¿Podría haber sido Europa comunista?
Mientras el mundo conmemora el centenario de la Revolución rusa, es importante recordar que su objetivo no era instalar el bolchevismo solo en este país, sino llevar a cabo la revolución proletaria mundial. ¿Cuál fue el verdadero alcance del comunismo fuera de las fronteras de la URSS, en Europa y en el mundo?
Por citar al historiador británico de tradición marxista más leído, Eric Hobsbawm, “solo treinta o cuarenta años después de que Lenin llegara a la estación de Petrogrado un tercio de la humanidad vivía bajo regímenes que derivaban directamente de ‘los diez días que estremecieron al mundo’ y del modelo organizativo de Lenin, el Partido Comunista”. En Historia del siglo XX, Hobsbawm sostiene que “el comunismo pretendió ser un sistema alternativo y superior al capitalismo, destinado por historia a superarlo”, y durante una gran parte de este periodo muchos albergaron verdaderos temores de que llegara a instaurarse como la ideología dominante en el mundo.
Al mismo tiempo que se libraba una guerra ideológica, se producía en Europa una lucha interna del viejo orden contra un nuevo amanecer o renacimiento, una revolución. Como diría Orwell en sus ensayos, más o menos “a partir de 1930 cualquier persona susceptible de ser tachada de intelectual había vivido en un estado de descontento crónico con el orden existente” e iría progresivamente adoptando ideas comunistas. En sus propias palabras: “de París toman las recetas de cocina; de Moscú, las opiniones”.
En los años entre la Revolución de 1917 y el Pacto Ribbentrop-Mólotov en 1939, innumerables escritores, poetas, artistas, historiadores, científicos o críticos, tanto en Europa como en América, se sintieron atraídos por el comunismo. Figuras como Jean-Paul Sartre seguían ensalzando a Rusia como guardiana de la libertad en los círculos políticos y de pensadores que emergían en el cónclave parisino, en Zúrich, Roma o Berlín. Muchos escritores y políticos fueron el producto de una breve hora de fervor y se hicieron famosos simplemente adoptando posturas de oposición y un discurso izquierdista superficial, dogmático, – lo cual revelaba las deficiencias de la democracia europea y su decadencia -.
Hubo sin embargo tres libros de importancia trascendental publicados en 1949 para hacer una defensa muy elocuente e incisiva de la democracia liberal contra sus rivales de izquierda y derecha, el comunismo y el fascismo: The god that failed de seis autores excomunistas, The vital center: The politics of freedom de Arthur M. Schlesinger, y un clásico, 1984 de George Orwell.
En The vital center se hacía un repaso del declive de la izquierda y de su posible anulación ante la estela de la corrupción de la Revolución de 1917, tesis compartida por Chip Bohlen, Isaiah Berlin, Nicolas Nabokov, Averell Harriman y George Kennan entre otros grandes pensadores. Este surtido grupo de intelectuales de izquierda pensaba que las ideas progresistas eran el baluarte más eficaz contra el totalitarismo estalinista.
The god that failed es una colección de ensayos en los que se destapaba este “falso ídolo”, escrito por seis excomunistas: Ignazio Silone, André Gide, Richard Wright, Arthur Koestler, Louis Fischer y Stephen Spender. Estos autores explican por qué aceptaron el dogmatismo del comunismo, en forma de una especie de confesión colectiva: habían perdido la fe en la democracia y estaban dispuestos a sacrificar las “libertades burguesas” para derrotar al fascismo, según cuenta el editor, Richard Crossman. Su conversión era producto de la desesperación ante la decadencia de los valores occidentales en los años 30, y estaban en lo cierto al desconfiar, pues las democracias estaban cortejando a Mussolini, dejaron a España caer en las garras del franquismo, y permitieron a Hitler hacer y deshacer el mapa de Europa y violar el Tratado de Versalles. Solo los comunistas estaban organizando una resistencia seria en algunos países…“¿Estaban Gide y Koestler realmente equivocados, en el momento en que se convirtieron en comunistas, sobre la corrupción de la democracia alemana y francesa cuando estas se rindieron al fascismo?”, se pregunta Crossman en la introducción de esta colección de ensayos.
El libro era un acto de recusación, un rechazo del estalinismo en un momento en que para muchos eso aún era una especie de herejía. Orwell, que comprendía muy bien su siglo, no caería en la trampa del comunismo, o del fascismo. La inquietante obra de Orwell, 1984, es una de las novelas cumbre de la trilogía de las distopías de la primera mitad del siglo XX (las otras dos fueron Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury).
En Orwell vemos a un pensador que lucha contra la mediocridad moral e intelectual de los totalitarismos, pero también de una Europa en plena decadencia moral que aborda en sus Ensayos, marcada por una profunda desigualdad y cuyas democracias estaban “gobernadas en gran medida por los viejos y los tontos” (sic). La Europa vieja, corrupta y amoral, junto con el imperialismo colonial y otras de sus lacras, estaba destinada a desaparecer, sin que hubiese una clara idea de lo que vendría después. Podría haber sido el comunismo, y las lámparas se hubieran apagado. El siglo corto, como así lo llamaría Hobsbawm, es el siglo de los “ismos”, de las catástrofes, y de la guerra total, y muchos se lanzaron a los brazos de las bestias totalitarias y adoraron a sus líderes como a dioses (dioses creados para la opresión de la moral y del individualismo). Esta etapa, los años 30, sería después calificada, con pena, por Arthur Koestler, de “abortada revolución del espíritu, renacimiento fallido, falso amanecer de la historia”.
Por suerte, la transformación de la humanidad no llegaría gracias a una revolución mundial inspirada por Rusia. Durante el ocaso de la era Brezhnev se desvaneció la idea de que el comunismo enterraría al capitalismo como sistema económico global. Tal vez eso es lo que explica por qué el estalinismo cayóinesperadamente, con el muro de Berlín, y se desintegró rápidamente sin oponer resistencia.