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¿Por qué aún hay Semana Santa?

Es frecuente presentar la fe como un mito destinado a desaparecer, como una creencia irracional que será necesariamente superada por la racionalidad del mundo moderno.

¿Por qué aún existe la Semana Santa? Hay quienes piensan que no es más que un entramado de ritos heredados, resabios de otros tiempos, destinados a extinguirse en el curso progresivo de la historia. Mientras algunos parecen anhelar esa desaparición, otros la lamentan, aunque tienden también a verla como inevitable. ¿Qué sentido tiene la fe en sociedades secularizadas como las nuestras? Me lo preguntaba hace un tiempo, con otras palabras, una científica alemana, ya mayor, no sin cierto pesar: “¿Aún hay gente joven que cree?, ¿todavía hay personas que se acercan a la fe en busca de respuestas?” En otras palabras, ¿hay aún lugar para la expresión de una fe vivida, más allá de la conservación exterior de formas culturales de un mundo agonizante?

Lo cierto es que, pese a las profundas transformaciones sociológicas contemporáneas, también de Chile, aún es posible encontrar manifestaciones de fe entendida como algo vivo y no como un mero conjunto de ritos exteriores. Esta Semana Santa me ha dado oportunidad de ver la participación de mujeres y hombres corrientes en la celebración de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo como algo propio, que toca la propia existencia. Pequeñas comunidades parroquiales, grupos de jóvenes, monjes y laicos rezando juntos en el silencio de la noche, parecen hablar de una fe vivida, interiorizada, distante del formalismo de las estructuras.

La fe de esas personas no es una creencia abstracta, una esperanza barata para sobrellevar las dificultades de la vida. Ellas creen en una persona concreta, Jesús de Nazaret, un judío de la Palestina del siglo I que afirmó ser Dios. Su fe no es la creencia en la probabilidad de que ocurran ciertos eventos en el futuro (como podría ser el caso de fe en el tarot), sino la confianza en una persona. Y ante esa confianza, sólo caben dos alternativas: o es una locura, o se justifica porque lo que esa persona dice es verdad. Sólo si Jesús es Dios, es posible entender la adhesión que ha suscitado, y sigue suscitando, en tantos millones de personas razonables a lo largo de dos milenios.

Es frecuente presentar la fe como un mito destinado a desaparecer, como una creencia irracional que será necesariamente superada por la racionalidad del mundo moderno. Los creyentes serían crédulos, ingenuos que necesitan ser despertados. Pero si se mira de cerca, el hecho de creer en Jesucristo y en su amor personal por cada uno no contradice la razón humana, aunque la supere. Si es cierto lo que dice de sí mismo y de nosotros, no hay nada de irracional en reconocerlo; lo irracional sería más bien cerrarse a su posibilidad. Todo esto requiere, obviamente, una idea de racionalidad más amplia que la que reduce el conocimiento a lo que se puede ver y tocar. Pero nada obliga a prestar más asentimiento a los mitos del cientificismo moderno que a alguien en que se puede confiar y a la síntesis vital de fe y razón de millares de personas.

Si hay preguntas que la estricta racionalidad empírica mantiene abiertas —de dónde venimos, a dónde vamos, qué sentido tiene nuestro fugaz paso por el mundo—, es posible captar por qué aún hay Semana Santa, por qué la fe puede, todavía hoy, ofrecer respuestas que de otro modo aparecen clausuradas. La cerrazón a toda forma de trascendencia sólo puede acabar, en el límite, en el nihilismo, en la indiferencia incluso respecto de la propia vida, que se presenta como un dato irrelevante e inconexo en la marea histórica del azar.

La apertura a la fe, en cambio, permite entrever el valor de la propia existencia, descubrir que hay algo en juego en nuestras acciones libres y que ese drama vital puede no acabar en el absurdo. Hay una fuerza nueva y poderosa que entrega razones para vivir.

 

Investigadora de Signos, Universidad de los Andes.

 

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