Putin acumula más poder en Rusia que Stalin o el zar Nicolás II
Su poder prácticamente absoluto le permite desoír cualquier consejo sensato ante la ausencia de contrapesos y de una dirección más colegiada
El descontento general en la sociedad rusa por la «devastadora, sangrienta e injustificada guerra» que el presidente Vladímir Putin ha desencadenado contra el país vecino, contra Ucrania, cuyos pobladores, al igual que los rusos, son eslavos orientales y siempre se les consideró «hermanos», es más que palpable. Cada vez son más los empresarios, artistas, antiguos altos funcionarios, economistas y científicos que huyen de Rusia. Dimiten de sus cargos, liquidan sus negocios, abandonan sus cátedras, dejan sus teatros o cancelan espectáculos.
Hasta entre los más próximos a Putin se adivinan disensiones. El ministro de Defensa, Serguéi Shoigu, el jefe del Estado mayor del Ejército, Valeri Guerásimov, el director de del FSB (antiguo KGB), Alexánder Dvórnikov, o el comandante en jefe de la Flota del Mar Negro, el almirante, Ígor Ósipov, parecen no pintar ya nada.
Nominalmente mantienen sus cargos, pero Putin ya no confía en ellos por calcular mal la ofensiva, por el alto número de bajas y por la lentitud con la que discurre el avance de las tropas.
El politólogo Stanislav Belkovski sostiene que «Putin ha comenzado a dirigir personalmente la operación militar en Ucrania» con órdenes directas a los oficiales sobre el terreno. Según sus palabras, «la Operación Z permanece bajo el control total de Putin. No existe una sola figura que pueda imponerle una solución que a él no le interese». El presidente ruso, a juicio de Belkovski, «admite que el comienzo de la ofensiva no tuvo éxito y lo que debía haber sido una guerra relámpago fracasó. Por eso decidió tomar el mando, como hizo el zar Nicolás II durante la Primera Guerra Mundial».
El alto número de víctimas entre los civiles ucranianos, las atrocidades cometidas en Bucha, las abultadas bajas en los dos bandos, la destrucción de ciudades enteras, como ha sucedido con Mariúpol, y la ausencia de argumentos sólidos que justifiquen la guerra no han disuadido a Putin de la necesidad de dar marcha atrás. Su poder prácticamente absoluto le permite desoír cualquier consejo sensato ante la ausencia de contrapesos y de una dirección más colegiada.
Nadie ha concentrado tanto poder en 100 años
Y es que casi nadie en Rusia en más de cien años ha concentrado tanto poder como para permitirse el lujo de actuar en solitario. Hasta se permite abroncar en público a sus más estrechos colaboradores como sucedió el pasado 21 de febrero, tres días del comienzo de la guerra contra Ucrania, cuando durante una reunión del Consejo de Seguridad, retransmitida por los principales canales de televisión, humilló al director del Servicio de Inteligencia Exterior (SVR), Serguéi Narishkin.
En la época zarista, la corona rusa era un ejemplo más de absolutismo en la Europa de entonces, aunque el poder de aquellos monarcas estaba en ocasiones repartido en manos de allegados y validos. Uno de los personajes que más influyó en las decisiones Nicolás II fue el monje Grigori Rasputin, a quien su esposa Alejandra consideraba un «iluminado».
Tras la Revolución de Octubre (1917), el poder de su cabecilla, Vladímir Lenin, pese a ser determinante, estuvo sometido en cierta manera al control de los Sóviets y del Politburó, órgano máximo de dirección y con carácter permanente. Más adelante, con Iósif Stalin ya en el Kremlin, las conjuras se tejían a nivel del Comité Central del Partido Comunista y del Politburó, algunos de cuyos miembros terminaron siendo purgados, enviados al Gulag o fusilados. Stalin logró instalar una sangrienta dictadura, pero en ocasiones bajo la supervisión del Politburó o de algunos de sus miembros, como fue el caso de Lavrenti Beria.
El control del Comité Central y Politburó
Todos los secretarios generales del PCUS tuvieron un peso más que significativo a la hora de tomar decisiones, pero sin que la cúpula del partido los perdiera de vista. Hasta el punto de que, como le sucedió a Nikita Jrushiov, podían ser destituidos. Todos los demás en adelante (Leonid Brézhnev, Yuri Andrópov, Konstantín Chernenko y Mijaíl Gorbachov) estaban obligados a mantenerse dentro de las directrices generales emanadas de los Congresos del partido, del Comité Central y del Politburó.
Tras la desintegración de la URSS, el predecesor de Putin, Borís Yeltsin, puso en marcha una nueva Constitución de talante marcadamente presidencialista. Lo hizo tras un choque armado con el Parlamento, al que cañoneó sin piedad. Pero Yeltsin, no obstante, estuvo sometido a poderes fácticos como el empresarial, el mediático y controlado en cierta medida por el Parlamento. Respetó además el poder judicial. Las elecciones, pese a numerosos defectos, eran calificadas de «democráticas» por la Comunidad Internacional. El primer presidente de la Rusia postsoviética tuvo además que bregar con los militares, sobre todo después de embarcarse en una catastrófica guerra en Chechenia.
El actual presidente ruso, sin embargo, ya desde el primer momento, empezó a desmontar la imperfecta democracia construida por su mentor. Primero reforzó sus ya abultados poderes hasta lograr una centralización comparable solamente a la existente en la época de Stalin, aunque con apariencia de democracia. Seguidamente hizo que la propiedad cambiara de manos, especialmente en el sector energético, a favor de empresarios afines. Llevó a cabo así una nacionalización encubierta de los principales sectores económicos.
Después la emprendió con la prensa independiente. Canales de televisión, emisoras de radio y los principales diarios fueron adquiridos por empresas estatales, como el monopolio energético Gazprom, o por corporaciones dirigidas por oligarcas fieles al presidente.
Más poder que Stalin
El siguiente paso fue apuntalar la llamada «vertical del poder», que condujo a la abolición de las elecciones de gobernadores regionales, a una draconiana y arbitraria ley de partidos, a una criba sin precedentes de las organizaciones no gubernamentales y a la aprobación de una ley contra el extremismo que criminaliza a todo aquel que no comparta el punto de vista oficial.
Las dos Cámaras del Parlamento, copadas por el partido del Kremlin «Rusia Unida», son verdaderos apéndices de la Presidencia y la Justicia es una correa de transmisión de sus intereses políticos como se ha demostrado en procesos claramente amañados, entre ellos el que mantiene en prisión al principal líder opositor, Alexéi Navalni.
Como ha venido denunciando Navalni, en Rusia la división de poderes no existe ni tampoco elecciones auténticamente democráticas, ya que, según sus indagaciones, la manipulación de los resultados de las votaciones es algo habitual. Putin hizo encima que se enmendara en 2020 la Constitución a fin de poder presentarse a dos mandatos más, lo que supondría mantenerse al frente del país hasta 2036.
Para desmontar la precaria democracia que construyó su predecesor, Putin se ha valido siempre de los servicios de inteligencia. La necesidad de un «estado fuerte» fue siempre una obsesión para él. En ese camino fueron muchos los que acabaron en prisión. Otros cayeron tiroteados o envenenados sin que, en la mayoría de las ocasiones, se haya podido esclarecer quién encargó los crímenes. El número de exiliados políticos ha ido en aumento y ahora, tras la invasión de Ucrania, se ha acrecentado hasta el extremo de que el mandatario ruso ha logrado vaciar el país de opositores.
El resultado de esta feroz política es que Putin ha eliminado cualquier contrapeso. Tiene un poder equiparable al que tuvo Stalin e incluso más, ya que no tiene que rendir cuentas ante ningún «comité central». Él mismo afirma que sólo el «pueblo» puede cuestionar sus decisiones, ponerle al mando o quitarle. Y eso se mide mediante unas elecciones que sus adversarios han considerado siempre trucadas. De manera que el presidente es en solitario el único centro de decisión en Rusia, el único que da las órdenes en relación con la intervención armada en Ucrania.