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Posadas: La guerra de los crespones

Uno de mis placeres en los pasados días de confinamiento estricto ha sido leer Guerra y paz. Nadie como los grandes maestros para hablarnos de lo pequeño, de lo anecdótico y banal, que es, en realidad, lo que mueve el mundo. Porque detrás de los grandes acontecimientos históricos, como la caída de Constantinopla, la Revolución Francesa, las guerras de Independencia o, incluso, las pandemias, está el factor humano, nuestras grandes pasiones y, sobre todo, nuestras pequeñas miserias. El epítome de cómo la estupidez humana es capaz de seguir en sus trece aun en los momentos más trascendentales es lo que se cuenta de Bizancio y sus moradores. Se dice que mientras los otomanos ponían cerco a Constantinopla, la población estaba inmersa en una apasionante discusión. ¿Tienen sexo los ángeles? ¿Lo tienen los querubines sí y los serafines no? ¿Y los arcángeles? ¿Y los tronos? Tema tan apasionante, y según ellos de enorme trascendencia, les impidió ver lo que se les venía encima. No solo la llegada de los otomanos, sino el fin de una era. Algo parecido puede decirse de la Revolución Francesa. El día de la toma de la Bastilla, Luis XVI escribió una única palabra en su diario: Rien. Nada. Lo único que le interesaba era la caza y ese día no había logrado cobrar ni una triste perdiz y así lo reflejó en su diario, el resto le pareció irrelevante. Según relata Tolstói en su inmensa novela, al alistarse para hacer frente a las tropas de Napoleón en la primera de las contiendas, la de 1805, los nobles estaban exultantes. Condes, duques y príncipes (que hablaban ruso con un terrible acento francés, puesto que esta era la lengua en la que se comunicaban entre ellos) tenían todos un mismo héroe, el Emperador de los franceses. El mismo que les infligiría durante los siguientes siete años dolor, humillación e incontables muertes era su ídolo. Vistos estos y otros momentos sensibles de la Historia con ojos de ahora, se queda uno patidifuso ante la ceguera de sus protagonistas. Más aún cuando leemos, por ejemplo, que en Rusia, durante todos esos años, las clases dirigentes se preocupaban  primordialmente de mezquinas estupideces, como si el general tal debía cabalgar tres metros a la derecha de Alejandro I o si los entorchados del mariscal X eran más profusos de lo que le correspondía. Nada nuevo bajo el sol. El ser humano es así. Lo es en todas las situaciones, pero es en las más dramáticas cuando se hace dolorosamente patente tanta estulticia. La pandemia del coronavirus nos está dejando momentos gloriosos de estupidez humana. Desde el presidente de los Estados Unidos aconsejando a la gente que beba lejía para desinfectarse del virus hasta la ‘marcha del amor’ de la mujer del sátrapa nicaragüense Daniel Ortega. Rosario Murillo, a quienes muchos llaman ‘Lady Macbeth’, ya pueden imaginarse por qué, tuvo una idea brillante para luchar contra el virus. Organizar una gran marcha revolucionaria y sandinista a la que llamó Amor en tiempos del COVID-19 para enfrentar la pandemia. Aquí en España las muestras de estupidez por parte de un gobierno desbordado y grogui son tantas que podría hacerse un glosario, pero me referiré solo a una que tiene que ver con las dos Españas, feo espantajo que, como no podía ser de otro modo, ha aprovechado para enseñar su lúgubre jeta estos días. Díganme, por favor: ¿guardar luto por los muertos es de derechas? Así parece creerlo Pedro Sánchez quien, al ver que el PP podía apuntarse un tanto al pedir en el Congreso un minuto de silencio por las víctimas, decidió negarse a su propuesta de decretar el luto nacional. Según él, porque «el mejor tributo a los muertos es que todos demos lo mejor de nosotros mismos para derrotar a la enfermedad». A partir de ahí comenzó la guerra de los crespones: si los políticos de derechas van de oscuro, yo me visto de colorines; si usan corbata negra, yo fucsia; si en sus comunidades autónomas ponen banderas a media asta, yo la izo más alta que nunca para dar moral de victoria. A Tolstói le habría encantado esta guerra de los crespones. Y a Cervantes, y a García Márquez y, sobre todo, a Kafka. Narrada en un libro resulta fascinante. Vivida, en cambio, no es más que patética.

 

 

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