Prensa oficial en Cuba: victimaria y víctima
La prensa oficial cumple la doble función de ‘policía de la palabra’ y víctima de su propia sumisión al régimen.
«Se acabó el pan de piquito. Contantemente y con legítimo derecho denunciaremos todas las acciones mercenarias e imperialistas contra #Cuba», escribió Miguel Díaz-Canel en su cuenta en Twitter el 31 de diciembre de 2020. El tuit, más que un espaldarazo gubernamental a las campañas de acoso y difamación de la prensa estatal hacia la prensa independiente, fue una reafirmación de que cada acción de los periodistas oficiales solo obedece la voz de mando de la élite política del país. La amenaza del presidente, como mensaje por fin de año, pareció augurar lo que será una constante en 2021.
El contenido del artículo que Díaz-Canel adjuntó a su tuit era predecible: difamaciones amparadas en la idea de que los medios independientes siguen agendas directas del Gobierno de EEUU, cuestionamientos absurdos sobre las formas de financiación y hasta vínculos de la prensa no estatal con presuntos terroristas que aparecieron de la nada para intimidar al país.
Como para contraponer un argumento a sus propias mentiras, dice el texto compartido por Díaz-Canel sobre la prensa oficial: «¿Saben de dónde sale ese salario? Del pueblo. No sale de los bolsillos de Díaz-Canel como algunos parecen creer. No es de las manos de nadie. No es de una organización extranjera. Es del trabajo del pueblo. El presupuesto estatal lo produce el pueblo, por tanto, el pueblo tiene derecho a exigir una mejor prensa, una prensa más cercana a sus problemas y a sus cotidianidades».
La cita anterior, comparada con la realidad de la prensa oficial, es contradictoria en sí misma, además de cínica. Reconoce que su financiamiento viene “del pueblo”, sin embargo, responde exclusivamente al Comité Central del Partido Comunista de Cuba (CCPCC), dato que aparece en la planilla mensual que cada periodista recibe para cobrar su salario. Por otra parte, más que responder de dónde proviene el financiamiento de los medios oficiales, el artículo deja abierta dos interrogantes:
¿Realmente tiene el pueblo derecho a exigir una mejor prensa? ¿Pueden los propios periodistas oficiales exigir una mejor prensa?
Policías de la palabra
Dos días antes del tuit de Díaz-Canel, se celebró el IV Pleno del comité nacional de la Unión de Periodistas de Cuba (UPEC). En el encuentro, Rosa Miriam Elizalde, vicepresidenta primera de la organización, propuso la creación de un grupo jurídico dedicado a acusar y llevar ante la justicia a quienes «organizan y ejecutan acciones de acoso e intimidación hacia periodistas cubanos». Aunque en contexto se entiende que Elizalde, exdirectora de Cubadebate, concibe como periodistas cubanos solo a los periodistas oficiales, una comprensión literal de la frase lleva a pensar en la absurda paradoja en la cual todo el pleno de la UPEC se denuncia a sí mismo y va, por sus propios pies, ante un tribunal.
Lo que se suponía que fuera una reunión gremial, no fue tal cosa. Como era de esperarse, las figuras centrales del encuentro fueron funcionarios del Departamento Ideológico del Comité Central del PCC, como Enrique Villuenda y Víctor Gaute, este último jefe de dicho Departamento.
Ambos funcionarios terminaron por decidir sin disimulo alguno la agenda de la prensa oficial que, a sus criterios, debía centrarse en la «Tarea Ordenamiento» y el Covid-19. Villuenda, por su parte, ordenó a la UPEC que se «posicionara» respecto a temas como el bienestar animal y la discriminación racial o por orientación sexual e identidad de género. El burócrata pareció haber descubierto temas desconocidos en la Isla, cuando en realidad hace algunos años que forman parte de la agenda pública de la sociedad civil cubana. Si la agenda mediática oficial no los ha tratado, para bien o para mal, es porque esperaba lo sucedido en esta reunión: un permiso.
Por otro lado, Víctor Gaute ratificó «el acompañamiento del Partido Comunista de Cuba a la prensa oficial en la responsabilidad de mantener informado al pueblo de Cuba, con narrativas cada vez más innovadoras e inmediatas», como si esto último no fuera, por definición, el trabajo de los allí reunidos.
El IV Pleno de la UPEC se movió en los ámbitos que definen a la prensa oficial: perogrulladas, sumisiones y amenazas a la prensa independiente. De la necesidad de una Ley de prensa inclusiva, de por qué Cuba no es miembro de la Federación Internacional de Periodistas ni firmante de sus convenciones, de por qué no se compromete con el Plan de Acción de las Naciones Unidas sobre la Seguridad de los Periodistas y la Cuestión de la Impunidad, no se habló una sola palabra.
En vez de resolver sus propias deficiencias, los reunidos se limitaron a reafirmarse como policías de la palabra, un ejército de choque del Comité Central del PCC contra los medios independientes que relatan la realidad que el Gobierno pretende ocultarle a quienes la viven. Nuevamente, la UPEC aceptó de buena gana ese rol.
A quien no conoce las formas de presión y dependencia a la que es sometida la prensa oficial por parte del PCC, le resulta absurdo que sus miembros vayan en contra de los estatutos internacionales que reconocen sus derechos. Muchos de ellos, establecidos por la Organización de Naciones Unidas (ONU), son constantemente violados en Cuba, como las resoluciones 12/16 «Libertad de opinión y expresión» de 30 de septiembre de 2009, la 20/8 del Consejo de Derechos Humanos de 5 de julio de 2012 «relativa a la promoción, la protección y el disfrute de los derechos humanos en internet» y la 70/162 de la Asamblea General de la ONU de 17 de diciembre de 2015 «sobre la seguridad de los periodistas». Esto, que a todas luces parece una autoagresión consciente por parte de la UPEC, en verdad resulta más complejo.
En el IV Pleno del comité nacional de esta organización, Ricardo Ronquillo, su presidente, habló de la necesidad de «consolidar un nuevo modelo de periodismo para el socialismo». En esas palabras, que aluden a una antigua aspiración de la UPEC, se esconde la frustración de la prensa oficial cubana, la cual comparte la doble naturaleza de victimaria y víctima.
¿Pueden los periodistas oficiales exigir una mejor prensa?
No. Y tanto la historia de sus Congresos como sus continuas prácticas profesionales lo demuestran.
Durante el IX Congreso de la UPEC, en julio de 2013, la prensa oficial pareció llenarse de ánimos para pedirle autonomía en todos los sentidos al PCC, desde la libertad de plantearse sus agendas sin mediación alguna, hasta la subida de los salarios y la creación de modelos de gestión que le garantizaran cierta independencia. Entonces hasta de introducir publicidad se hablaba. Con la premisa de que los medios oficiales debían renovarse, las intervenciones en el Congreso auguraban que algo cambiaría, a pesar de que, para mantener contento al censor de turno, entre pedido y pedido se recordara «la lealtad de la UPEC al proceso revolucionario».
El IX Congreso no logró nada y todos sus pedidos quedaron en el aire. Para el X Congreso, en 2018, fueron retomados, pero todo se mantuvo igual. Las aspiraciones de «un nuevo modelo de prensa socialista» de la UPEC, al final, no son más que reformas que se desentienden de la causa primera de sus problemas: la falta de libertad por sujeción económica y política al Comité Central del PCC.
LA UPEC tiene un viejo historial de reclamos no escuchados. Ya en 1986, cuando se realizó el V Congreso de esta organización, los periodistas oficiales pidieron la redacción de una Ley de Prensa, de la cual todavía adolece el país. El Gobierno cubano, al parecer, está complacido con la estructura y función que le ha impuesto a sus medios de propaganda. En todo caso, si hubiera una Ley de Prensa, sería una reafirmación mediante normativas jurídicas del estado de cosas actuales.
El rol que juega la prensa oficial cubana es, en verdad, triste, desde el momento en que es instrumentalizada como mera propaganda y como vocera contra los derechos a los que más menos aspira. Mientras, la UPEC asume el papel de verdugo de sí misma, ya que debe contentarse con pedir permisos susurrantes que nunca le dan a la vez que cumple con la orden de negar el espíritu mismo de la profesión a la que se debe.