Por qué fracasó y fracasa el castrismo
Reflejo de un cartel de Fidel Castro en una vidriera de La Habana.
Para los castristas y sus aliados, la causa del fracaso no ofrece duda alguna: ha sido el embargo comercial estadounidense, el «bloqueo imperialista» en el lenguaje de La Habana. La culpa de todos los males que aquejan a Cuba desde 1898, y muy especialmente desde 1959, la tiene Washington, que trata de apoderarse del país para retrotraerlo al siglo XIX y proceder a su anexión.
Por inverosímil que parezca, este argumento nacionalista-populista sigue siendo la médula del razonamiento «revolucionario». La amenaza imperialista justificaría así la militarización de la sociedad, la improductividad del aparato agroindustrial y la supresión de derechos y libertades enquistada en las leyes cubanas.
Según este enfoque, Cuba es una fortaleza sitiada por EEUU, que agrede a «la Revolución» por todos los medios imaginables, que han abarcado desde el apoyo militar a los exiliados que desembarcaron en Playa Girón en 1961 y la presión que obligó a la URSS a retirar los cohetes nucleares de la Isla en 1962, hasta la introducción de bacterias que desatan epidemias porcinas y el fomento de conexiones de internet.
Sin embargo, un examen mínimo del siglo XX cubano permite poner en perspectiva ese razonamiento mediante la comparación entre la República y el régimen surgido de la revolución de 1959 y, de paso, esclarecer un poco la repercusión de la política estadounidense en la vida de la Isla. Al día de hoy ambos periodos han durado casi lo mismo y son perfectamente homologables.
El punto de partida de la primera fue trágico. Cuba republicana nació en medio de la ruina, la hambruna y las epidemias causadas por la Guerra de Independencia. En el conflicto se perdió casi el 20% de la población y la mitad de la riqueza del país. En 1898 no había carretera ni ferrocarril que enlazaran a Santiago con la capital, las condiciones sanitarias eran deplorables y casi el 80% de la población era analfabeta. EEUU, que contribuyó decisivamente a la independencia, ayudó luego durante las dos intervenciones —de 1898 a 1902 y de 1906 a 1909— a reorganizar la economía y la sociedad, aunque la imposición de la Enmienda Platt a la Constitución de la República sería durante más de 30 años un arma de doble filo que pendería sobre la relación bilateral.
Durante el periodo republicano, la producción de azúcar se multiplicó por ocho enteros, la esperanza de vida se duplicó con creces, pasando de menos de 30 a más de 65 años, el número de viviendas con agua corriente se triplicó y el analfabetismo se redujo a la tercera parte. Llegaron al país el cine, la radio, los automóviles, la aviación y, a partir de 1949, la televisión. Se construyeron el ferrocarril y la Carretera Central. Se erradicaron las pandemias más dañinas y se edificaron y dotaron decenas de escuelas y hospitales. Al tiempo que se lograba todo esto, Cuba acogía y daba trabajo a un millón y medio de inmigrantes.
Al resumir esa gigantesca labor de modernización y creación de riqueza, es preciso recordar el contexto en el que se llevó a cabo: dos guerras mundiales, una depresión devastadora en 1929, dificultades comerciales derivadas del proteccionismo y la revolución de 1930 contra el general Machado, que generó una grave situación de inestabilidad en el país durante casi un decenio.
La República de Cuba nació y creció en un mundo donde no había organismos de cooperación internacional ni existía el concepto de ayuda al desarrollo. La tecnología era, en muchos aspectos, rudimentaria o inexistente. En una comparación con la etapa posterior tendría que figurar una lista de ejemplos interminable, que abarcaría desde los ordenadores hasta los cultivos transgénicos y desde el láser hasta los teléfonos móviles.
Cuba socialista, en cambio, vio la luz en condiciones muy ventajosas para la época. En 1959 la Isla era uno de los países más desarrollados de América Latina y mostraba índices socioeconómicos superiores a los de muchas regiones del centro de EEUU o el sur de Europa, zonas de referencia para el cubano de a pie, que no solía compararse con sus homólogos de América Central o del Caribe.
En estos 60 años el régimen castrista ha dispuesto de todos los recursos nacionales y de un enorme volumen de subsidios —primero de la URSS, luego de Venezuela— para potenciar el desarrollo. Además, se ha desempeñado en una era de relativa paz y grandes avances tecnológicos, en un contexto internacional muy propicio, con la ayuda de organismos multilaterales, manteniendo relaciones comerciales con el mundo entero —últimamente incluso con EEUU, a pesar del embargo— y sin tener que preocuparse de huelgas, manifestaciones estudiantiles, reivindicaciones minoritarias, críticas de los medios de comunicación ni demás presiones sociales. La prensa, los sindicatos, las iglesias y las agrupaciones estudiantiles han sido meras correas de transmisión de las órdenes del Estado.
Aunque tuvo un punto de partida tan favorable y ha tenido condiciones muy ventajosas a lo largo de su trayectoria, el castrismo no puede exhibir resultados ni remotamente comparables a los de la república liberal. Cuba padece ahora una crisis demográfica de difícil solución, una economía ineficiente y un endeudamiento colosal; las ciudades se caen a pedazos, la mayoría de la población malvive con menos de un dólar al día y los más jóvenes solo sueñan con emigrar.
Cuando se consideran las carencias de agua corriente, electricidad, transporte, vivienda, ropa y comida que los cubanos han padecido en los últimos 60 años, resultan casi insignificantes los logros que pregona la propaganda gubernamental en materia de educación, sanidad o deporte, sectores todos muy depauperados desde que cesaron los subsidios soviéticos.
Esa situación no es consecuencia de las ambiciones imperiales de Washington, como repiten los corifeos del castrismo, sino de la política de discriminación y exclusión puesta en práctica desde el inicio por las autoridades revolucionarias, de las medidas confiscatorias que destruyeron el tejido productivo del país, de la pésima gestión de los recursos y la ruptura con su mercado natural y del despilfarro en experimentos caprichosos y aventuras bélicas que tanto complacían al Comandante en Jefe.
El fracaso del castrismo no proviene de la escasez de recursos ni de la «agresión imperialista«, sino más bien al revés: la pugna con EEUU, el rechazo al mundo occidental, la falta de libertad y el empobrecimiento de la nación son otras tantas consecuencias de la política equivocada que Castro y su equipo formularon y aplicaron, con total albedrío y perfecta impunidad, desde los inicios de su gobierno.
La relación de causa-efecto no encierra ningún misterio. Es la misma evolución que siguieron las demás sociedades socialistas del planeta. A partir de premisas falsas se generan expectativas descabelladas; luego, mediante un proceder despótico, se aplican políticas populistas radicales y excluyentes, se militariza la sociedad y se estatiza la economía. La fractura social y la pésima gestión de los recursos hacen el resto. En Cuba, esos males se agravaron por la condición insular del país, los disparates económicos de Castro I, que todo lo sabía y todo lo decidía, y el rencor aldeano contra Occidente en general y EEUU en particular, que el régimen azuzó durante más de medio siglo y que todavía trata de aprovechar de vez en cuando.
Pero no había fatalidad alguna que empujara a Cuba a convertirse en el David caribeño que debía enfrentarse al Goliat del norte. Esa idea fue simplemente un error conceptual incubado al calor de las luchas separatistas del siglo XIX, exaltado en algunos párrafos poco afortunados de José Martí y hábilmente utilizado por Castro I como eje de la estrategia populista-nacionalista que le permitió perpetuarse en el mando.
Los dirigentes de la revolución buscaron desde el primer momento la confrontación con Washington y la inversión de alianzas porque solo así tendrían las manos libres para «siquitrillar a la burguesía cipaya», militarizar la sociedad, implantar el partido único y monopolizar el poder sine die. Lo fundamental de esa política ya estaba elaborado y decidido en enero de 1959. Lo que varió en los meses siguientes fueron los plazos y las modalidades de ejecución y, sobre todo, las declaraciones y los discursos del caudillo que sirvieron para enmascarar la operación.
La sintonía con el antiyanquismo que predominó en el mundo durante las décadas siguientes permitió que esa política alcanzara resonancias que no habría tenido en épocas anteriores. Eso explica, en última instancia, la simpatía y la indulgencia que muchos países democráticos muestran todavía hacia el régimen castrista.
El Gobierno cubano viola los derechos humanos, empobrece a la nación y apoya a los enemigos de la libertad en el mundo entero, pero, al menos, sigue siendo un clavo en la bota del Tío Sam. Esa forma de consuelo rencoroso se expresa ahora con menor frecuencia, pero todavía opera en la mente de gran parte de la intelligentsia occidental.