Poemas para la vida: ‘Carta de amor’, de Sylvia Plath
Mientras quede un lector seguirá fluyendo para gloria de la poesía la obra confesional de Sylvia Plath (Boston, 1932 – Londres, 1963). Niña prodigio que ya a los ocho años construía sólidos poemas y que muy pronto manifestó un trastorno bipolar que condicionaría toda su existencia. A los 31 años puso fin a su vida la primera poeta en recibir un Pulitzer post mortem.
Alumna en la Universidad de Boston del poeta que inició en Estados Unidos el género confesional en la poesía, Robert Lowell, Plath seguiría esa senda tan característica de la lírica estadounidense, convirtiéndose en una de sus más destacadas cultivadoras. Cada uno de sus poemas es un grito documental que apela a lo más íntimo de quien escribe, de quien sufre y goza en el complejo ejercicio de la vida.
Nacida en una cultivada familia de origen alemán, hija de un reconocido entomólogo, Plath destacó desde la infancia, no sólo como una estudiante apegada a las matrículas de honor sino como una mujer obsesionada con la perfección. Parecía dotada para todo: la pintura, las ciencias, el piano… pero sobre todo para la escritura y, de hecho, apenas metida en la adolescencia ya había visto publicados poemas y cuentos en algunas revistas.
Por entonces inicia unos diarios que seguirá escribiendo hasta su muerte y se siente cada vez más cercada por un trastorno mental que la condujo al primer intento de suicidio cuando todavía no había cumplido diecisiete años. Así lo detalló en su novela autobiográfica La campana de cristal, publicada con el seudónimo Victoria Lucas.
Tras un intenso tratamiento psiquiátrico, con electrochoques incluidos, se graduó con las máximas calificaciones en el prestigioso Smith College de Nueva Inglaterra, institución en la que más tarde sería profesora, obtuvo una beca Fulbright y se incorporó a la universidad británica de Cambridge, donde conoció al poeta inglés Ted Hughes, con quien se casó en 1956 y con el que tuvo dos hijos, y del que se divorciaría en 1962.
Tras la separación ella regresó con los pequeños a Londres y alquiló un apartamento en el que había vivido el escritor W.B. Yeats. Allí, el 11 de febrero de 1963, se suicidó abriendo el gas de la cocina mientras sus hijos Frieda, -hoy una prestigiosa columnista de la prensa británica-, y Nicholas, de cinco y dos años, dormían en la misma casa. Sylvia Plath está enterrada en el cementerio Heptonstall de West Yorkshire.
Tras su muerte, Hughes actuó como editor del legado personal y literario de Plath, siendo severamente criticado por haber destruido el último volumen del diario de ella, aquel que abordaba el tiempo que pasaron juntos. En Cartas de cumpleaños, la última recopilación en vida de su poesía, Hughes rompió su silencio hablando de su relación con la obra de ella con enorme claridad, pero sin disculparse.
Plath solo vio publicado en vida un poemario, la recopilación de sus primeros versos El coloso (1960). En Tres mujeres, poema narrado para la BBC en 1962, la escritora dota de una nueva visión a su poesía y, desde ese momento, concibe lo que escribe para ser leído en voz alta. Este es uno de sus últimos poemas, junto con los integrados en Ariel, el libro que, como la novela La campana de cristal, saldrían a la calle a los pocos días de su fallecimiento. Pero la publicación de Crossing the Water y Winter Tress, en 1971, dos volúmenes poéticos, sirvieron para el definitivo reconocimiento de una escritora irrepetible.
En 1982, Plath fue la primera poeta en ganar un Pulitzer póstumo por sus Poemas Completos. Del conjunto de su obra rescatamos, en traducción de Jesús Pardo, esta Carta de amor:
No es fácil expresar lo que has cambiado.
Si ahora estoy viva entonces muerta he estado,
aunque, como una piedra, sin saberlo,
quieta en mi sitio, mi hábito siguiendo.
No me moviste un ápice, tampoco
me dejaste hacia el cielo alzar los ojos
en paz, sin esperanza, por supuesto,
de asir los astros o el azul con ellos.
No fue eso. Dormí: una serpiente
como una roca entre las rocas hiende
el intervalo del invierno blanco,
cual mis vecinos, nunca disfrutando
del millón de mejillas cinceladas
que a cada instante para fundir se alzan
las mías de basalto. Como ángeles
que lloran por la gente tonta hacen
lágrimas que se congelan. Los muertos
tenían yelmos helados. No les creo.
Me dormí como un dedo curvo yace.
Lo primero que vi fue puro aire
y gotas que se alzaban de un rocío
límpidas como espíritus. Y miro
densas y mudas piedras en torno a mí,
sin comprender. Reluzco y me deshojo
como mica que a sí misma se escancie,
igual que un líquido entre patas de ave,
entre tallos de planta. Mas no pienses
que me engañaste, eras transparente.
Árbol y piedra nítidos, sin sombras.
Mi dedo, cual cristal de luz sonora.
Yo florecía como rama en marzo:
una pierna y un brazo y otro brazo.
De piedra a nube iba yo ascendiendo.
A una especie de dios ya me asemejo,
hiende el aire la veste de mi alma
cual pura hoja de hielo. Es una dádiva.