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Quienes dejan Venezuela llevan un sello en la frente

Entre los más de seis millones de venezolanos que dejaron su país hay desplazados y hay refugiados, pero actores institucionales, políticos y sociales optan por negarles ese estatus, alimentando un círculo vicioso de violación de derechos


Por lo general, aun cuando todo el mundo sabe lo que está pasando en Venezuela, cada venezolano forzado a migrar debe demostrar los motivos que lo llevaron a hacerlos, sin garantía de que obtenga protección

Foto: Composición de Sofía Jaimes Barreto

 

En las peligrosas aguas entre Trinidad y Venezuela, un bote patrullero de la guardia costera trinitaria abre fuego contra un peñero repleto de venezolanos que han pagado lo que no tienen para intentar entrar a la nación antillana; un bebé es asesinado en el incidente que luego justificará el primer ministro.

En el tapón del Darién, el impenetrable istmo de selva que separa a América del Sur de América Central y que ha producido siglos de terroríficos relatos de viaje, una joven madre venezolana cae al agua de un caño y se ahoga, sin que los migrantes de varios países que intentan alcanzar el norte con ella puedan salvarla.

En el desierto más seco del planeta, al norte de Chile, rumbo a pueblos fronterizos donde hay gente cavando trincheras y prendiendo hogueras como en una guerra religiosa de la Europa medieval, otros migrantes venezolanos sucumben al frío nocturno o la deshidratación en el día, cuando son abandonados por los coyotes en medio de la nada.

Y en ese Río Bravo, o Grande, que tanto se menciona como el límite norte de América Latina, una niña venezolana de ocho años se desliza de la mano de su madre y se pierde en la corriente.

Todas estas escenas, que se van haciendo tan comunes como las de botes hundidos o muchachas que desaparecen para siempre, ocurren ante fronteras donde esos seres humanos no están siendo aceptados ni como refugiados ni como viajeros de paso. Se someten a esos riesgos del entorno porque insisten en cruzar esas fronteras, pagando a coyotes, traficantes de migrantes, para superar por vía clandestina una barrera legal. Lo hacen porque tienen motivos suficientes para haber dejado el país del que vienen, y expectativas sobre el país de destino. Suponen que valdrán la pena los costos económicos, físicos y emocionales del viaje, aunque naturalmente no hubieran emprendido la travesía o esa ruta en particular si hubieran sabido la desgracia que les esperaba.

Cruzar las fronteras de Venezuela con Colombia no es totalmente seguro, pero tiene menos riesgos. Si la frontera está abierta, los funcionarios colombianos tienen numerosos procedimientos que los migrantes pueden en general cumplir para que crucen legalmente la línea, sin tener que atravesar una corriente (como sí lo han hecho en el Táchira cuando la frontera está cerrada), arriesgarse a morir deshidratados en un desierto (ni siquiera hacia el árido Maicao, donde hay campamentos de refugiados) o perderse en la selva (llegar a Arauca o Puerto Carreño es accesible para la gente de Apure y Amazonas). Colombia tiene mucho tiempo manejando una muy activa frontera con Venezuela, y ha tomado medidas para manejar el mayor flujo de migrantes venezolanos del mundo, que cruzan hacia Colombia para quedarse allí (como han hecho casi dos millones) o seguir hacia otros destinos en América del Sur.

Más organizada todavía es la frontera de la Gran Sabana. Los venezolanos que cruzan por Pacaraima, vía Boa Vista, son recibidos por un dispositivo de atención sanitaria, legal y militar que desde el primer momento identifica sus necesidades, sus planes sobre si quedarse en Brasil o seguir camino a otro sitio, y el tipo de migrantes que son. Pero lo que distingue a esa de cualquier otra frontera terrestre o marítima hacia el sur o hacia el Norte, en el resto de América Latina, del Caribe o de Estados Unidos, es que para Brasil todo venezolano que entra por ahí es considerado, de entrada, alguien que está migrando por necesidad. No un enemigo al que hay que repeler.

El mar, la jungla, los desiertos y los ríos son obstáculos formidables, pero lo que determina las cosas son los obstáculos burocráticos, las órdenes que reciben los funcionarios de frontera para cuando se les presente una persona de Venezuela. Y eso nace en las diferencias entre los conceptos de desplazado, refugiado y migrante, porque según eso se crean políticas migratorias y se permite, o no, el paso de los nuestros.

Una vez que salen del país, entre los muchos problemas con que deben lidiar los migrantes, uno es el de cómo los van a clasificar. Una suerte de sello invisible en la frente que define su nivel de vulnerabilidad.

Se designa comúnmente como “desplazado” a quien es forzado a dejar su hogar, por la presión de actores armados o los efectos de un desastre, y debe buscarse un sitio nuevo para vivir dentro del mismo país. Cuando son forzados a cruzar una frontera, empiezan las dudas sobre el sello en la frente para los nuestros, porque la gravísima inseguridad alimentaria, la emergencia humanitaria y el colapso de los servicios que han obligado y obligan todavía a tantos venezolanos a tomar la decisión de irse, aunque no tengan medios para hacerlo de manera segura ni ninguna garantía en el posible destino, no suelen considerarse como causas para otorgar el estatus de refugiado, y por tanto para brindar la protección permanente a la que ese estatus obliga a un Estado.

La categoría de “refugiado” que se usa en la legislación internacional se traduce en leyes nacionales y en los procedimientos a seguir en una frontera, luego de que un Estado firma una convención, o un tratado, en el que se ha comprometido a brindar protección a las personas que pueden clasificarse en esa categoría. Los acuerdos internacionales que nos interesan a los venezolanos son dos: la Convención Internacional sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, cuyo alcance expandió su protocolo de 1967, y la Declaración de Cartagena de 1984.

Según la Convención, que se firmó en una conferencia especial de Naciones Unidas, un refugiado es alguien que ha sido forzado a dejar su país a causa de persecución, guerra o violencia. Esa persona tiene razones sólidas para pensar que sufre peligro por su pertenencia a un grupo social particular (una etnia o una religión, por ejemplo) o por su nacionalidad u opiniones políticas.

Esta definición clásica cabe para quien pueda demostrar que ha sido víctima de persecución política: los presos políticos y las víctimas de la represión que han obtenido asilo en países que han ratificado la Convención, casi todos en América Latina. Pero no cabe para la gran mayoría de los venezolanos que se fueron por culpa de una presión de naturaleza violenta que no pueden demostrar, o porque simplemente entendieron que si no se marchaban a trabajar en otro país se les iban a morir los chamos de hambre.

Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Acnur, “decimos ‘refugiados’ cuando nos referimos a personas que huyen de la guerra o persecución y han cruzado una frontera internacional. Y decimos ‘migrantes’ cuando nos referimos a personas que se trasladan por razones no incluidas en la definición legal de refugiado”.

Es decir, según esto, si no huyes de guerra o persecución no eres un refugiado, y por tanto te pueden devolver a tu país, te pueden negar acceso, y no hay ninguna obligación internacional de atenderte fuera de tus derechos elementales, los mismos que en teoría tiene cualquier viajero de paso en un aeropuerto. Ese mismo texto en el website de Acnur que citamos en el párrafo anterior, dice también esto: “Los migrantes eligen trasladarse no a causa de una amenaza directa de persecución o muerte, sino principalmente para mejorar sus vidas al encontrar trabajo o por educación, reunificación familiar, o por otras razones. A diferencia de los refugiados, quienes no pueden volver a su país de forma segura, los migrantes continúan recibiendo la protección de su gobierno”. Pero ¿cuál protección ofrece a sus migrantes el gobierno de facto que hoy tiene Venezuela?

“Cuando se estructuraron los marcos legales internacionales para proteger a personas en situaciones de movilidad humana”, explica Betilde Muñoz-Pogossian, directora de inclusión en la OEA, “no había las situaciones que se presentan hoy, así que están desactualizados”. La Convención de 1951, que organiza la actuación del entonces recién creado Acnur, regula circunstancias que el mundo venía de presenciar con la Segunda Guerra Mundial, y se firmó en un mundo menos globalizado donde se había aprendido que había que proteger a gente vulnerable a genocidio y a trabajadores estacionales como los braceros mexicanos en Estados Unidos. En las décadas siguientes, con mayor movilidad de personas y otros factores para impulsar esa movilidad, esos acuerdos de posguerra resultaron ser insuficientes.

Por eso se hizo la Declaración de Cartagena de 1984, en un congreso de expertos de toda Centroamérica, México, Panamá, Colombia y Venezuela. Esa Declaración expande la definición de refugiados, para incluir a todo aquel que ha tenido que irse de su país porque allí estaban amenazadas su vida, su seguridad o su libertad por violencia generalizada, agresión extranjera, conflicto interno, violaciones masivas de derechos humanos u otras circunstancias que rompan el orden público. Una definición que hace pensar en represión, apagones nacionales, escasez de comida, emergencia humanitaria, y que puede ser fácilmente aplicable no solo para los migrantes, sino para los venezolanos en general, tanto en el 2017 de las protestas y el 2019 del apagón nacional, como hoy. 

 

 

El detalle es que la Convención es vinculante —para todo país que la firma se convierte en ley— y la Declaración no lo es. Aunque la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y Acnur han pedido que los Estados de la región atiendan a los refugiados venezolanos según los términos de la Declaración de Cartagena, solo dos lo han hecho hasta ahora: Brasil y México.

El primero, Brasil, lanzó en 2018 la Operación Acogida, que ha permitido identificar y atender a decenas de miles de venezolanos que han cruzado la frontera, con lo que adquieren un estatus que les permite trabajar. Esos migrantes son asistidos para que consigan trabajo donde se les necesita, han recibido atención de salud, y se han establecido en Brasil en un número que sobrepasa el cuarto de millón de personas, todo porque el Estado brasilero asume de entrada que todo venezolano es un refugiado en potencia y necesita protección básica.

México, por su parte, ha usado la definición de refugiado de la Declaración de Cartagena para conceder el estatus de refugiado a miles de venezolanos. Pero sus fronteras no son hospitalarias como las de Brasil, ni para quien llega por avión ni, peor aún, para quien arriba por tierra: igual que con migrantes de muchos otros países que quieren quedarse en México o, más comúnmente, tratar de entrar a Estados Unidos, los venezolanos tienen cada vez más obstáculos para entrar a México. A las devoluciones en la frontera se sumó ahora una visa imposible de conseguir para la mayoría. México puede darles refugio, pero para eso debe dejarlos pasar, y en su afán por ayudar a Estados Unidos a reducir su presión migratoria desde el sur, México ha creado un muro para los venezolanos, y para varias otras nacionalidades, mucho más alto que el que quería construir Donald Trump.

Países como México, dice la directora adjunta del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Metropolitana, Victoria Capriles, ven la migración como un problema de seguridad nacional, “como un otro que representa un peligro para mi gente, y no como un problema de seguridad humana”.

Capriles coincide en que lo crítico ha sido que los países sigan o no lo acordado en la Declaración de Cartagena: “Por eso es tan diferente la Operación Acogida: Brasil ve a esas personas como migrantes forzados, no como migrantes económicos. México aprueba casi todas las solicitudes de refugio de venezolanos, pero como su política exterior está atada a la de Estados Unidos, impone ahora una visa que en la práctica afecta el derecho de asilo. El resto de los países que no aplican la Declaración contribuyen a que la migración venezolana se vea como económica. Incluso el Estatuto en Colombia los ve así y eso genera serias falencias en su aplicación”.

 

¿No sería más fácil para todos que toda la región, y no solo Brasil, asumiera en la práctica la Declaración de Cartagena para el caso venezolano? No necesariamente.

Un Estado que vea a los venezolanos como refugiados debe tratarlos, en consecuencia, como tales, y eso cuesta plata: hay que tener personal de salud, de identificación, de trabajo social; hay que organizar transporte, comida, ambulatorios, alojamiento de emergencia.

En economías que ya estaban en serios problemas cuando apareció la pandemia, esto es un gasto que casi ningún país de América Latina se puede permitir: en las arcas públicas no abunda el dinero, y mucho más escasa es la paciencia del electorado para que se gaste en extranjeros un dinero que los nacionales no están recibiendo en servicios, ayudas del gobierno, rebajas de impuestos, etc. Igual que ha pasado en las fronteras orientales o meridionales de Europa ante los intensos flujos de refugiados huyendo del hambre y las guerras en África y el Medio Oriente, los gobiernos exigen ayuda financiera de países más ricos mientras intensifican las medidas de seguridad y lidian con la xenofobia. Y ahí operan las diferencias geográficas, económicas y de opinión pública.

Luego de décadas mirando a Venezuela como el vecino rico que tenía petrodólares para salvarse de los predicamentos que vivía el resto de la región, las sociedades andinas, caribeñas y centroamericanas se preguntarán por qué ahora tienen que pagar los costos del colapso venezolano. “En mi interacción con gente de gobiernos y agencias de desarrollo”, comenta al respecto Betilde Muñoz-Pogossian, “lo que he sentido es reconocimiento de que hay que ser solidarios con nosotros como mejor se pueda, con lo que hay, porque lo que están viviendo los venezolanos no es culpa nuestra. Con las comunidades será otra cosa”. En todo caso, en las diferencias que hay entre un Brasil y una Argentina que se organizan para alojar profesionales venezolanos en las provincias donde más los necesitan, y una Trinidad o un Chile que militarizan las fronteras, hay también una brecha en antecedentes, en historia institucional. Brasil es un Estado con una burocracia mejor formada, más grande y más eficaz.

Hay otro factor cultural que se traduce en la decisión política e institucional de considerar o no a los venezolanos como desplazados y refugiados: la historia de un país como emisor o receptor de migrantes. Brasil y Argentina tienen una larga historia como países receptores; por el contrario, Colombia, Ecuador o Perú la tienen como países emisores de migrantes, donde las políticas de migración, explica Muñoz-Pogossian, han sido diseñadas para proteger a sus inmensas diásporas, no para acoger a inmigrantes. “Estos países no habían construido los pactos sociales sobre cómo recibir gente de afuera, cuando les cayó esto”.

Hay que tener eso en cuenta para entender por qué Brasil y Argentina han manejado la inmigración venezolana de una manera tan diferente a como lo han hecho los países andinos o Panamá, las Antillas Holandesas y Trinidad y Tobago. Por último, para una nación de la escala de Brasil es más fácil proteger a un cuarto de millón de migrantes venezolanos, con todo y los desafíos en seguridad y pobreza que Brasil tiene, que para un país como Ecuador, donde hay más de medio millón.

 

 

 

Para Ligia Bolívar —investigadora asociada sobre migración en el Centro de Derechos Humanos de la UCAB—, la cosa es simple: “El problema de la denominación obedece a intentos de evadir responsabilidades. Lo cierto es que son personas que necesitan protección internacional en la medida en que están saliendo del país no porque quieren, sino porque no les queda más remedio”. No debería ser tan complicado, alega esta experta; Acnur afima que una persona es refugiada desde el momento en que pone un pie del lado de afuera de su país en contra de su voluntad, así que los Estados solo deben reconocer la condición de refugiado que ya esa persona tiene.

En las notas de orientación de marzo de 2018 y marzo de 2019, Acnur recomendó a los gobiernos que, en vista del contexto por el cual las personas están saliendo de Venezuela, apliquen el concepto amplio de refugio de la Declaración de Cartagena que se acordó con todos los países de la región en 1984 a propósito de la crisis de refugiados provocada por el conflicto armado de Centroamérica. “En ese entonces –dice Ligia Bolívar–, estaba saliendo de su país un gentío que no calificaba en la definición de refugio de 1951 pero que salía porque se estaban cayendo a plomo al lado de su casa”. Como estas nuevas circunstancias de desplazamiento no estaban contempladas en la definición de 1951, se hizo esa Declaración para incluir unas condiciones que hoy, como admite Acnur, no son las de una guerra como la de Siria, pero sí aplican para Venezuela. “Lo que hay que tener claro es el perfil del país y eso es lo que ha hecho Brasil a través de su Comisión Nacional para Refugiados. Llegaron a la conclusión de que en Venezuela hay una situación de violación masiva de derechos humanos que hace que los venezolanos califiquen como refugiados. Este diagnóstico lo acaban de extender por dos años más”.

A Bolívar le preocupa mucho que Acnur, dice ella, no termine de resolver la confusión en torno al término de refugiado. El que el Secretario General de la ONU haya nombrado a un oficial para la situación de movilidad de venezolanos que tiene el mandato de coordinar a Acnur con la Organización Internacional para las Migraciones, es para ella otra prueba de que Naciones Unidas quiere conformarse con ver a la mayoría de esos venezolanos como migrantes económicos, no refugiados. “Y no son migrantes, porque hay consenso en que es gente que requiere protección internacional. No serían una carga para los países receptores porque para eso está la cooperación internacional. Los países receptores quieren la plata de la cooperación internacional, pero no aceptan darles a los venezolanos la definición de refugiados. Ahí está el eterno nudo de este problema”.

“La Coalición de Movilidad Humana en la OEA ya empezó esta discusión, pero aún no está maduro el ambiente para eso”, cuenta Muñoz-Pogossian desde Washington, quien admite que el sentido de urgencia ha ido disminuyendo. “La migración venezolana se normalizó, se convirtió en un elemento más del contexto, y ya era así antes de la nueva crisis global de refugiados creada por la invasión de Ucrania. Esto es un obstáculo importante a la hora de conseguir más fondos para ayudar a los países que están recibiendo venezolanos”.

Victoria Capriles dice que como la comunidad internacional no nos quiere ver como migrantes forzados, no ha soltado más recursos. “Acnur trabaja con las uñas con la migración venezolana. Y estos Estados no reciben la ayuda que necesitan. Es un problema de falta de ética, de empatía por parte de los gobiernos”.

¿Será cierto esto? Veamos los números. La investigación de Dani Bahar y Meagan Dooley para el think tank Brookings reveló que para 2020 el éxodo sirio había recibido casi 21 millardos de dólares en ayuda, y el venezolano, de una escala similar, un millardo y medio. Es decir, la comunidad internacional había desembolsado 3.150 dólares por cada migrante forzado de Siria, 1.390 dólares por cada migrante forzado de Sudán del Sur, y 265 dólares por cada migrante forzado de Venezuela.

De los 1.350 millones de dólares que hacían falta para los migrantes forzados venezolanos en 2020, se recaudó la mitad. Cuando en junio de 2021 Canadá organizó la Conferencia Internacional de donantes en solidaridad con los migrantes y refugiados de Venezuela, solo pudo comprometer donaciones por 954 millones de dólares, aparte de 600 millones más en préstamos.

 

Betilde Muñoz-Pogossian sostiene que lo que hay que hacer es seguir insistiendo en que más gobiernos apliquen la definición ampliada de refugiados de la Declaración de Cartagena, que reconozcan la condición de refugiados prima facie, como lo ha hecho Brasil. Es decir, contemplar a los venezolanos como miembros de un grupo humano forzado a solicitar asilo —como hoy fácilmente vemos en el caso de los ucranianos cruzando en masa las fronteras hacia Moldavia y Polonia— en vez de obligar a cada venezolano, caso por caso, a demostrar que necesita asilo, sobre todo si se hace obvio ante, por ejemplo, dos hermanitos sin acompañante adulto que dicen estar buscando a su mamá, o una familia campesina o indígena que está evidentemente en el umbral de supervivencia.

El problema no es que no se sepa lo que ocurre en Venezuela. La comunidad internacional sabe que hay desplazados internos y que hay migrantes forzados. Pero la visión tradicional defensiva del migrante no disminuye, y como advierte Capriles, eso es caldo de cultivo para discursos y medidas xenófobas, y termina en mayor desprotección: los migrantes no reciben protección en su país de origen ni en su país de acogida, y por eso vemos esta migración nueva hacia un tercer país y la crisis en Centroamérica. “Una venezolana que murió de un infarto en Costa Rica venía de Perú, donde no encontró respuesta a sus necesidades, y estaba tratando de llegar a Estados Unidos. Lo que vamos a seguir viendo es el aumento de migrantes venezolanos hacia el norte, por rutas terrestres, tratando de cruzar el tapón del Darién para llegar a Estados Unidos por México”.

Este status quo basado en escamotear el carácter de desplazados y refugiados, de superponer esa etiqueta con la de migrantes para no asumir más compromisos, no es sostenible. “Las soluciones temporales no van a resolver, hay que buscar soluciones duraderas”, aclara Ligia Bolívar. “Finalmente, Colombia lo entendió al crear un mecanismo de protección por diez años, no dos. Ojalá los otros países comiencen a hacer lo mismo. Incluso si mañana hubiese un cambio de gobierno en Venezuela, la gente no va salir corriendo de vuelta, porque sabe que va a encontrar la misma carestía, violencia, inseguridad social, deficiencia en las escuela de sus hijos. Va a esperar”.

“La migración venezolana no es un fenómeno temporal”, señala por su parte Victoria Capriles. “Esos seis millones no van a regresar. En el mejor de los casos volvería un millón de personas. Y eso lo tienen que internalizar los gobiernos de la región. Colombia no puede creer que el estatuto de protección es temporal y no permanente. Cerrar las fronteras no detiene la migración, solo la hace más insegura y más irregular, y aumenta las violaciones a los derechos de estas personas en situación de movilidad”.

Cerrar las fronteras solo produce más escenas dolorosas, que los medios relatamos una y otra vez hasta que se convierten en un eco que ya nadie escucha.

 

 

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