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Rafael Rojas: “El problema es cuando la polarización se traduce en humillación”

He seguido a Rafael Rojas* a través de distintas publicaciones mexicanas (Letras Libres, Nexos, La Razón) y también en Prodavinci. Ocasionalmente, sus artículos y ensayos son posteados en las redes sociales por periodistas e intelectuales. Su visión sobre la izquierda colonial —acá en Venezuela, Teodoro Petkoff la etiquetó como «la izquierda que no olvida ni perdona»—, pone de manifiesto, desde una perspectiva histórica, la vocación totalitaria, los déficit crónicos de democracia y las desastrosas gestiones económicas en países como Cuba, Venezuela y Nicaragua, cuya dirigencia en el poder habla en nombre de la revolución, el pueblo y la solidaridad, pero de a poco terminan socializando la pobreza, construyendo dictaduras y ofreciendo el fracaso como destino.

Una inquietud me daba vueltas en la cabeza. La humillación como política de Estado. Pero no encontraba al personaje. Hasta que leí un artículo de Rojas, La plaga de los ingenieros del alma, en el que apreciamos lo que significa la destrucción de instituciones culturales, como la Universidad Central de Venezuela y la Biblioteca Ayacucho, para la sociedad venezolana.

Se empieza a dividir al mundo entre buenos y malos, se traza una frontera entre el cielo y el infierno, se construye la hegemonía comunicacional y luego se escenifica la humillación de los opositores, sean empresarios, profesionales, intelectuales. Basta ver la programación de VTV, el canal de todos los venezolanos, apenas comienza el horario para adultos para ver la descalificación, la burla permanente y el desprecio de quienes adversan a la autodenominada revolución bolivariana. El arco queda expuesto a la mirada de todos: inicia en la polarización y concluye en la humillación.

Desde un comienzo, y sin atenuantes, el señor Hugo Chávez echó mano de la polarización para implantar lo que vagamente recordamos como «el proceso». Todo lo que se hizo en el pasado es deleznable, el horror. ¿Ese punto de partida qué implica?

Desde un punto de vista histórico, que es mi disciplina, le he estado dando vueltas al asunto. Y la verdad es que es fácil y a la vez difícil reconstruir los antecedentes de un tipo de polarización como la que operó Hugo Chávez en Venezuela. Digamos que hay un antecedente inmediato, bastante tangible, que es el tipo de polarización que se produce en Cuba, no justamente con el triunfo de la revolución, sino cuando Fidel Castro gira hacia el modelo marxista leninista. Aunque hay elementos de ese estilo de polarización desde el año 59, en la oratoria, en la retórica, pero no hay una traducción plena, en términos de una política de exclusión, como la que veremos a partir del año 62, cuando la exclusión se dirige contra todo lo que es considerado un factor o un rezago del pasado: la religión católica, la burguesía y la pequeña burguesía, los profesionales, los intelectuales. Y, por supuesto, todas las formas de soberanía peligrosa o rechazada en un sistema como el cubano, que excluía desde los homosexuales hasta los hippies, pasando por los poetas vanguardistas. Todo eso entraba dentro de una subjetividad que era considerada maligna y perversa, porque podría contaminar al resto que debía ser sometido a una especie de inmunización ideológica.

¿Cuáles serían los antecedentes de esa política en América Latina?

No creo que en la revolución mexicana, por ejemplo, se haya producido algo así. Digamos, una exclusión, una estigmatización, tan marcada de una parte considerable de la sociedad. No creo que algo similar haya sucedido en el peronismo argentino o en el varguismo brasileño. Mucho menos en las revoluciones más democráticas como la boliviana de Paz Estenssoro o la de Jacobo Arbenz en Guatemala. Sabemos que la polarización tiene raíces profundas en América Latina, ustedes los venezolanos la vivieron en los años 50, cuando la guerra fría y la oposición a las dictaduras. Pero nada comparable a esta partición sistemática de la sociedad en dos. Un esquema maniqueo perfectamente incorporado no sólo al discurso público sino a las leyes y a las formas de reproducción del sistema político, lo cual incluye la política económica que tiene que ver con las expropiaciones, las confiscaciones y la pérdida de propiedad. Incluso en el sistema judicial por medio de esta penalización del otro, del enemigo.

Parece un virus incontrolable, que se va esparciendo hasta el último resquicio de la vida política. 

Sí, esto que vimos en Cuba y en Venezuela, lamentablemente, lo vemos reproduciéndose en muchos países en la actualidad. Por lo menos al nivel del discurso. Es decir, la polarización se está volviendo, cada vez más, una forma de hacer política en el siglo XXI. Lo estamos viendo en todos lados. Lo vimos con Víctor Orban, en Hungría; con Trump, en Estados Unidos; con Bolsonaro, en Brasil y lo estamos viendo con López Obrador en México.

A la polarización sigue un ataque a grupos específicos. Acá, en Venezuela, fue muy claro con los 20.000 empleados de la industria petrolera. La estigmatización del conocimiento, el desprecio por la meritocracia. A esta gente la botaron de sus trabajos de una forma circense: el señor Chávez con un pito en la boca, en transmisión nacional de radio y televisión. 

La polarización puede ser un mecanismo de reproducción del poder político. Pero cuando se pasa a esta otra forma ya estamos en la exclusión. Es decir, se recompuso el cuadro político sobre la base misma de la polarización. Ciertamente, la polarización puede ser muy útil para el debate político o para ganar elecciones. Pero una vez en el poder, se puede traducir eso en políticas de exclusión. En el caso de Venezuela, evidentemente, eso fue lo que sucedió. En los otros casos mencionados, no ocurrió así. No se aplica del todo, ahí es donde está la diferencia. En Venezuela se produjo la destrucción de un orden con bases a políticas de exclusión. Mencionaste el principio de meritocracia, eso va en contra de todo el sector empresarial y yo diría más, en buena parte del sector profesional, porque la meritocracia rige no sólo el funcionamiento de la construcción de liderazgos dentro del mundo empresarial, pero también dentro de los segmentos de la sociedad civil, por ejemplo, en el mundo académico, cuyo sistema de construcción de autoridades se basa en trayectoria. En este tipo de regímenes, esa construcción se sustituye por principios de lealtad ideológica y política. Ése es el principio que se aplica.

Me imagino que hay un lugar especial para la clase política. 

Toda esa calificación de majunches, lacayos, pitiyanquis lo que busca es convertir al opositor político en un traidor a la patria. Olvidémonos de que eso funciona sólo en la retórica, porque acá en México, por ejemplo, el presidente lo está haciendo al presentar a sus enemigos como conservadores o poco nacionalistas. El problema es cuando eso se traduce en una política de exclusión, lo que hace un régimen político de ese tipo es confundir la nación con el Estado. Es decir, el opositor a un proyecto político en el Gobierno se convierte en un enemigo de la nación. Y esa desnacionalización, a su vez, es la que facilita su penalización a través del derecho.

Hay una nueva herramienta —Big Data, la inteligencia de datos— a disposición de los regímenes autoritarios. Se crean plataformas para que la gente se inscriba bajo el señuelo de una bolsa de comida o un bono de dinero en efectivo, pero también se utiliza para el control social. Se gana en eficiencia y en masificación. ¿Qué podría decir sobre la utilización de esta herramienta?

Si nos movemos a un plano más trasversal del análisis a nivel global, es decir, sin hacer distinciones rígidas entre los regímenes autoritarios -sean de derecha o izquierda, liberales o no-, estas formas de control a veces se presentan como un proceso de destrucción de jerarquías previas para hacer más equitativo el acceso de la ciudadanía a los recursos del Estado, creo que eso ocurrió en los primeros años del chavismo, pero, rápidamente, ese proceso deriva en la reconstitución de nuevas élites. Eso lo hemos visto en todos lados, en Cuba, en Nicaragua, en Venezuela, en todos los países donde llega al poder una izquierda menos ligada a los patrones tradicionales de hacer la política. Al final se han reconstruido nuevas jerarquías, nuevas élites, tanto en el orden económico como en el orden político, que reproducen estos mecanismos de control.

Otra novedad es la nueva caracterización de los aparatos represivos. Al Faes —un grupo de élite de la Policía Nacional Bolivariana— se le atribuyen el 20% de los homicidios. El Estado aplica la represión masiva y hace uso del instrumento del miedo. ¿Cómo se inscribe esta «especificidad» en la política?   

El Faes y toda esta militarización tienen como referentes, no tan lejanos, los dispositivos paramilitares o la militarización de ciertos conflictos como se vivió en la lucha contra el narcotráfico en Colombia o en México. Esto está derivando en un avance o en una recomposición de las funciones, de los poderes, de los ejércitos, en muchos países latinoamericanos. En ciertos aspectos, el régimen cubano y el venezolano adelantaron ciertos mecanismos de nuevos autoritarismos de derecha que son aplicables a ciertos países latinoamericanos. Pero en Cuba nunca se enfrentó una situación de inseguridad y violencia generalizada, como la que se ha visto en Venezuela, en Colombia, en Centroamérica y en otros países de la región. Creo que sería muy importante estudiar esos dispositivos de militarización y securitización producidos por el régimen venezolano en época de Chávez y más que consolidados en el período de Maduro. Verlos en sintonía con toda esta reconfiguración del papel de los ejércitos en América Latina.

Del regreso de los militares a la política. 

Ahí está. De regreso a la política por medio de gestiones sociales. Es decir, el ejército se vuelve una institución indispensable para enfrentar catástrofes naturales, narcotráfico, terrorismo, violencia, inseguridad y pandemias. Entonces, eso les da un protagonismo en la vida pública de las sociedades latinoamericanas que, como has dicho, se traduce en poder político. Ahí las diferencias, de nuevo, las hacen los regímenes políticos. Es decir, si son democráticos o no. Ahí está la diferencia del régimen de Nicolás Maduro y el de cualquier otro líder de la región, por ejemplo, el de Manuel López Obrador en México. En ambos países vemos esa reconfiguración del papel del ejército, pero todavía no se puede decir que en México estemos bajo un régimen autoritario.

La polarización se traduce en humillación. Así pasó en Cuba, con una eficacia asombrosa, y en Venezuela ha sido la norma desde que el chavismo llegó al poder. ¿Por qué se apela a la humillación y se le convierte en instrumento político?

Es un enfoque muy interesante a nivel sociológico, porque la humillación del otro, del enemigo en este caso, está ligada a una concepción de la política como espectáculo. Es decir, tiene que haber un escenario en la opinión pública, manejado, controlado, por el Estado, para que desde ahí se pueda proyectar una imagen que humille al empresario, al profesional, al intelectual. En ese aspecto entramos en una forma de la exclusión política que tiene antecedentes más claros. Eso sí nos lleva a los totalitarismos de izquierda o de derecha de los años 20 y 30 del siglo pasado, al antisemitismo, por ejemplo. En el caso de Cuba, la humillación se practica sistemáticamente, pero tiene que renovarse; en los años 60 se ejercía a través de los juicios sumarios a los funcionarios de Batista, a la burguesía, pero después se fue trasladando a otros sectores de la sociedad y entonces las víctimas eran los antisociales, los lumpen, los marginales, lo que provocó el éxodo masivo del Mariel. Y también se fue trasladando al exilio. El exiliado es también objeto de la humillación pública, oficial. No sé si eso está pasando en Venezuela. Pero de seguir el éxodo masivo de venezolanos y de convertirse el exilio en un actor político importante, no me extrañaría que la humillación se transfiera a los que se marchan del país. Ésa ha sido una pieza clave de la legitimación del régimen cubano.

Detengámonos un poco en la política como espectáculo. ¿Cuál es el formato y qué piezas se utilizan?

La humillación va unida a la hegemonía, al control, sobre los medios de comunicación. Si no hubiera hegemonía y control, entonces el espectáculo de la humillación podría ser contrarrestado con otras formas de visibilizar el orden social. Ahí hay diferencias, pero también semejanzas entre los dos regímenes (Cuba y Venezuela).

Se humilla al opositor para que la gente perciba que es incapaz de anteponer una alternativa política y también se le humilla para que sea considerado un ser inferior. Cuando esto se escenifica de una forma masiva, ¿qué implicaciones tiene para la sociedad?

En el caso venezolano, en el que se llegó a construir una hegemonía comunicacional, evidentemente, la humillación tiene consecuencias nefastas. Uno de los efectos que tiene es que la sociedad empieza a acomodarse dentro del miedo, el miedo a no ser humillado, el miedo a no ser expuesto públicamente, que va unido a otros miedos más corpóreos o tangibles, como es el miedo a perder propiedades, fortunas, posiciones, trabajos. En una sociedad que se reproduce a sí misma, el miedo genera otro tipo de actitudes que son muy dañinas, como la doble moral o las ambivalencias. Eso ha sido muy característico de la sociedad cubana. Este desdoblamiento permanente del cubano ante diversas actitudes. Por no hablar de la complicidad y la delación. Todo eso tiene que ver con sociedades que viven y se naturalizan en torno al miedo.

El miedo a ser infectado por el nuevo coronavirus se convierte en un aliado para que el régimen avance en el control político, en la concentración del poder.

Yo creo que es evidente que esta pandemia refuerza al Estado. Lo refuerza para bien y para mal. Para bien porque involucra al Estado en la dilatación del gasto público en salud, lo involucra también en la economía para equilibrar ciertos desajustes, que a nivel latinoamericano, eran evidentes, pero por otro lado para mal, porque refuerza los poderes represivos del Estado. En todos lados estamos viendo distintas variantes de poderes emergentes: ya sea por medio de declaratorias de estados de excepción, de estados de emergencia o de decretos presidenciales que refuerzan la autoridad del Gobierno, del presidente o del Estado mismo. Es curioso y dramático en el caso venezolano, porque es un país que ha vivido sometido a constantes aplicaciones de poderes emergentes en los últimos años. Además, desde 2017, no tenemos allí congreso propiamente dicho. O sea, es un gobierno que ejerce el poder sin el aval de la representación parlamentaria y por lo tanto no hay una negociación permanente del presupuesto o de otros mecanismos legislativos de contrapeso. En efecto, la pandemia viene a reforzar la propia dinámica excepcionalista de apelación a los poderes emergentes del Gobierno de Nicolás Maduro.

¿Usted cree posible una transición en Venezuela?

Eso lo deben responder ustedes. Viéndolo desde afuera me ha sorprendido esta noticia de que han habido estos protocolos o intentos de diálogo, justo ahora por la pandemia, algunos articulistas sugieren que, a diferencia de otros países, como Nicaragua o incluso Cuba, en los que la pandemia sirve de pretexto para que los regímenes intensifiquen la represión, en Venezuela podría haber una negociación. No lo sé, la verdad. Pero a juzgar por los límites a los que se llegó el año pasado, es muy difícil que haya una transición cuando los actores políticos se niegan, mutuamente, cualquier legitimidad. Yo creo que Venezuela, desde hace algún tiempo, ha llegado a un callejón sin salida. En principio, creo que ese callejón sin salida es algo propiciado, fundamentalmente, por el propio régimen de Nicolás Maduro, porque le permite permanecer en el poder. No es que el callejón sin salida sea una situación que se le haya ido de las manos. Más bien ha sido un recurso para garantizar su permanencia en el poder. Así que veo muy difícil el escenario de una transición democrática. Un requisito, en el caso venezolano, es que haya un tipo de negociación y yo no la veo.

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Rafael Rojas: *Escritor, ensayista. Doctor en Historia por el Colegio de México.

 

 

 

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