Posverdad, la fuerza de la superstición
La autora reflexiona sobre el inquietante momento actual en el que los hechos objetivos tienen menos influencia en formar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales.
Posverdad. Qué concepto tan elegante. Nunca la superstición tuvo un nombre tan hermoso. Nunca soñó con ver edulcorada su naturaleza hasta hacerla respetable. Consagrada como palabra del año, sólo nos explica que el mundo se ha vuelto ininteligible. El Diccionario Oxford ha definido «posverdad» como la circunstancia en que «los hechos objetivos tienen menos influencia en formar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales». Se diría que éramos Diderot y nos hemos convertido en Homer Simpson.
Sospecho que la cosa es más complicada. La verdad y la mentira en todas sus formas han convivido a lo largo de la historia. Lo que caracteriza nuestro tiempo no es el triunfo de la mentira, sino el fin del paradigma ilustrado, acompañado de un profundo desprecio al logos, a las herramientas de la razón. En 2016 ha culminado un fenómeno que comenzó hace décadas y resumió a la perfección el ex ministro británico Michael Gove: «Este país está harto de expertos». Como todo lo que sucede en la calle, el cambio de paradigma comenzó en el ámbito académico e intelectual, donde los posmodernos llevan mucho tiempo demoliendo el edificio de la razón, la verdad y toda la herencia ilustrada. El resultado es Donald Trump: ahora ya no estamos en manos de expertos, sino de un puñado de dementes dispuestos a derribar todas las barreras entre la realidad viva y sus supersticiones.
No deja de ser paradójico que 2016 inaugure la época de la superstición cuando hace escasos años se bautizaba nuestra era como la del conocimiento. Se aseguraba que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación liberarían al fin a la humanidad de la lacra de la ignorancia. Ha sucedido justamente lo contrario: en la desembocadura de la postmodernidad nos hemos encontrado la premodernidad.
La modernidad es sobre todo un método, una forma de llegar al conocimiento mediante la observación empírica de los hechos y su análisis. Eso es lo que llevó a Galileo a defender que el Sol, y no la Tierra, era el centro del cosmos. Frente a él, encontró la superstición de una Iglesia sólo capaz de amenazar con la cárcel, la tortura o la hoguera a quien obedeciera a los hechos. La Ilustración y el método científico no niegan que uno pueda tener creencias u opiniones personales, le pide que las funde en hechos y las defienda con argumentos lógicamente construidos. De ese proceso se deriva la verdad. No una gran verdad filosófica imperecedera, sino «las modestas verdades de los hechos», por decirlo con las palabras de Hannah Arendt.
El problema es que, después de la verdad no hay nada. Después de la guerra, viene la posguerra, pero tras la verdad y la razón, sólo queda la superstición. Y dado que ninguna sociedad puede avanzar -como ha señalado Harry Frankfurt- sin grandes cantidades de información fáctica fiable, el espíritu de la posverdad no resulta peligroso porque la emoción quiera imponerse a la razón, sino porque la superstición ha derribado el paradigma que nos hacía progresar.
Para conjurar ese peligro -y no por una pasión abstracta por la verdad-, lo más urgente es entender de dónde obtiene su fuerza la superstición, que da por canceladas las políticas basadas en la realidad, con consecuencias para millones de personas. ¿Cuál es la fuerza del Protocolo de los sabios de Sión? ¿Por qué costó siglos acabar con la creencia de que la Tierra era plana? El relato supersticioso, en ambos casos, dispuso de gran coherencia narrativa y verosimilitud.
Esto permite dar una explicación sencilla a algo difícil de comprender para mucha gente. Esto mismo logró Donald Trump con muchos votantes. La cuestión no es que la gente creyera sus mentiras, sino que su narrativa respecto al peligro de los acuerdos de comercio para las gentes normales, y la maldad de las empresas deslocalizadas conectaba fácilmente con la vivencia y la intuición de millones de personas.
Quizá lo peor esté aún por venir. La superstición obtiene su mayor fuerza de un poder autoritario, que la necesita como sustento de su propia legitimidad. Para el poder en general, el conocimiento tiene un carácter instrumental y su sentido es servirlo. Pero el poder democrático, además de los contrapesos políticos, acepta el de la razón. De hecho, llamamos a la democracia régimen de opinión pública porque entendemos que, de los datos, la deliberación y el debate libre de ideas, saldrán ciudadanos informados que tomarán las mejores decisiones para todos. Este vínculo entre democracia y verdad resulta crucial. No pienso de forma ingenua que los gobernantes democráticos aman la verdad, sino que toleran a quienes les llevan la contraria, e incluso están dispuestos a financiar las instituciones que dispensan conocimiento.
El mismo vínculo, sensu contrario, liga la mentira y el totalitarismo, como sabía Orwell. En él, la denuncia de la mentira va de la mano de su combate contra el totalitarismo: «Los Hitler y los Stalin de este mundo encuentran que el asesinato es necesario, pero no anuncian su insensibilidad y ni siquiera lo llaman asesinato. Hablan de ‘liquidar’, ‘eliminar’ o cualquier otra expresión edulcorada». Su pasión por los hechos nos enseña una gran lección a todos, especialmente a los medios de comunicación. Porque hoy -y ya ocurría antes de la posverdad- la realidad que nos describen los informativos se ha convertido en una lluvia de imágenes espasmódica; la información sobre los hechos ha dejado paso a una sucesión de fragmentos de realidad inconexos, que reverberan 24h en un juego de espejos.
La terrible falta de forma de la realidad revela la magnitud de la negligencia del periodismo para ayudarnos a entender nuestra época, pues in-formar quiere decir «dar forma«. Si las noticias se han convertido en un magma sin significado, esto sólo puede querer decir que los medios no están haciendo su trabajo. Así, cuando la lluvia de imágenes se disuelve, el ciudadano de a pie no se queda con un criterio ni una comprensión de la realidad, sino con un malestar difuso, una incertidumbre que constituye el campo abonado para la superstición y la mentira.
Los dementes han trabajado mucho contra la verdad, pero como enemigos de ella, sus ataques entran dentro de la lógica. Lo realmente alarmante es que muchos periodistas, científicos, académicos, parecen haber abandonado la idea de que exista una realidad que es posible contar o conocer. Por eso es urgente volcarse en el empeño, también enunciado por Orwell de «restaurar lo obvio». Esa restauración, para tener éxito, habrá de empezar, no en el ámbito político, sino en el intelectual. Tiene razón mi querido Jeremy Shapiro -el tipo de experto sobrante en la era de la posverdad– cuando asegura que «los hechos se acabarán cobrando su venganza». También la realidad acabó vengando a Galileo, pero ¿con cuánto sufrimiento de por medio?
Irene Lozano es escritora.