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Posadas: El dolor como espectáculo

En 2018, poco después de su 102 cumpleaños, la actriz Olivia de Havilland interpuso una querella contra una productora de Hollywood. En ella, la mítica  Melania de Lo que el viento se llevó argumentaba que la serie Feud, en la que se relata la tormentosa relación que siempre mantuvo con su hermana, la no menos mítica Joan Fontaine, había hecho «uso malicioso de su vida y de su identidad sin su permiso para explotar sus intereses comerciales infligiéndole innecesario dolor y dañando su reputación». Añadía que, en la serie, no solo se ponían en su boca palabras que jamás había pronunciado, sino que se inventaban escenas completamente falsas.

«Darle un micrófono a la asesina de nuestro hijo solo nos añade más dolor. Nuestra vida no es ficción ni una serie, no somos actores»

La cadena FX, productora de Feud, alegó que el consentimiento de De Havilland no había sido necesario porque la serie «estaba protegida por la libertad de expresión que ampara las obras de ficción en aras del interés público». Argumentó también que si De Havilland ganaba esta demanda sentaría un «lamentable precedente por el cual las productoras a partir de ese momento se verían impedidas de relatar historias reales sin el permiso de sus protagonistas y esto significaría la imposibilidad de hacer retratos críticos de dichas personas, ya sean personajes públicos u otros provenientes de la crónica rosa o negra, lo que supondría una perspectiva aterradora que atenta contra la libertad de expresión».

Para hacerles el cuento corto, les diré que Olivia de Havilland perdió el juicio porque el tribunal estimó que «la persona retratada en una serie, sea leyenda viva como la señora De Havilland o una simple persona anónima, no tiene derecho legal a controlar, dictar, aprobar, vetar o desaprobar la representación que de ella haga un creador de contenidos». Desde entonces e incluso antes, en el mundo entero hemos visto proliferar la ficcionalización de las peripecias de personajes vivos, desde la espléndida (aunque no siempre fidedigna) The Crown hasta productos de no precisamente alta calidad que recrean la vida no solo de famosos, también casos tristemente célebres de la crónica negra, como pueden ser, aquí en España, la muerte de las niñas de Alcàsser y, más recientemente, el caso Asunta.

En esta misma línea, días atrás y tras enterarse de que la asesina confesa de su hijo Gabriel Cruz estaba siendo entrevistada (previo pago) en la cárcel para que contara su versión de los hechos, la madre del niño ha puesto sobre el tapete preguntas  como: ¿es lícito ficcionalizar la muerte de un hijo?; ¿ampara la libertad de expresión a una asesina que, por la crueldad de su crimen, es la primera mujer condenada a prisión permanente revisable? Los llamados ‘sucesos’ son hechos que permiten asomarse al lado más negro de la naturaleza humana, por eso causan  tan extraña fascinación. Suscitan también preguntas para las que no siempre hay respuesta, pero que se añaden a su luctuoso atractivo. ¿Quién pudo cometer semejante barbaridad? ¿Por qué? ¿Cómo la llevó a cabo?

Expertos en la materia apuntan que el seguimiento continuo y febril de este tipo de sucesos por parte de los medios de comunicación, por un lado, interfiere en el duelo de los familiares. Y, por otro, al convertirlos en espectáculo y en una forma de entretenimiento, el morbo por el dolor ajeno se acaba trivializando  y, en algunos casos, abonando una especie de mitificación del presunto asesino (véase el caso Daniel Sancho). O dicho en palabras de la madre de Gabriel Cruz: «¿Qué caso tiene darle un micrófono a la asesina de nuestro hijo? Hacerlo solo añade más dolor a nuestro dolor porque esto no es una serie, es nuestra vida, no es ficción, no somos actores». Son, añadiría yo, personas que sufren y que merecen que alguien, en especial quien pueda tomar una decisión al respecto, haga una reflexión.

¿De verdad, y como dictaminó ese tribunal de los Estados Unidos, «una leyenda viva como la señora De Havilland o una persona anónima no tienen derecho legal a controlar, dictar, aprobar, vetar o desaprobar la representación de personas reales hecha por el creador de contenidos»? ¿Prima siempre y,  se dañe a quien se dañe, la libertad de expresión? A mi modo de ver, estas preguntas se responden solas pidiéndoles a todos esos expertos en leyes que se pongan en lugar de Patricia Ramírez, una madre con un hijo en el cementerio que acabó su alocución con estas palabras: «¿Qué clase de sociedad somos o queremos ser si permitimos que el dolor se vuelva espectáculo?».

 

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