Raymond Aron, el espectador comprometido
Mario Vargas Llosa escribe sobre el pensador francés, que practicó la sensatez en una época fascinada por la insolencia y la iconoclasia; supo conciliar la profundidad del especialista con la claridad del divulgador.
Era un hombre bajito y narigón, de orejas grandes, ojos azules y mirada melancólica, sumamente cortés. Había nacido en una familia judía laica, integrada y bastante próspera; pasó su infancia en Versalles, en una casa con cancha de tenis, actividad que practicó con cierto éxito en sus años mozos, hasta que su vocación intelectual lo alejó de los deportes. Pero siguió siendo un entusiasta del rugby, aunque solo por la televisión. En la École Normale, donde estudió en los años veinte, sacaba las mejores notas de su promoción, pero era tan dis- creto y prudente en las discusiones que su amigo y condiscípulo Jean-Paul Sartre un día lo apostrofó así: “Mon petit camarade, pourquoi as-tu si peur de déconner?” (“Compañerito, ¿por qué tienes tanto miedo de meter la pata?”). Sartre no conoció nunca ese temor y, a lo largo de su vida, la metió muy a menudo, con toda la fuerza de una inteligencia que disfrazaba de verdades los peores sofismas. Raymond Aron (nacido en 1905), en cambio, persistió hasta el final de esa fecunda existencia que terminó a mediados de octubre de 1983, en el Palacio de Justicia de París, donde había ido a defender a su amigo Bertrand de Jouvenel en un juicio de difamación, opinando siempre con el mismo tino y la buena crianza de su juventud, salvo, tal vez, durante la revolución estudiantil de mayo de 1968, el único acontecimiento que lo exasperó hasta sacarlo de sus casillas.
Muy joven se interesó por la filosofía alemana, aprendió alemán, y en 1930, al terminar sus estudios en la École Normale, partió a Alemania. Estuvo de lector en Colonia un par de años, y luego, otros dos, en la Französisches Akademiker-Haus en Berlín. Allí se encontraba en 1933, el año de la subida de Hitler al poder. Algún tiempo después, le tocó presenciar junto a su amigo el historiador Golo Mann el auto de fe en que los nazis quemaron millares de libros “degenerados” en las puertas de la Universidad Humboldt. Estos traumáticos acontecimientos políticos no lo distrajeron de su trabajo intelectual, del que resultarían, a su vuelta a París, dos libros claves de filosofía y sociología que introdujeron en Francia a pensadores como Dilthey, Simmel, Husserl y Max Weber: Essai sur une théorie de l’histoire dans l’Allemagne contemporaine y, sobre todo, su tesis doctoral, Introduction à la philosophie de l’histoire (ambos de 1938).
Fue un pensador algo excéntrico en la tradición cultural de Francia, que idolatra los extremos: liberal y moderado, un adalid de esa virtud política sajona, el sentido común, un amable escéptico que sin mucha fortuna pero con sabiduría y lucidez defendió durante más de medio siglo, en libros, artículos y conferencias –en la cátedra y en los periódicos–, la democracia liberal contra las dictaduras, la tolerancia contra los dogmas, el capitalismo contra el socialismo y el pragmatismo contra la utopía. En una época fascinada por el exceso, la iconoclasia y la insolencia, la sensatez y urbanidad de Raymond Aron resultaban tan poco vistosas, tan en contradicción con el torbellino de las modas frenéticas, que incluso algunos de sus admiradores parecían secretamente de acuerdo con esa fórmula malévola acuñada por alguien en los años sesenta según la cual “era preferible equivocarse con Sartre que tener razón con Aron”. Durante los años cincuenta y sesenta, en medio de los tumultos intelectuales de Francia, donde la izquierda ejercía el monopolio de la vida intelectual, Raymond Aron fue una especie de exiliado interior en su propio país; luego, a partir de los setenta, cuando sus predicciones y análisis sobre el comunismo, la URSS y sus países satélites se confirmaron, fue siendo reconocido hasta obtener con sus Mémoires (1983) un éxito poco menos que unánime. Pero pasajero. Aunque esta reivindicación debió complacerle, no lo mostró: estaba demasiado concentrado en la redacción de su última obra maestra: los dos gruesos volúmenes de Penser la guerre, Clausewitz (1976).
Era un intelectual desapasionado, de inteligencia penetrante aunque sin brillo, de prosa clara y fría, capaz de reflexionar serenamente sobre los temas más candentes y comentar la actualidad con la misma lucidez y distancia con que disertaba en su cátedra de la Sorbona sobre la sociedad industrial o sus maestros Montesquieu y Tocqueville. Pero, a veces, podía ser un mago de la ironía y del sarcasmo, como en su conferencia sobre los ciento cincuenta años de Marx, pronunciada en la unesco en plena revolución de mayo de 1968, donde dijo que los estudiantes berlineses preparaban la sociedad pacífica del futuro marxista “defenestrando a sus profesores”. Lo único que solía impacientarlo era, como al Monsieur Teste, de Valéry, la bêtise o estupidez humana. Una vez, comentando la demagogia populista del movimiento de Poujade, llegó a escribir: “Quand ça devient trop bête, je cesse de comprendre” (“Cuando la idiotez prevalece, yo dejo de entender”).
Con él desapareció uno de los últimos grandes intelectuales europeos, y uno de los más accesibles a los profanos, un moralista, filósofo y sociólogo del más alto nivel que, al mismo tiempo, ejercía el periodismo y tuvo el talento –hoy rarísimo entre los intelectuales– de elevar el comentario de actualidad a la categoría de ensayo creativo y de dotar al tratado universitario y la reflexión sociológica o histórica de la claridad de una buena cuartilla periodística. Profesor del Collège de France, uno de los introductores en su país de Heidegger y de Husserl, el articulista que por más de medio siglo comentó el acontecer político semanal primero en Combat, luego en Le Figaro y después en L’Express, constituyó una viviente negación de la supuesta incompatibilidad entre el especialista y el divulgador. Los intelectuales son hoy, y escriben para, especialistas: entre su saber enclaustrado tras retóricas a menudo esotéricas y el producto intelectual cada vez más barato e insolvente que llega al gran público a través de los medios de comunicación, el abismo parece insalvable. Una proeza de Raymond Aron fue haber sido a lo largo de su vida un puente tendido entre ambas orillas de ese precipicio que crece de manera pavorosa.
Hubo en él un incansable trabajador al que la vida obligó continuamente a hacer pasar sus ideas por la prueba de la realidad. Intelectual germanófilo desde sus años de estudiante, le tocó vivir en un país donde, a la vez que se familiarizaba con la sociología y filosofía alemanas, el desarrollo del nazismo y su captura del poder lo llevaron a descubrir su propia situación de judío de la que apenas había sido consciente. El judaísmo de Raymond Aron requiere párrafo aparte. Al igual que SIR Isaiah Berlin, a quien lo unen tantas posiciones y actitudes, sus ideas al respecto son aleccionadoras en un tema distorsionado con frecuencia por la pasión y el prejuicio. Nacido y educado en una familia que había dejado de practicar la religión, asimilada, agnóstico él mismo (sus padres no lo llevaron nunca a una sinagoga), Aron censuró a menudo la intolerancia religiosa y el extremismo nacionalista de quienes llamaba, no sin humor, sus “correligionarios” judíos. Siempre descreyó del “pueblo elegido” y “la historia sagrada” del Antiguo Testamento. Pero cuando, en 1967, en una conferencia de prensa el general De Gaulle llamó a los judíos “pueblo de élite, orgulloso, seguro de sí mismo y dominador”, Aron respondió con un libro que es una de las más inteligentes descripciones de la condición judía y la problemática israelí: De Gaulle, Israël et les juifs (1968).
Entre los homenajes que se le tributaron a su muerte, Libération afirmó que “Raymond Aron salvó a la derecha de naufragar en la cojudez (la connerie)”. Ah, la manía clasificatoria de los franceses y su izquierdismo a veces tan barato… Clasificar así borra el matiz, que en Aron se confundía con la esencia de lo que pensaba. Citando a Ortega y Gasset, dijo alguna vez que la derecha y la izquierda eran “dos hemiplejias equivalentes”. Considerado un derechista, lo fue de una manera muy particular, es decir, muy liberal. Luego de la derrota de Francia en 1939, fue uno de los primeros intelectuales en partir a Londres a afiliarse en las Fuerzas Francesas Libres, pero el general De Gaulle no lo dejó ser un combatiente, como pretendía, y lo hizo director en jefe de la revista de la Resistencia, La France Libre. Su adhesión a De Gaulle resultó siempre independiente, recelosa y crítica; a menudo, se convirtió en un censor severo de la Quinta República y del propio general, a los que acusaba de autoritarios. Luego de la revolución estudiantil de 1968, a la que se opuso con un apasionamiento raro en él, escribió, en La révolution introuvable (1968): “…no soy gaullista, y continúo sin serlo y gozando de la antipatía particular del general De Gaulle…”
De otro lado, fue el primer intelectual que se atrevió a afirmar que la independencia de Argelia era inevitable, en La tragédie algérienne (1957), libro escrito en una época en que casi toda la izquierda francesa, incluido el Partido Socialista, guardaba una posición reaccionaria y nacionalista sobre el tema. Michel Winock ha reseñado el escándalo que provocó, en la prensa de derecha, esta toma de posición de Raymond Aron en contra del nacionalismo patriotero que reclamaba en Francia, del socialismo a la extrema derecha, el mantenimiento de Argelia dentro de la soberanía francesa y el exterminio del fln insurrecto.
Las ideas de Aron eran coherentes e indiscutibles: no es idóneo defender, de un lado, el liberalismo y la democracia, y, de otro, una política imperialista y colonial contra un pueblo que reclama su derecho a ser independiente. Es verdad que, cuando Francia invadió y ocupó Argelia, en el siglo XIX, la Francia más progresista (toda Europa, en verdad) creía que “colonizar” era asegurar el progreso a sociedades que vivían en el oscurantismo feudal, luchar contra la esclavitud, llevarles la filosofía de las luces, la alfabetización, la técnica y la ciencia modernas, en fin, todos los mitos que servían para dar buena conciencia a las potencias coloniales. Pero, en el siglo XX, aquellas patrañas habían sido desmentidas por una realidad cruel y flagrante –la explotación cruda y dura de los colonizados por la política racista, discriminadora y abusiva de los colonos– y Aron lo explicaba con su objetividad e inteligencia habituales: Francia, campeona de las libertades, no podía negar a los argelinos su derecho a crear un Estado propio y a elegir sus gobiernos.
Prácticamente toda la derecha en Francia se sintió traicionada por quien creía su mejor vocero intelectual. Los insultos llovieron sobre Aron, llamándolo “un intelectual cerebral desprovisto de humanidad” (D. Arlon), condenando “su estoicismo estadístico de corte glacial” (Jules Monnerot), su “realismo disecado” (G. Le Brun Keris) y su “claridad helada” (François Mauriac). Otros lo acusaron de haberse convertido en “el portavoz del gran capital” norteamericano y no faltaron los ataques antisemitas, como el de Réveil de la France que, comparándolo con Mendès France y Servan-Schreiber (también de origen judío), se lamentaba “de esos franceses que todavía no se acostumbran a Francia”.
El opio de los intelectuales
Pero Raymond Aron estuvo sobre todo enfrentado a los pensadores radicales de izquierda de su generación. Fue un impugnador tenaz y, durante muchos años, casi solitario, de las teorías marxistas y existencialistas de Sartre, Merleau-Ponty y Louis Althusser, como lo prueban sus polémicas, ensayos y artículos reunidos en los volúmenes Polémiques (París, Gallimard, 1955) y D’une sainte famille à l’autre (París, Gallimard, 1969) y su espléndido análisis del marxismo y la cultura de 1955, El opio de los intelectuales, que François Furet definió muy bien como “un libro de combate y de filosofía”.
En él, este “liberal incorregible”, como se llama a sí mismo, pasa revista a las actitudes de los intelectuales frente al poder y al Estado desde la Edad Media y describe las cercanías y diferencias entre el intelectual sometido en la Unión Soviética a los dogmas del Partido Comunista y el intelectual “escéptico”, su manera característica de decir libre: “Hagamos votos por la venida de los escépticos si son ellos quienes apagarán el fanatismo”.
Para Aron, el marxismo es, como lo fue el nazismo, una típica “religión secular” de nuestro tiempo, definición que él usó por primera vez en unos artículos publicados en La France Libre en 1944. Entre las páginas más interesantes está la minuciosa explicación que hace de la dogmática en la que se ha convertido el marxismo, cuyo autor había llamado a la religión “el opio de los pueblos”. Sus semejanzas con la Iglesia católica son grandes, por lo menos en la apariencia: ambos comparten el mesianismo optimista –la sociedad sin clases será el fin de la historia e iniciará una era paradisíaca de paz y justicia para toda la humanidad–, el dogma ideológico según el cual la historia es obra de la lucha de clases y el Partido Comunista su vanguardia, guerra en la que el proletariado representa a los justos, salvadores del bien y el instrumento gracias al cual la burguesía explotadora será derrotada y los últimos pasarán a convertirse en los primeros. El libro fue escrito cuando los “curas obreros”, que habían tendido un puente entre el catolicismo y el comunismo, acababan de ser llamados al orden por el Vaticano y Raymond Aron hace una descripción sutil de esos creyentes, cuyo vocero principal era la revista Esprit, que creían compatible el marxismo y el cristianismo y figurarían entre los más activos “compañeros de viaje” de los comunistas. Su alianza, según Aron, implicaba una contradicción insoluble porque la Iglesia, lo quisiera o no, siempre “consolida la injusticia establecida” y “el opio cristiano vuelve al pueblo pasivo” en tanto que “el opio comunista lo incita a rebelarse” (p. 300). Pero, por lo menos en algo, las dos religiones –la sagrada y la secular– se parecen, pues “la religión estalinista”, como la cristiana, justifica todos los sacrificios, excesos y abusos en nombre del Paraíso, “un porvenir que se aleja a medida que se avanza hacia él, momento en que el pueblo recogerá el fruto de su larga paciencia” (p. 301).
Dicho todo esto, conviene precisar que El opio de los intelectuales, más que contra los comunistas, está escrito contra los criptocomunistas, compañeros de viaje o tontos útiles representados en la Francia de la posguerra por los cristianos de izquierda y los existencialistas, sobre todo Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty, contra los cuales las críticas del ensayo son incisivas.
Aron muestra que tanto la derecha como la izquierda viven en su seno tantas divisiones que es irreal hablar de una izquierda unida, heredera de la Gran Revolución del 89, laica y a favor de una cultura igualitarista y liberal. Y que, entre las fuerzas de izquierda, el problema está centrado en el tema de la libertad. Recuerda que en el Reino Unido los laboristas, en el gobierno desde 1945, han hecho grandes reformas sociales “arruinando a los ricos” sin por ello arrasar con las libertades públicas, en tanto que el estalinismo las desapareció al extender el control del Estado sobre toda la vida económica.
Describe el fracaso de la Cuarta República, en la que el gaullismo fue derrotado en las urnas. El mito de la Revolución, encarnado en la URSS, había seducido a un grupo numeroso de intelectuales, como demuestra la polémica de 1952 entre Sartre y Francis Jeanson de un lado y, del otro, Albert Camus, sobre los campos de concentración en la Unión Soviética. La posición de Aron, muy próxima a la de este último, es muy crítica de Sartre, quien no negaba que existiera el gulag –todavía no se había hecho pública esta denominación que difundiría años después Aleksandr Solzhenitsyn– pero lo justificaba, pues, a su juicio, la URSS, pese a todo, representaba la defensa del proletariado en su lucha a muerte con la burguesía. Aron subraya la paradoja de cómo la violencia seduce cada vez más profundamente a la clase intelectual, al mismo tiempo que, en la realidad política de Francia, la Revolución se va alejando y eclipsando. Y se pregunta si esta pasión por la violencia no tiene mucho de común con el atractivo que ella ejerció siempre sobre el extremismo de la derecha europea; es decir, el fascismo y el nazismo.
El más persuasivo y brillante de los temas desarrollados en El opio de los intelectuales es el de “El mito del proletariado”, a quien Marx atribuía la función de salvar a la humanidad de la injusticia y la explotación y de establecer una sociedad sin clases, justa y libre de contradicciones. Aron señala el origen mesiánico, judeocristiano, de esta convicción, acto de fe que carece de fundamento científico. ¿Por qué sería la clase obrera la única capaz de salvar a la humanidad? Por lo pronto, la condición obrera en el año 1955 es muy distinta de la de los obreros en la juventud de Marx de mediados del siglo XIX, y, por otra parte, los niveles de vida y los derechos de los trabajadores industriales en países como Estados Unidos, Suecia, Gran Bretaña, diferentes entre sí, son también enormemente superiores si se los compara con los de los países atrasados y del tercer mundo.
Tampoco es cierto que, al llegar al poder en la URSS, los obreros se hayan “liberado”: siguen siendo esclavos, ya no de los capitalistas, pero sí de los dirigentes políticos supuestamente representantes de la Historia, que les pagan salarios misérrimos, no les admiten sindicatos independientes y reprimen cualquier protesta obrera como un crimen político. Aron ironiza sobre los intelectuales existencialistas y cristianos, muchos de los cuales no habían visto un obrero en su vida y vivían en las sociedades libres y afluentes de Occidente, difundiendo el mito del proletariado revolucionario en países donde la mayoría de los obreros aspiraba a cosas menos trascendentes y más prácticas: tener casa propia, un coche, seguridad social y vacaciones pagadas, es decir, aburguesarse. Las verdaderas víctimas de la injusticia social en el presente, afirma, son los judíos y otras minorías víctimas del prejuicio racial, los semiesclavos de los países africanos y del Medio Oriente, los campesinos y siervos de los latifundios en el tercer mundo.
Capítulo soberbio de El opio de los intelectuales es también el titulado “Hombres de iglesia y hombres de fe”, que estudia al comunismo como una religión secular, con sus ortodoxias y heterodoxias, sus sectas, desviaciones y su inquisición. Es de singular relevancia su interpretación de los “juicios estalinistas” de los años treinta en los que Kámenev, Bujarin, Zinóviev y otros compañeros de Lenin fueron obligados a declararse “agentes de Hitler y de la Gestapo” antes de ser ejecutados. Resulta increíble que filósofos respetables, como Merleau-Ponty en su libro Humanisme et terreur, validaran esas monstruosidades jurídicas –verdaderos asesinatos legales– en nombre de la “verdad esencial” de la lucha de clases y del Partido Comunista como representante y vanguardia del proletariado. (Hay que señalar que, a diferencia de Sartre, Merleau-Ponty cambió luego de opinión y rompería con este precisamente a raíz de su perseverante defensa del marxismo como “el horizonte insuperable de la historia de nuestro tiempo”. Su libro Les aventures de la dialéctique [1955], es una crítica severísima del ensayo de Sartre sobre Les communistes et la paix, al que Simone de Beauvoir respondió con un panfleto no menos virulento: “Merleau-Ponty et le pseudosartrisme” [1955].) Aron hace una implacable autopsia de la falacia que es considerar al Partido Comunista –“la historia sagrada” la llama–, con sus idas y venidas, sus contradicciones y cambios de conducta política, sus abjuraciones y represiones, el eterno representante de la verdad histórica y la justicia social.
En “El sentido de la historia” refuta la idea de “los hombres de Iglesia” y “los hombres de fe” de que la historia tenga un sentido unívoco y que desaparecerá con la lucha de clases, cuando no exista más la explotación del hombre por el hombre. El “fin de la historia”, afirma, es una idea religiosa, y, por otro lado, es simplista creer que el motor de la historia sea solo el conflicto entre burguesía y proletariado, ignorando la multiplicidad de factores sociales, culturales, tradicionales, religiosos, costumbristas, psicológicos, familiares y personales, aparte de los económicos, sin los cuales sería imposible entender hechos históricos como la batalla de Austerlitz o el ataque de Hitler a la URSS en 1941. Solo “un acto de fe” puede llevar a un filósofo –se refiere siempre a Merleau-Ponty–, una vez que el Partido Comunista toma el poder, a aceptar lo que antes condenaba: la falta de libertad electoral o de prensa y los atropellos a los derechos humanos, incluida la tortura: “El fin sublime excusa los medios horribles.”
Aron critica “la idolatría de la Historia”, negando que esta encierre la explicación absoluta del fenómeno humano. Uno de los mayores aciertos de este ensayo es fundir la sabiduría filosófica y política, el razonamiento sereno y meditado, con la actitud polémica y hasta por momentos panfletaria, en relación a la vez con el pasado y la actualidad. Sus páginas siguen siendo un llamado de alerta contra el dogmatismo ideológico destinado a legitimar los mitos marxistas del proletariado, de la revolución y del Partido Comunista y las supuestas omnisciencia y omnipotencia del Comité Central y el secretario general, introducidas por Lenin y usadas, sobre todo, por Stalin.
Este libro, y otros suyos, como Los marxismos imaginarios (1969), se empeñaban en ofrecer un contrapeso valiente y razonable a la fiebre ideologizante de la época, mostrando el relativismo y los mitos de las teorías que pretenden respuestas definitivas y absolutas sobre la sociedad y el hombre. Su repercusión, por desgracia, no fue tan grande como merecía, sobre todo entre los jóvenes, porque estos ensayos, como otros que escribió Aron dictados por la actualidad –por ejemplo La república imperial (1973) y su crítica a los alborotos y la supuesta revolución estudiantil de mayo de 1968 en Francia, La revolución inhallable–, se limitaban a desarticular las ideologías en boga, sin oponerles como alternativa una teoría totalizadora, en la que no creía. También en esto era un genuino liberal. En nuestros días, en que una saludable revisión crítica reemplaza a las ilusiones utópicas de los años cincuenta y sesenta, el realismo pragmático y las tesis reformistas y liberales de Raymond Aron deberían encontrar un auditorio más propicio.
La revolución inhallable
En mayo de 1968 ocurrieron en Francia unos alborotos estudiantiles en la Universidad de Nanterre, que se extendieron luego a la Sorbona, al resto de las universidades del país y a institutos y colegios. Así comenzó la “revolución estudiantil”, que tuvo corolario en distintos lugares, por lo que se le dio en el mundo entero una extraordinaria importancia, algo que, medio siglo después, parece excesivo en comparación con lo que realmente significó: cierta liberación de las costumbres, sobre todo la libertad sexual, la desaparición de las formas de la cortesía, la multiplicación de las palabrotas en las comunicaciones y no mucho más. No solo la sociedad francesa siguió igual a lo que era, sino la propia universidad, en lugar de democratizarse, se volvió más rígida, se desplomaron sus niveles académicos de antaño y sus problemas siguen sin resolverse.
En un primer momento, los sucesos de mayo del 68 tuvieron el cariz de una revolución libertaria –en todo caso, antiestalinista– en la sociedad francesa, encabezada por los estudiantes. Asistentes y catedráticos, así como empleados universitarios, se sumaron a la rebelión, se ocuparon locales universitarios donde se establecieron comunas, se levantaron barricadas, hubo asambleas casi diarias, tumultuosas, en las que se votaban propuestas delirantes (los eslóganes más populares eran “La imaginación al poder” y “Prohibido prohibir”), y se tomaron teatros y centros culturales. Hasta al Festival de Cannes llegaron los ecos de la movilización provocando un incidente en el que el cineasta Jean-Luc Godard, demolido de un puñetazo en el mentón, fue una de las escasas víctimas de la revuelta. Los esfuerzos de los estudiantes por conectar con el mundo obrero y arrastrarlo a la acción, pese a que los sindicatos comunistas se resistían a ello, tuvieron cierto éxito pues una ola de huelgas paralizó muchas fábricas en diversos lugares de Francia, obligando al Partido Comunista, que era muy reticente al principio, a declarar una huelga general. En esta curiosa revolución no hubo muerto alguno y sí, en cambio, intensos debates en que trotskistas, marxistas-leninistas, maoístas, fidelistas, guevaristas, anarquistas, cristianos progresistas y toda suerte de grupos y grupúsculos de extrema izquierda (con excepción de lo que Cohn-Bendit, uno de los líderes de mayo 1968, llamaría la crapule stalinienne, la crápula estalinista) intercambiaron ideas, proyectos y proclamas incendiarias sin irse a las manos. Todo ello, sin embargo, se eclipsó de manera inesperada cuando, en las elecciones convocadas en plena efervescencia revolucionaria, el partido gaullista arrasó en los comicios y obtuvo su más resonante victoria, confirmando con creces la mayoría absoluta de que ya gozaba en el parlamento. La famosa revolución se desinfló como por arte de magia, confirmando, una vez más, la tesis de Raymond Aron de que, al igual que en el siglo XIX, en el XX todas las crisis revolucionarias francesas “son seguidas, después de la fase de las barricadas o de las ilusiones líricas, por una vuelta aplastante del partido del orden”.
Ni qué decir que la “revolución de mayo”, en la que se quiso ver la materialización de las tesis sociológicas de Herbert Marcuse, contó con el apoyo prácticamente unánime de la clase intelectual, encabezada por Sartre, Simone de Beauvoir, Althusser, Foucault, Lacan, con manifiestos, conferencias, visitas a las barricadas y hasta el asalto simbólico de un grupo de escritores a un hotel. La excepción fue Raymond Aron, que, desde el primer momento, se pronunció de manera terminante –y, por única vez en su vida, enfurecida– en contra de lo que le parecía no una revolución sino su caricatura, una comedia bufa de la que no iba a resultar transformación alguna en la sociedad francesa y sí, en cambio, la destrucción de la universidad y de los progresos económicos que estaba haciendo Francia. Por esto, fue tan duramente atacado por Sartre que un grupo de intelectuales, encabezado por Kostas Papaioannou, publicó un manifiesto defendiéndolo.
En el libro que dio a conocer luego, La révolution introuvable. Réflexions sur les événements de mai, compuesto de una larga entrevista con Alain Duhamel, un ensayo propio y una recopilación de los artículos que escribió en Le Figaro en mayo y junio de 1968, Aron declara su hostilidad desde el primer momento a lo que le parece un movimiento caótico que conducirá a la “latinoamericanización” de la universidad francesa. Encuentra el suceso cargado de “pasión y de delirio” y a punto de ser controlado por grupos y grupúsculos extremistas que se proponen utilizarlo para revolucionar la sociedad según modelos inspirados en distintas variantes del marxismo –el trotskismo, el fidelismo, el maoísmo–, algo que, a la corta o a la larga, solo servirá para “aumentar la confusión reinante” y, en el peor de los casos, sumir a Francia en una dictadura. Esta deriva, sin embargo, le parece improbable y en sus análisis, acompañados de citas del escepticismo y la frustración que mereció a su maestro Alexis de Tocqueville la revolución de 1848, Raymond Aron señala la paradoja de que en su voluntad de crear una “democracia directa” los estudiantes revolucionarios, pese a declararse marxistas, resultaban más antisoviéticos que anticapitalistas.
En este ensayo se defiende de haberse pasado a “la reacción” y recuerda la frecuencia con que ha reclamado una reforma integral de la universidad en Francia, que la modernice en vez de hacerla retroceder, descongestionándola, liberándola del estatismo asfixiante, estableciendo un mayor control en el ingreso de estudiantes pues su masificación actual conspira contra su rendimiento académico y la formación que puede dar a los jóvenes para luego permitirles entrar con éxito al mercado de trabajo. Las proclamas de los rebeldes contra la sociedad de consumo revelan, dice, su ceguera y su dogmatismo pues la “sociedad de consumo es lo único que permite mantener a decenas de miles de estudiantes dentro de la universidad” (p. 207). También descarta que esta revolución sea democrática: “¿Quién se va a creer que las votaciones a mano alzada de las asambleas plenarias o generales son la libre voluntad de profesores y estudiantes?” (p. 210). Afirma que una mayoría de jóvenes comprometidos en el movimiento son pacíficos y reformistas, pero que están neutralizados por los grupos y grupúsculos revolucionarios seducidos por los ejemplos de la China maoísta y la Cuba fidelista a los que, afirma, hay que enfrentarse con resolución sin temer la impopularidad. Es cierto que esta postura le ganó a Raymond Aron en aquellos días muy duras críticas, pero el tiempo terminaría dándole la razón también en este caso: la revolución de mayo no mejoró un ápice la situación de la universidad en Francia, que sigue en nuestros días sumida en una crisis caótica e insoluble.
Aunque desconfió siempre de los grandes entusiasmos políticos, el espectador comprometido que, según propia definición, fue Aron, creyó sin embargo en el progreso. Para él, aunque sin hacerse demasiadas fantasías al respecto, este progreso estaba representado por la sociedad industrial moderna, que había cambiado por completo la estructura económica y social que estudió Marx y que le sirvió de base para desarrollar unas teorías sobre la condición obrera, por ejemplo, que la modernidad había vuelto obsoletas. Raymond Aron analizó y defendió luminosamente la nueva sociedad en un libro que resumía sus clases en la Sorbona de 1955 y 1956 y que fue, entre los suyos, uno de los que tuvo más lectores: Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial (1962). En este texto y en las conferencias que publicó con el título de Ensayos sobre las libertades (1965) está concentrado buena parte del pensamiento político de Raymond Aron.
¿Puede sintetizarse en pocas frases? Si toda idea de construir el Paraíso en la tierra es insensata, es perfectamente lícito, en cambio, aprovechando las enseñanzas del desenvolvimiento histórico de la humanidad, concluir que el hombre ha ido progresando en la medida en que disminuía su servidumbre religiosa, el despotismo se debilitaba y la masa gregaria se iba transformando en una comunidad de individuos a quienes se reconocían ciertos derechos y se dejaba tomar iniciativas. El desarrollo técnico y científico de Occidente ha sido el acelerador de este proceso de emancipación del individuo gracias al cual han surgido las naciones industriales y democráticas modernas. La gran revolución tecnológica ha servido, por un lado, para acelerar el desarrollo y, por el otro, para atenuar los excesos y abusos del viejo capitalismo. Con todos los defectos que se les puede achacar, en las sociedades industriales modernas la prosperidad, la justicia y la libertad han alcanzado unos límites que no tuvieron jamás en el pasado ni tienen en los otros regímenes contemporáneos, sobre todo los comunistas. Ellas han demostrado que “no hay incompatibilidad entre las libertades políticas y la riqueza, entre los mecanismos del mercado y la elevación del nivel de vida: por el contrario, los más altos niveles de vida los han alcanzado los países que tienen democracia política y una economía relativamente libre”.
Pero este panorama no justifica el optimismo, pues la sociedad desarrollada y democrática de nuestro tiempo está amenazada. Su primer enemigo es el Estado, entidad constitutivamente voraz y opresiva, burocrática, siempre al acecho, para, al menor descuido, crecer y abolir todo aquello que lo frena y limita. El segundo, los Estados totalitarios –la URSS y China– para quienes la sola existencia de la sociedad democrática constituye un grave riesgo. De la capacidad del hombre moderno para resistir el crecimiento del Estado y la ofensiva totalitaria depende que la historia futura continúe la evolución gradual hacia mejores formas de vida o registre un salto de cangrejo hacia el oscurantismo, la intolerancia y la escasez en que aún vive buena parte del planeta.
No olvidemos que Raymond Aron vive y escribe durante “la guerra fría”, que, en Francia sobre todo, movilizó a un sector muy numeroso de la clase intelectual y a importantes sectores democráticos en favor de las campañas sobre la neutralidad y la paz que auspiciaban la Unión Soviética y los partidos comunistas. Su posición a este respecto fue contundente e inequívoca: “Dans la guerre politique, il n’y a pas et il ne peut pas y avoir de neutres” (“En la guerra política, no hay ni puede haber neutralidad”).
A su juicio, Stalin y la URSS se habrían apoderado de Europa Occidental hacía tiempo si no hubiera sido por el temor de que esta ocupación desencadenase una guerra nuclear con Estados Unidos. Pero no había que engañarse: la vocación imperial de la Unión Soviética era manifiesta, como lo mostraban todos los países satélites de la Europa Central y Oriental, y el Occidente no podía bajar la guardia. Por eso, Aron apoyó siempre la alianza atlántica y no admitió jamás que la unión europea, que siempre defendió, pudiera significar una ruptura ni un alejamiento de Europa con Estados Unidos. La sociedad norteamericana podía estar lejos de la perfección, como lo mostraba, por ejemplo, la condición discriminatoria de que eran víctimas los negros, pero, hechas las sumas y las restas, allá al menos se respetaba el derecho de crítica y la apertura del sistema permitía las reformas, en tanto que el totalitarismo de Stalin habría hundido a la Europa libre y democrática en la sumisión total.
¿Hay algo que podría reprocharse al admirable Raymond Aron? Tal vez sí. Que todo su pensamiento girase sobre Europa y Estados Unidos y, al igual que Albert Camus, mostrara un desinterés casi total sobre el tercer mundo, es decir, África, América Latina y Asia. ¿Había llegado, en su fuero íntimo, a la convicción de que para nuestros países enfrascados en conflictos y problemas feroces, no había ya esperanzas? En un pensador en tantos sentidos universal, sorprende esta falta de curiosidad por lo que ocurría en los otros dos tercios de la humanidad.
Raymond Aron y Jean-Paul Sartre
Contemporáneos, compañeros de estudio y amigos en su juventud, luego rivales enconados, pero reconocidos por todos aquellos a los que no ciega la miopía ideológica como las dos figuras intelectuales más importantes de la Francia moderna, es interesante comparar los casos de Raymond Aron y Jean-Paul Sartre.
Yo estaba en París cuando se conmemoró el centenario de ambos, en el año 2005. Francia celebró por todo lo alto los cien años del autor de El ser y la nada. Documentales, programas y debates sobre su legado intelectual y político en la radio y la televisión, suplementos especiales en los principales diarios y semanarios, una profusión de nuevos libros sobre su vida y su obra, y, florón de la corona, una exposición, Sartre y su siglo, en la Biblioteca Nacional, un modelo en su género. Pasé tres horas recorriéndola y me quedó mucho por ver.
En ella se podían seguir, paso a paso, con bastante objetividad, todos los pormenores de una vida que cubre el siglo XX, al que Bernard-Henri Lévy ha llamado, con exageración, Le siècle de Sartre, y cuyos libros, ideas y tomas de posición ejercieron una influencia hoy día difícilmente imaginable en Francia y buena parte del mundo. (En el Perú de los años cincuenta del siglo pasado yo me gastaba la mitad de mi sueldo en el abono a Les Temps Modernes, la revista de Sartre, que leía cada mes de principio a fin.) Una de las enseñanzas que el espectador sacaba de aquella exposición era comprobar lo precario del magisterio sartriano, tan extendido hace cinco décadas y hoy prácticamente extinguido. Todo estaba en aquellas vitrinas: desde cómo el niño descubrió su fealdad, a los diez años, en los ojos de su madre viuda y vuelta a casar, hasta su decisión, cuando era (después de Aron) el estudiante estrella de la École Normale, de no renunciar a ninguna de sus dos vocaciones: la literatura y la filosofía, y ser “un Stendhal y un Spinoza al mismo tiempo”. Antes de cumplir los cuarenta años lo había conseguido y, además, algo no previsto por él, se había convertido en una figura mediática que aparecía en las revistas frívolas y era objeto de la curiosidad turística en Saint-Germain-de-Prés junto a Simone de Beauvoir, Juliette Gréco y Édith Piaf, como uno de los íconos de la Francia de la posguerra.
Carteles y fotografías documentaban los estrenos de sus obras teatrales, la aparición de sus libros, las críticas que merecieron, las entrevistas que dio, la publicación de Les Temps Modernes, y allí estaban los manuscritos de sus ensayos filosóficos y de sus cuentos y novelas, que escribía en libretas escolares o papeles sueltos en los cafés, en una mesa aparte pero contigua a aquella en la que trabajaba su compañera “morganática”, Simone de Beauvoir. Su polémica más sonada, con Albert Camus, sobre los campos de concentración soviéticos, estaba muy bien expuesta, así como las repercusiones que este debate tuvo en el ámbito intelectual y político, dentro y fuera de Francia. También, sus viajes por medio mundo, sus amores fracturados con los comunistas, su combate anticolonialista, su empeño por enrolarse en el movimiento de mayo de 1968, y la radicalización extrema y algo penosa de sus últimos años, cuando iba a visitar a la cárcel a los terroristas alemanes de la banda Baader-Meinhof, vendía por las calles el periódico de los maoístas La Cause du Peuple, o, ya ciego, trepado sobre un barril, peroraba a las puertas de las fábricas de Billancourt.
La exposición era espléndida y, para alguien como yo, que vivió muy de cerca parte de aquellos años y participó en estas polémicas, y dedicó muchas horas a leer los libros y artículos de Sartre, a devorar todos los números de Les Temps Modernes y a tratar de seguir en sus churriguerescas vueltas y revueltas ideológicas al autor de Los caminos de la libertad, algo melancólica. Pero no creo que despertara en los jóvenes mucho interés por redescubrir a Sartre ni le ganara a este mayor respeto y admiración. Porque, salvo en el tema del anticolonialismo, donde siempre mantuvo una posición meridiana y lúcida, la exposición, pese a sus claros propósitos hagiográficos, revelaba lo torpe y equivocado que estuvo casi siempre en las posturas políticas que defendió o atacó.
¿De qué le sirvió la fulgurante inteligencia si, al regreso de su gira por la URSS a mediados de los años cincuenta, en el peor periodo del gulag, llegó a afirmar: “He comprobado que en la Unión Soviética la libertad de crítica es total”? En su polémica con Camus hizo algo peor que negar la existencia de los campos de concentración estalinistas para reales o supuestos disidentes: los justificó, en nombre de la sociedad sin clases que estaba construyéndose. Sus diatribas contra sus antiguos amigos, como Albert Camus, Raymond Aron o Maurice Merleau-Ponty, porque no aceptaron seguirlo en su papel de compañero de viaje de los comunistas que adoptó en distintos periodos, prueban que su afirmación estentórea “Todo anticomunista es un perro” no era una frase de circunstancias, sino una convicción profunda.
Parece mentira que alguien que, hace apenas medio siglo, justificaba, en su ensayo sobre Frantz Fanon, el terror como terapéutica gracias a la cual el colonizado recupera su soberanía y dignidad, y que, proclamándose maoísta, proyectaba su respetabilidad y prestigio sobre el genocidio que cometía China Popular durante la Revolución Cultural, hubiera podido ser considerado por tantos (me declaro culpable, yo fui uno de ellos) la conciencia moral de su tiempo.
Mucho más discreta, para no decir clandestina, fue la celebración de los cien años de Raymond Aron, que prácticamente no salió de las catacumbas académicas y de la antigua revista Commentaire, fundada y dirigida por él. Aron y Sartre fueron amigos y compañeros y hay fotos que muestran a los dos petits copains abrazados, haciendo payasadas. Hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial siguieron una trayectoria semejante. Luego, con la invasión nazi, Aron fue uno de los primeros franceses en viajar a Londres y unirse a la Resistencia. Siempre fue un decidido partidario de la reconciliación entre Francia y Alemania y de la construcción de Europa pero, alejándose también en esto de buena parte de la derecha francesa, nunca creyó que la unidad europea sirviera para debilitar el atlantismo, la estrecha colaboración de Europa con Estados Unidos, que alentó siempre.
A diferencia de la obra de Sartre, que ha envejecido a la par de sus opiniones políticas –sus novelas deben su originalidad técnica a John Dos Passos y, con excepción de Huis clos, sus dramas no pasarían hoy la prueba del escenario–, la de Aron conserva una lozana actualidad. Sus ensayos de filosofía de la historia, de sociología, y su defensa tenaz de la doctrina liberal, de la cultura occidental, y de la democracia y el mercado, en los años en que el grueso de la intelectualidad europea había sucumbido al canto de sirena del marxismo, fueron plenamente corroborados por lo sucedido en el mundo con la caída del Muro de Berlín, símbolo de la desaparición de la URSS y la conversión de China en una sociedad capitalista autoritaria.
¿Por qué, entonces, el glamur del ilegible Sartre de nuestros días sigue intacto y a casi nadie parece seducir la figura del sensato y convincente Raymond Aron? La explicación tiene que ver con una de las características que en nuestro tiempo ha adquirido la cultura, contaminándose de teatralidad, al banalizarse y frivolizarse por su vecindad con la publicidad y la información chismográfica de la prensa del corazón. Vivimos en la civilización del espec- táculo y los intelectuales y escritores que suelen figurar entre los más populares casi nunca lo son por la originalidad de sus ideas o la belleza de sus creaciones, o, en todo caso, no lo son nunca solo por razones intelectuales, artísticas o literarias. Lo son sobre todo por su capacidad histriónica, la manera como proyectan su imagen pública, por sus exhibiciones, sus desplantes, sus insolencias, toda aquella dimensión bufa y ruidosa de la vida pública que hoy día hace las veces de rebeldía (en verdad tras ella se embosca el conformismo más absoluto) y de la que los medios pueden sacar partido, convirtiendo a sus autores, igual que a los artistas y a los cantantes, en espectáculo para la masa.
En la exposición de la Biblioteca Nacional aparece un aspecto de la biografía de Sartre que nunca se ha aclarado del todo. ¿Fue de veras un resistente contra el ocupante nazi? Perteneció a una de las muchas organizaciones de intelectuales de la Resistencia, sí, pero es obvio que esta pertenencia fue mucho más teórica que práctica, pues bajo la ocupación estuvo muy atareado: fue profesor, reemplazando incluso en un liceo a un profesor expulsado de su puesto por ser judío –el episodio ha sido objeto de virulentas discusiones–, y escribió y publicó todos sus libros y estrenó sus obras, aprobadas por la censura alemana, como se lo recordaría años más tarde André Malraux. A diferencia de resistentes como Camus o Malraux que se jugaron la vida en los años de guerra, no parece que Sartre arriesgara demasiado. Tal vez inconscientemente quiso borrar ese incómodo pasado con las posturas cada vez más extremistas que adoptó luego de la liberación. Uno de los temas recurrentes de su filosofía fue la mala conciencia que, según él, condiciona la vida burguesa, induciendo constantemente a hombres y mujeres de esta clase social a hacer trampas, a disfrazar su verdadera personalidad bajo máscaras mentirosas. En el mejor de sus ensayos, Saint Genet, comédien et martyr, ilustró con penetrante agudeza este sistema psicológico-moral por el cual, según él, el burgués se esconde de sí mismo, se niega y reniega todo el tiempo, huyendo de esa conciencia sucia que lo acusa. Tal vez sea cierto en su caso. Tal vez, el temible debelador de los demócratas, el anarcocomunista contumaz, el “mao” incandescente, era solo un desesperado burgués multiplicando las poses para que nadie recordara la apatía y prudencia frente a los nazis cuando las papas quemaban y el compromiso no era una prestidigitación retórica sino una elección de vida o muerte.
Muchas cosas han pasado en Francia y en el mundo desde la muerte de Raymond Aron: ¿le dieron la razón o refutaron sus ideas? El Partido Comunista, que, en su época, llegó a ser el primer partido de ese país, se ha ido encogiendo hasta volverse poco menos que marginal, lo que constituye una de sus victorias póstumas. Y, otra, que la clase intelectual francesa en la actualidad parece tan alejada del marxismo como lo estuvo siempre él. Lo sorprendente es que los antiguos votantes comunistas, como los obreros del “cinturón rojo” de París, ahora voten por el Front National, que ha pasado de la insignificancia ultraderechista que representaba hace algunos años a ser una fuerza que se mide de igual a igual con las principales corrientes políticas. Esto es algo que ni Aron ni nadie habría podido imaginar, aunque sí, tal vez, un Hayek, quien sostuvo que, pese a sus odios recíprocos, comunistas y fascistas tenían un denominador común: el estatismo y el colectivismo. En las últimas elecciones francesas, un joven que hacía sus primeras armas en el campo político, Emmanuel Macron, despertó un extraordinario entusiasmo, sobre todo en las nuevas generaciones, con unas ideas de centroderecha que, a primera vista, parecen bastante cercanas a aquellas que Raymond Aron defendió toda su vida. ¿Redescubrirá la Francia de nuestros días en el solitario intelectual demócrata y liberal del siglo XX un precursor y guía ideológico de la que parece ser una nueva e interesante etapa de su evolución política?
La poderosa Unión Soviética contra la que Aron se batió toda su vida se ha extinguido, víctima de su propia incapacidad para satisfacer las ambiciones de sus millones de ciudadanos, y la ha reemplazado un régimen autoritario e imperial, de capitalismo gansteril y mercantilista, que parece la continuación del viejo zarismo autoritario e imperial. China dejó de ser comunista para convertirse en un modelo de capitalismo autoritario. Sin embargo, decir que la historia ha dado la razón a Raymond Aron sería apresurado. Porque, aunque la amenaza del comunismo, contra el que él se batió sin tregua, ha dejado de serlo para la democracia en el mundo –solo un demente tendría como modelos para su país a los regímenes de Corea del Norte, Cuba o Venezuela–, esta no ha ganado del todo la partida y es probable que no la gane nunca del todo. Es verdad que, en el mundo occidental, la Unión Europea, pese al Brexit, se mantiene sólida, y buena parte de América Latina ha sido ganada para la democracia. Pero a esta le han surgido nuevas amenazas, como el islamismo fanático y extremista de Al Qaeda o isis, cuyo terrorismo en gran escala siembra la inseguridad y hace correr el riesgo de que se debiliten, en nombre de la seguridad, las libertades públicas de los países más amenazados por él, las democracias avanzadas. Por otro lado, en el seno de las mismas sociedades abiertas, venenos como la corrupción y el populismo crecen de tal modo que, si no son contenidos a tiempo, pueden desnaturalizar y destruir desde adentro lo que hay en ellas de más positivo y liberador. Sobre todos estos problemas, incluido el de la masiva inmigración que se vuelca sobre Europa Occidental procedente de África y que provoca el despertar de movimientos chovinistas y racistas que se creían extinguidos, echamos de menos las opiniones y análisis de Raymond Aron; su inteligencia, su cultura, su hondura reflexiva, su visión abarcadora, nos ayudarían sin duda a comprender mejor todos aquellos desafíos y la mejor manera de enfrentarlos. Que no haya nadie en nuestros días capaz de reemplazarlo es la mejor prueba de la extraordinaria categoría intelectual y política que fue la suya y de la suerte que tuvimos de que alguien como él realizara en nuestro tiempo la tarea que cumplió. ~
Mario Vargas Llosa: (Arequipa, Perú, 1936) es escritor. En 2010 obtuvo el premio Nobel de Literatura. Este año se ha publicado su libro más reciente, La civilización del espectáculo (Alfaguara).