamentables productos artesanales, escribe Houellebecq: “Por lo visto, en aquel país nadie conseguía vivir de su salario. Nada funcionaba bien. Faltaba gasolina, piezas de maquinaria. De ahí el lado de utopía agraria que se veía en los campos: los campesinos que araban con bueyes, que iban en carreta… Pero no se trataba ni de una utopía ni de una reconstrucción ecológica, era la realidad de un país que ya no conseguía mantenerse en la era industrial. Cuba lograba seguir exportando algunos productos agrícolas como el café, el cacao y azúcar, pero la producción industrial había caído casi hasta nivel cero. Costaba encontrar hasta los artículos de consumo más elementales, como el jabón, el papel o los bolígrafos. Las únicas tiendas bien surtidas eran las de productos importados, donde había que pagar en dólares. Así que todos los cubanos vivían de una segunda actividad relacionada con el turismo. Los más favorecidos eran los que trabajaban directamente para la industria turística, los demás intentaban conseguir dólares como fuese, con servicios suplementarios o algún tipo de tráfico.”
De ahí que el escritor percibiera que: “Para los hombres y mujeres morenos que andaban entre los bancos de turistas, sólo éramos monederos con piernas.”
En otro momento, el escritor pone en boca de uno de sus personajes la frase: “Pobre pueblo cubano. Ya no tienen nada que vender, salvo sus cuerpos.”
La visita a la tumba de José Martí en el cementerio Santa Ifigenia hace meditar a Houellebecq: “No daba la impresión de que su espíritu alentara por aquellos lares… Parecía atrapado para siempre en el pasado. ¿Podría levantarse otra vez para enardecer a la patria y arrastrarla hacia un nuevo progreso del espíritu humano? Era inimaginable… Más bien daba la impresión de estar enterrado bajo las cenizas de un aburrimiento eterno.”
El padre del gerente del hotel, un anciano que se unió a la guerrilla fidelista en la Sierra Maestra y luego, como ingeniero, fue dirigente en la fábrica de níquel de Moa, le explica a Houellebecq: “Teníamos una fábrica ultramoderna, construida con ayuda de los rusos. Al cabo de seis meses, la producción había caído hasta la mitad. Todos los obreros robaban… Y lo mismo ocurrió en todas las fábricas, a escala nacional. Cuando no encontraban nada que robar, los obreros trabajaban mal, eran perezosos, siempre estaban enfermos, se ausentaban sin el menor motivo. Me pasé años intentando hablar con ellos, para convencerlos de que hicieran un pequeño esfuerzo por el interés de su país y el único resultado fue la decepción y el fracaso.”
De las palabras del anciano, el escritor concluye: “Era obvio que la revolución no había logrado crear al hombre nuevo, sensible a motivaciones más altruistas. Así pues, la sociedad cubana, como todas las sociedades, solo era un laborioso dispositivo de trucaje pensado para que algunos se libraran de los trabajos aburridos y penosos. Excepto que el trucaje había fracasado, que ya no engañaba a nadie, que nadie seguía acariciando la esperanza de disfrutar un día del trabajo común. El resultado era que todo había dejado de funcionar, que ya nadie trabajaba ni producía y que la sociedad cubana se había vuelto incapaz de asegurar la supervivencia de sus miembros.”
Dice Houellebecq: “Yo buscaba desesperadamente algo optimista que decirle al viejo, un impreciso mensaje de esperanza, pero no se me ocurría qué. Como decía él con amargura, Cuba no tardaría en convertirse al capitalismo y de las esperanzas revolucionarias no quedaría más que el sentimiento del fracaso, la inutilidad y la vergüenza. Nadie respetaría ni seguiría su ejemplo, que para las generaciones futuras sería incluso objeto de disgusto. Aquel hombre había luchado y luego había trabajado durante toda su vida absolutamente para nada.”
Si esa era la visión que tenía Houllebecq hace poco más de veinte años, podemos suponer cuál tendría hoy, cuando Cuba está sumida en la peor crisis de su historia.