Reencarnación
Una encuesta realizada en 1991 reveló que uno de cada cinco norteamericanos cree en la reencarnación. Y cuando se habla de creyentes, no se trata siempre de gente común: hay entre ellos personajes de prestigio histórico. Benjamin Franklin, fue uno de ellos. Este importante político e inventor murió convencido de que volvería a este mundo y así tendría tiempo de corregir y perfeccionar su obra. Ya que ésta sigue igual, sospechamos que su alma inocente debe haberse reencarnado en otro sitio fuera de la tierra; tal vez en Ganímedes. Sobre la tumba del gran hombre se lee: “Yace aquí, pasto de los gusanos, Benjamín Franklin, impresor. Se diría que las hojas de su libro están rotas y su encuadernación deteriorada; pero la obra no se perderá porque va a reaparecer, según se cree, en una nueva edición revisada y corregida por el autor”. Ingenuidades del alma humana, de las cuales no están exentas ni las de aquellos tenidos por sobresalientes.
La gente del espectáculo se ha caracterizado por su credulidad. Shirley MacLaine y Sylvester Stallone se destacan entre ellos. Este último cree que en una vida pasada su alma se reencarnó en un simio, en Guatemala. Tal vez en un gorila, piensa uno. Paul Edwards, estudioso de la reencarnación, dice con sorna: “Esto [la historia de Stallone] es algo que encuentro muy creíble”.
Para los budistas, la reencarnación es un fenómeno completamente natural, regido por una ley inexorable, imposible de modificar, llamada karma. Nuestras almas existieron en el pasado ocupando otros cuerpos, claro está, y continuarán existiendo aún después de nuestra muerte, empleando nuevos soportes corpóreos temporales. Dice la justiciera ley, además, que, tarde o temprano, todo acto malo será castigado, mientras que los actos buenos serán premiados; en otras palabras, que a la larga la justicia prevalecerá. Un gran consuelo. Christmas Humphreys, abogado fundador de la Sociedad Budista Británica, decía que, fiel a karma, todo aquel que sufre, lo hace por el uso deliberado de su libre voluntad. Y agrega que no debemos mostrar simpatía por los paralíticos, por los contrahechos, ni por aquellos que han nacido ciegos o sordos. La razón que da Humphreys para esta conducta deshumanizada es que toda aflicción es motivada por acciones pasadas, un justo castigo.
Paul Edwards hace al respecto algunas consideraciones interesantes. Por ejemplo, si un niño se está muriendo de un cáncer doloroso, ¿cómo nos atrevemos nosotros, pobres mortales, a contradecir la sagrada ley karma, al tratar de aliviarle al niño los dolores, fruto de malas acciones llevadas a cabo por su alma en alguna de sus vidas pasadas? Y con esa cara de yonofuí que tiene el angelito. ¡Que pague las travesuras cometidas en vidas anteriores!
Un argumento de Edwards en contra del karma se refiere a los miles de muertos a causa de grandes desastres naturales. Si admitimos que se trata de un castigo por faltas cometidas en una vida pasada, ¿cómo se explica que en un momento histórico dado se encuentran reunidas en un mismo sitio, justamente las personas merecedoras de tan grande castigo? ¿Cómo podemos creer que los seis millones de judíos exterminados por los nazis merecían todos el mismo castigo y al mismo tiempo? Y si los judíos merecían ese castigo, entonces los nazis no eran en verdad criminales, sino el instrumento indispensable para que karma cumpliese su justo cometido. Y lo mismo puede decirse de las víctimas de la Inquisición, de la bomba de Hiroshima y de todos los inocentes sacrificados en los incontables genocidios que registra la historia humana. Contra los castigos en esta vida por faltas cometidas en otra, Edwards propone un argumento contundente: tómese un bate de béisbol y golpéese con él la dura cabeza de aquel que defienda esta clase de ideas. Si se queja, respóndale: usted merece este castigo, debido a pecados cometidos en otra vida y, sobre todo, porque en ésta usted es un monstruo.
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