Rafael Rojas: Putin, concilio e imperio
El trato que brinda Donald Trump a Vladimir Putin, como se ha visto en la cumbre del G20 en Hamburgo, es el de un neófito o un advenedizo de la política a un emperador curtido por décadas en el ejercicio del poder. Putin ha estado en el Kremlin desde fines del siglo pasado, cuando era Secretario de Seguridad y luego Vicepresidente del gobierno de Boris Yeltsin. Trump acaba de llegar a la Casa Blanca y, por sus gestos o desplantes, es evidente que no se siente del todo a gusto en su nueva residencia. En lo que va del siglo XXI la política exterior de Rusia se ha movido rápidamente del “consilium al imperium”, para utilizar los conceptos de Perry Anderson en su último libro.
En los primeros años posteriores a la Guerra Fría, Rusia se acomodó geopolíticamente al mundo conciliar de las transiciones de los 90. Fue aquella una década en que, como advierte Anderson, Estados Unidos convirtió el Medio Oriente en la zona prioritaria de su dominio global. A pesar de las históricas conexiones y de los intereses estratégicos de Rusia en esa región, durante el periodo soviético, Moscú se mantuvo mayormente al margen de la avanzada de Estados Unidos en el Oriente medio.
Todavía durante la segunda guerra del golfo pérsico, Putin era más aliado que rival de George W. Bush. Lo que proyectaba el Kremlin con aquel trato era que para la nueva Rusia del siglo XXI eran tolerables unos Estados Unidos que implementaban su política exterior desde una racionalidad unilateralista, poco dada a la concertación con la Unión Europea. Con Putin, Rusia adquirió su pleno perfil antieuropeísta, en un curioso rescate paralelo del nacionalismo eslavo de los zares y de la occidentofobia soviética de Stalin y sus sucesores.
Cuando Barack Obama reintrodujo la dialéctica de concilio e imperio en la política exterior de Estados Unidos, en lo que Anderson interpreta como una vuelta al paradigma wilsoniano, exactamente cien años después, Putin comprendió que había llegado el momento de pasar a la ofensiva en la estrategia de Moscú en Asia menor. El resultado de ese choque fue la negociación entre Kerry y Lavrov sobre Siria, que terminó de abrir las puertas de Rusia al Medio Oriente. Putin puso a Obama en el dilema de tener que aceptar la anexión de Crimea a cambio de la ayuda de Moscú en la cuestión siria.
Ahora se constata que aquella “ayuda” no era más que otra versión del mismo intervencionismo neorrealista. Como reportaba hace unos días Juan Pablo Duch, corresponsal de La Jornada en Moscú, magnates rusos leales al Kremlin como Evgueni Prigozhin y Guennadi Trimchenko, que encabezan poderosos consorcios energéticos y paramilitares, son los más favorecidos por los contratos con el régimen de Bashar al Assad. Los bombardeos rusos en Siria, como antes los de Bush en Irak y Afganistán, responden a una misma agenda depredadora de recursos naturales en el Tercer Mundo.
Cualquiera de los autores glosados y criticados por Anderson en su libro (Russell Mead, Mandelbaum, Ikenberry, Kagan, Brzezinski…) reconocería en la política exterior de Putin los mismos rasgos imperiales de la hegemonía norteamericana. Y se trataría de un reconocimiento objetivo, sin el “milenarismo” o las “ilusiones” que Anderson rechaza en el discurso de la izquierda autoritaria. Los que jamás tendrán la honestidad de reconocer ese imperialismo son los intelectuales de los “autoritarismos subalternos”, los leales a Nicolás Maduro y Raúl Castro, que provienen, justamente, de una tradición para la que no hay reparo alguno en “luchar” contra un imperio por medio de la dependencia de otro.
Rafael Rojas es autor de más de quince libros sobre historia intelectual y política de América Latina, México y Cuba. Recibió el Premio Matías Romero por su libro «Cuba Mexicana. Historia de una Anexión Imposible» (2001) y el Anagrama de Ensayo por «Tumbas sin sosiego. Revolución, disidencia y exilio del intelectual cubano» (2006) y el Isabel de Polanco por «Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la Revolución de Hispanoamérica» (2009).