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Reinvenciones de Shakespeare

Londres, Hogarth, 2016
296 pp. £16.99
Trad. de Jaime Zulaika
Barcelona, Anagrama, 2017
224 pp. 18,90 €
Trad. de Miguel Temprano García
Barcelona, Lumen, 2017

192 pp. 21,90 €

Barcelona, Lumen, 2016
Trad. de Miguel Temprano García
256 pp. 21,90 €

Entre los innumerables adaptadores de Shakespeare, es casi obligado empezar por Charles y Mary Lamb, dos hermanos que, en el año de 1807, recogieron veinte obras del autor y las reescribieron en un libro para niños, «con palabras familiares que pudieran comprender las mentes más jóvenes». Famoso desde entonces, el volumen se llamó Tales From Shakespeare (Cuentos de Shakespeare) y sentó sin disimulo sus bases didácticas. Los Lamb creían en entretener educando. No dudaban al escribir en el prólogo que la materia shakespeareana podía «ilustrar las acciones y los pensamientos dulces y honrados», ni escatimaban acentos moralizantes en los relatos mismos. En ese sentido, eran hijos de su época, la misma en que un médico como Thomas Bowdler hizo furor con la publicación, en el mismo año, de su The Family Shakespeare, una edición expurgada de palabras malsonantes y escenas truculentas, que podía leerse sin ofender. Pero sería un error creer que los Lamb carecían de originalidad. Fueron los primeros en considerar a Shakespeare como una mitología, un acervo de tipos móviles que podían recombinarse de manera narrativa en nuevos contextos y nuevas formas, a fin de reavivar una historia para todos.

Aún no se ha agotado la novedad. Dos siglos después, la BBC sorprendió a más de uno con ShakespeaRe-told, una serie de cuatro obras con todos los diálogos reescritos en inglés contemporáneo. Pero hasta las adaptaciones más respetuosas del texto han buscado que el bardo hablara en un nuevo contexto: Hamlet, interpretado por Ethan Hawke en la película de Michael Almereyda (2000), pensó en ser y no ser como parte de la generación X; y Macbeth, rebautizado Mácbez en un montaje de Andrés Lima (2014), se vio envuelto en los chanchullos de la Xunta de Galicia. Lo fundamental es que el discurso parezca contemporáneo de su audiencia. Y la paradoja puede hacer las delicias dialécticas de los materialistas culturales. A Shakespeare se le presta un lenguaje moderno porque se fomenta la idea de que trasciende la modernidad, del mismo modo que lo hizo Ben Jonson a los pocos años de su muerte cuando escribió que la obra de Shakespeare no era «para una época, sino para todos los tiempos». Una confirmación de este nuevo universalismo se ve en la iniciativa The Hogarth Shakespeare, de la editorial homónima, que ha encargado a varios autores de primera línea novelizaciones de sendas piezas, con instrucciones de trasladar los tramas a nuestro tiempo. Oportunamente, Hogarth anunció la idea para el cuarto centenario de la muerte del autor, que se celebró en abril de 2016, pero los ritmos de la literatura han alargado el tirón inicial. Al cabo, poco importa. Todo cabe en el jonsoniano lema publicitario: «Historias sin tiempo vueltas a contar».

A día de hoy, han aparecido seis títulos en inglés, mientras que en traducción española debemos atenernos a dos, con la esperanza de que la editorial Lumen cumpla con la promesa de publicarlos todos. La primera novela que apareció tanto en traducción como en el original es El hueco en el tiempo, de Jeanette Winterson, una reescritura de la penúltima obra de Shakespeare, Cuento de invierno. En un sentido, no sorprende que Winterson haya acabado el encargo antes que nadie. La publicación casi anual de libros suyos demuestra que es una escritora veloz; y la pátina periodística de su prosa, que la velocidad no siempre es una ventaja. Al parecer, en el presente caso las cosas se han agilizado aún más debido a la familiaridad de la autora con la fuente original. Cuenta Winterson en el epilogo de su libro que la pieza de Shakespeare ha sido un texto muy especial para ella desde hace «más de treinta años». Las resonancias eran y siguen siendo autobiográficas. «Es una obra teatral sobre una expósita. Y yo lo soy», dice Winterson, que creció en una familia adoptiva.

Afinidades aparte, el material es espinoso. Cuento de invierno es lo que los estudiosos llaman con un eufemismo una «pieza problemática». No por nada un editor de Hogarth, según contó la autora, la miró «como si estuviera loca» cuando se decantó por esa obra. «Es una pieza rara –admite Winterson–. Es casi como si Shakespeare no hubiera tenido ganas de terminarla». Podría decirse incluso que es dos piezas, separadas por un inusitado vacío en el medio. De un lado de ese «hueco del tiempo» (una frase pronunciada al final por uno de los personajes), hay una tragedia en la que un rey, Leontes de Sicilia, desconfía de su reina, Hermione, y acaba repudiándola cuando imagina una traición entre ella y el rey de Bohemia, Políxenes; el rey también condena a su niña recién nacida a morir a la intemperie. Dieciséis años después, encontramos una comedia, en la que la niña, salvada por unos pastores y bautizada como Perdita, lleva una vida bucólica en el exilio con su padre y su hermano adoptivos, unos cuantos rústicos pintorescos, pícaros festivos y un enamorado de alcurnia que precipita una reunión con sus orígenes.

La pieza rechina bastante al tratar de unir las dos mitades en un final feliz, pero nunca se plantea como otra cosa que un cuento fantástico. Shakespeare tomó el argumento de una fábula de Robert Greene titulada Pandosto y, como para dejar en claro su género, le puso un título que por entonces significaba más o menos lo mismo que hoy significa «un cuento chino». Por todo ello, encontrar equivalentes modernos verosímiles es casi imposible. Winterson traslada la acción a Londres, París y una región imaginaria llamada Nueva Bohemia, que parece inspirada en Nueva Orleans. Aunque no hay reyes, nos sitúa en las capas sociales que se le acercarían ahora: la aristocracia del dinero. Leontes es Leo, un financiero de pocos escrúpulos; Políxines es Xeno, su amigo de la infancia y diseñador de videojuegos; y Hermione es Mimi, una cantante de rock francesa. Perdita sigue siendo Perdita, pero ahora vive en Nueva Bohemia, donde, después de unas peripecias difíciles de creer, ha sido adoptada por un músico negro llamado Shep.

Winterson, que estructura la novela siguiendo la división original en actos, arranca con un episodio digno de una película de gánsteres, en el que dos delincuentes encapuchados matan a un anciano que ha dejado un bulto en un torno para bebés. Es una manera efectiva, desde un punto de vista narrativo, de realzar la figura de la expósita, el núcleo de las demás historias. Pero de ahí en adelante la trama parte en demasiadas direcciones y el deseo de dar a cada uno de los personajes una psicología redonda acaba jugando en contra del todo. Winterson padece el mal que el novelista Colm Tóibín identificó hace poco como la tendencia excesiva al flashback, o incluso a la puesta en antecedentes. No le alcanza con consignar que Leo y Xeno se educaron juntos, como en la pieza; tiene que mostrarlos de jóvenes y hasta inventarles un escarceo homosexual. De Leo y Mimi representa no sólo el matrimonio, sino el noviazgo. Y así con todo. Lo peor de la manía de rellenar huecos aparece en la sección ambientada en Nueva Bohemia, donde cada personaje viene armado con una escala de valores y una noble lista de aspiraciones.

Al mismo tiempo, la imaginación de la autora es muy poco perceptiva al enfocar la realidad de los personajes actuales. Es obvio que no sabe bien qué hacer con las figuras más jóvenes: a Perdita, aficionada a la música por herencia materna, la hace cantar en una banda de covers de los años sesenta, como si la autora no se hubiese molestado en documentarse sobre la música que anima a los millennials. Todos los personajes, mientras tanto, tienen una molesta propensión a citar a iconos pop de la generación de Winterson, como alumnos que aspirasen a graduarse con honores en historia cultural. Xeno, por ejemplo, explica a Mimi un videojuego en los siguientes términos: «Piensa en los cuentos de hadas sobre bebés robados o cambiados en la cuna. Piensa en La profecía o en Alien. El niño impostor, el niño diabólico y el niño verdadero que es el salvador». Yo no recuerdo ningún niño en Alien, y tampoco me parece muy oportuna, desde el punto de vista de su relevancia cultural, la referencia ochentera a La profecía; pero lo peor de esa lista es que hace pensar más en las dudosas pretensiones de la autora que en un diálogo de personas plausibles. De manera aún más problemática, Winterson acaba reduciendo una obra muy compleja sobre la injusticia, los caprichos de las pasiones y las trampas del orden social a una especie de utopía multicultural llena de buenos sentimientos, que nunca ha existido salvo en los anuncios de Coca-Cola o United Colours of Benetton.

Mil veces más convincente es Anne Tyler en su adaptación de La fierecilla domada, rebautizada Corazón de vinagre en la traducción española. En un sentido, Tyler tiene la fuente de su parte, pues las comedias de Shakespeare responden a esquemas, como la creación y superación de obstáculos, que siguen vigentes. No obstante, debe afrontar el reto de modernizar una obra de tintes netamente sexistas. Hay adaptaciones de La fierecilla domada que han salido airosas de ese dilema, al menos en su momento, como el musical Kiss Me, Kate (1948), o la película de temática adolescente (un género muy fértil en refundiciones shakespeareanas) Diez razones para odiarte (1999). Pero no puede negarse que el machismo se cuela en la estructura del drama. Para Shakespeare, el problema era lograr que la tumultuosa Katherina accediera a casarse, abriendo el camino para que lo hiciera su hermana, según el mandato paterno de que la mayor debía ser la primera. Y lo resolvía con escenas sucesivas en las que la chica iba siendo «amansada», hasta aceptar la voluntad del marido. No hay una forma políticamente correcta de describirlo, ni una interpretación irónica que salve la obra de todas las acusaciones retroactivas de incorreción que quieran planteársele.

En ese punto, con todo, se manifiesta el talento de Tyler, que encuentra equivalentes muy ajustados de los episodios dramáticos de la pieza, pero les cambia el signo de sus políticas de género. Su Katherina –aquí llamada Kate– no es ya una solterona de pocas pulgas, sino una maestra de jardín de infancia algo desnortada, que a los veintisiete años sigue viviendo con su hermana adolescente y su padre, un biólogo distraído pero cariñoso. ¿Cómo entra en juego lo del mandato inasumible? Fácil: imaginando que su padre le pide a Kate –sin imponérselo– un casamiento ficticio. El motivo es que su laboratorio está a punto de lograr un avance clave, pero para llevarlo a cabo es imprescindible contar con la experiencia de Piotr, un investigador extranjero cuyo permiso de residencia está a punto de expirar. Si Kate aceptara firmar un papel… No sólo el postulado resulta instantáneamente creíble, sino que la autora puede explorar sin presiones las ramificaciones insospechadas del contrato. Y, como es de esperar, al cabo de varias peripecias el romance falso se hace realidad.

La novela avanza con un tono ligero, jovial y expertamente controlado. Aunque Tyler ha escrito obras mejores, como El turista accidental o Ejercicios respiratorios, aquí aparece su característica agudeza para retratar las fricciones familiares (es de lamentar que la traducción haga poca justicia a su espléndido oído para el habla cotidiana, en su versión norteamericana). Cada uno de los personajes, incluido un elenco numeroso de secundarios, está finamente trazado, con detalles incidentales que, como sucede a menudo en Tyler, son la sal de la narración. De Kate sabemos no sólo dónde trabaja, sino cómo se lleva con sus colegas y qué hace en sus ratos libres. Y Piotr es una creación cómica deliciosa, que se expresa de un modo siempre desfasado, aunque sin caer en lo caricaturesco. Tyler registra al dedillo, por ejemplo, la brusquedad con que suele hablarse en un idioma extranjero, así como lo incomprensibles que pueden resultar ciertos deslices gramaticales para el nativo («Kate no podía encontrar ninguna lógica a su uso de artículos»). De modo más general, la novela tiene una de sus bazas en lo que podría llamarse la comedia de las intenciones fallidas, el modo en que los deseos de alguien chocan con las previsiones de otro. Y Tyler capta como nadie los diálogos cruzados característicos de una familia.

En vano se buscarán en Tyler los motivos secundarios de Shakespeare, como la competencia entre los pretendientes o los cambios de identidades entre amos y criados. En ese sentido, la novela es una simplificación; pero, al revés que en el caso de Winterson, esa simplificación destila muy bien el ingenio de la fuente. Tyler se da el gusto incluso de darle una vuelta revisionista al famoso discurso de Katherine en el que se insta a las mujeres a dejar «su altanería, que de nada sirve» y rendirse «a los pies de sus maridos»: sólo queda la huella. En la versión de Tyler, es un diagnóstico de las taras masculinas actuales, mezclado con un alegato a favor de la convivencia. «Es difícil ser hombre –dice Kate a su hermana–. ¿Nunca te has parado a pensarlo? Creen que tienen que disimular lo que les molesta. Creen que tienen que dar la impresión de estar al mando […]. Si se piensa con detenimiento, disfrutan de mucha menos libertad que las mujeres». Para Kate, es «como si los hombres y las mujeres vivieran en dos países diferentes», si bien al final, con un guiño a la futura green card de Piotr, hace las paces con esa situación: «No me estoy “sometiendo”, como tú dices. Lo estoy dejando entrar en mi país. Le estoy dejando hueco en un sitio donde podemos ser nosotros mismos».

Las obras de William Shakespeare, por John Gilbert (1849).

Para hablar de huecos, nada mejor que la última novela de Ian McEwan, Cáscara de nuez, una muy peculiar reescritura de Hamlet, que no pertenece al dream team de Hogarth, aunque en el original llegó a las librerías justo a tiempo para el cuarto centenario. El título está tomado de un pasaje célebre, al que también ha hecho referencia un título de Stephen Hawking y que McEwan nos recuerda en un epígrafe: «Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey del espacio infinito, si no tuviera malos sueños» (Hamlet, II, ii). La palabra que conviene retener es «encerrado». Y es que, con la excepción del «innombrable» de Beckett, rara vez ha habido un narrador con menos libertad de movimientos que en esta novela. ¿Por qué está inmóvil el narrador? Sencillamente, porque es un feto; un feto, para más detalles, «en el tercer trimestre», «cabeza abajo» y «con los brazos pacientemente cruzados», que siente nostalgia por su pasado «a la deriva en una bolsa corporal traslúcida». Ignoro si se trata del primero nonato parlante de la literatura, pero tampoco sorprende tanto a casi medio siglo de que John Barth plasmara su fabuloso cuento «Night-Sea Journey» (1968), donde quien habla es un espermatozoide.

Como decía Henry James, en todo caso, hay que concederle al novelista su donnée. Si uno se pone puntilloso con lo que una consciencia (y ya es decir) puede o no percibir rodeada de líquido amniótico, no vale la pena leer lo que cuenta. Los menos realistas, mientras tanto, encontrarán gratas sorpresas. McEwan es un escritor ameno, adepto a las digresiones provocadoras y dueño de una prosa estupendamente fluida, que pasa muy bien al castellano gracias a Jaime Zulaika. También tiene un talento perverso para colocar a sus personajes en situaciones insoportablemente incómodas. No creo que vaya a leer nada que supere en incomodidad, ni para el caso en perversión, al pasaje en que el feto se arredra ante el pene del amante de su madre, entrando y saliendo a escasos centímetros de su cabeza. Pero estos episodios no son gratuitos. La reescritura recalca así la atmósfera claustrofóbica de Hamlet. En el original, poco importa que Hamlet vaya un tiempo a Inglaterra; o que Ophelia muera al aire libre, ahogada en un arroyo. El príncipe nunca puede escapar del cerco mental de la corte. La obra tiene la estructura de las pesadillas en que uno se ve incapacitado para hacer precisamente lo que más desea. Y la doctrina de Hamlet, como la llamaron en un libro reciente Simon Critchley y Jamieson Webster, es una justificación de ese inmovilismo. Un feto está en una posición ideal para darle voz. Y los freudianos podrán despacharse a gusto con la paradoja, o quizá no tanto, de que el sitio donde se genera una vida es el primer impedimento para su libertad de acción.

McEwan no pierde el tiempo con interpretaciones, aunque abona el terreno para que florezcan. Paso a paso, registra el complot que sellan Trudy (una modernización apropiadamente pop de Gertrude) y Claude (Claudius) en contra del padre del narrador. Contrariamente a Hamlet, la novela empieza con el padre del protagonista vivo, aunque la muerte se hace eco del envenenamiento más famoso del teatro, con un efectivo despliegue de medios y móviles. En lo relativo a la relación pasional de los asesinos, Cáscara de nuez comparte territorio narrativo con una novela escrita por uno de los héroes literarios de McEwan, John Updike, que imaginó en Gertrudis y Claudio (2000) la historia anterior al momento en que Hamlet empieza a planear su venganza. Comparar las dos novelas, sin embargo, supone poner en foco las debilidades de McEwan. Por muy bueno que sea al manejar el tempo narrativo y las vueltas del argumento, lo cierto es que su talento no se vuelca en los personajes y menos aún en los personajes femeninos. Updike nos convence de que Gertrude era lo bastante fascinante para que se enfrentaran un rey y su hermano. Trudy es apenas una caricatura de bomba sexual con la mecha siempre encendida, mientras que Claude sólo es un matón con el mechero a mano. En cuanto al equivalente del rey depuesto, es un editor buenazo que se pasa el tiempo citando poemas. No sólo cuesta creer en un círculo familiar tan desparejo; cuesta aceptar la pertenencia de los tres al mismo libro.

Tampoco convence mucho el contexto económico. Claudius despachaba a su hermano para apoderarse de la reina, pero también de un reino; McEwan representa lo segundo mediante una vieja casona valorada en varios millones de libras, un incentivo sustancioso para un hermano tan pasional como inclinado a la especulación inmobiliaria. La casa del hombre, como reza un dicho inglés, es su castillo. Pero se diría que la elección también tiene que ver con el aburguesamiento progresivo –y, al parecer, irreversible– de la imaginación del autor. Al menos desde Amor perdurable (1997), los personajes de McEwan viven en mansiones, cobran rentas, conducen cochazos y citan marcas de lujo como si estuvieran leyendo en voz alta de la revista de a bordo de una compañía aérea. Pero al autor no le vendría mal dejar de lado todas esas vulgares señas de prestigio. Y, en cuanto a las adaptaciones modernas, puede ser aconsejable evitar los posibles equivalentes económicos de la realeza y limitarse a un reino minúsculo, o incluso metafórico, como se hizo en el Macbeth de ShakespeaRe-told, donde la guerra entre facciones transcurría en la cocina de un restaurante (y eso que aún no existía MasterChef). Lo esencial no es que los contextos se parezcan en la superficie, sino que las relaciones de fuerzas entre los personajes conserven las proporciones del original; cuando de la realeza se trata, quizá nada sea mejor que imaginar círculos sumamente jerárquicos y de una rigidez asfixiante. De ahí que Gus Van Sant, por ejemplo, pudiera basar en Henry IV Henry V una historia como Mi Idaho privado, donde las iniquidades de una banda de chaperos sin perspectivas se acercan a la tragedia.

Alguien que está muy atenta a esas fuerzas de los originales es Margaret Atwood, que ha adaptado La tempestad bajo los auspicios de Hogarth con el título de Hag-Seed, uno de los insultos que se dirigen al personaje de Caliban en la obra. La novela está por ahora sin traducir, pero esperemos que se vierta pronto, porque es la mejor de las que he leído de la serie. Atwood, por supuesto, no es ajena a la refundición de textos clásicos, como atestigua su reescritura de La Odisea, titulada Penélope y las doce criadas (2005). Y su interés por los arquetipos y las estructuras narrativas tradicionales también le ha servido ahora para crear una obra de suma conciencia histórica, un homenaje soberbio al teatro shakespeareano. Homenajear a Shakespeare, claro, puede suponer acabar homenajeando a otros homenajes.Hag-seed recuerda al menos a dos obras: la película César debe morir (2012), de los hermanos Taviani, y la novela A merced de la tempestad (1951), de Robertson Davies. Como en la primera, la acción transcurre en una cárcel donde los reclusos montan una obra del bardo; como en la segunda, la obra elegida es La tempestad, y las fuerzas que sacuden al director y los actores se hacen eco del drama. Pero nada de ello es obstáculo para que Atwood, una escritora con una visión sumamente personal, encauce el material a su manera.

A diferencia de los otros adaptadores, además, Atwood corre con la ventaja de haber hecho sus pinitos en el mundo del teatro. En la contracubierta del libro se dice que ha trabajado como «libretista, dramaturga y titiritera». Y ella describe La tempestad como un «musical multimedia», con el que ha sido «un arduo placer entablar una lucha». Ha salido victoriosa.Hag-Seed no se limita a reescribir la obra, sino que también indaga por cuenta propia muchas de «las numerosas preguntas que aquella deja sin contestar». Yo la llamaría también un logrado ejercicio de metaficción, en el que se trasladan los modelos del original al presente mientas se comenta el original mismo. Dicho más llanamente, tenemos una obra de teatro dentro de una novela. El homólogo actual de Prospero es Felix, director artístico de un festival canadiense que, cuando empieza la acción, va a montar la que cree que será la cumbre de su carrera: una producción, claro, de La tempestad. Cómicamente, a Felix se le ha ido la mano con las intenciones modernizadoras: su Ariel, por ejemplo, «sería interpretado por un travesti en zancos que se transformaría en una luciérnaga gigante en momentos significativos». Pero antes de que pueda llevar la obra a escena, la junta directiva decide reemplazarlo por el subdirector, y Felix se ve desterrado.

La ironía dramática es que, sin darse cuenta, Felix se instala en la misma situación que Prospero, robado del ducado de Milán por dos conspiradores. Doce años pasa Felix, como ese personaje, lamiéndose las heridas en el exilio, que ahora es una casucha en las afueras de la ciudad. Y los pasa soñando con la venganza. Debe decirse que ese período, impuesto por un paralelismo demasiado literal, es uno de los puntos menos verosímiles de la novela, pero también permite delinear los conflictos de Felix, incluidos su decadencia profesional, su tristeza por una esposa y una hija muertas y, en consonancia con ello, una intermitente pérdida de la razón. Al cabo, Felix sale del marasmo por la misma vía por la que entró: el teatro. En pleno retiro, se le presenta la oportunidad de impartir un taller dramático en una prisión cercana, donde conoce a una galería de coloristas personajes, con los que decide montar La tempestad. No vale la pena entrar en los pormenores subsiguientes, salvo para decir dos cosas: el personaje, a la manera de Prospero, obtiene una venganza que es también una oportunidad de redención; y la autora, en la estela de Shakespeare, plasma una obra de enorme energía y variedad, con momentos delirantes, interacciones fabulosas y hasta una conmovedora reflexión sobre los imperativos del arte. ¿Qué más se puede pedir?

Entre las preguntas que uno se hace al terminar de leer las novelas anteriores figura la de si nos han acercado a Shakespeare, si la renovación ha sido también una iluminación

Entre las preguntas que uno se hace al terminar de leer las novelas anteriores figura la de si nos han acercado a Shakespeare, si la renovación ha sido también una iluminación. La primera respuesta, al calor del entretenimiento, es que se entra en un diálogo muy animado con las fuentes, que es de esperar que seguirán fomentando las nuevas adaptaciones. Cuando se escriben estas líneas, acaba de publicarse la versión de Otello de Tracy Chevalier, que entronca con la tradición a menudo impetuosa de Shakespeare en un contexto adolescente; el año que viene se anuncia el Macbeth de Jo Nesbo, un escritor de novela negra que sin duda le sacará su jugo a una obra que ya tiene una estructura policíaca; y a finales de este llegará la versión que más ilusión me hace: el King Lear de Edward St Aubyn, uno de los mejores prosistas contemporáneos en lengua inglesa, así como un novelista especialmente atento, en su propia obra, a temas tan learianos como los excesos de algunos padres y los traumas heredados por sus hijos. Aún con esos mimbres por delante, cabe decir que la recompensa estética de las novelas no siempre cumple con las expectativas que genera la alianza de los novelistas con Shakespeare.

Algo se pierde por el camino. El rumor posmoderno de versiones y reversiones, las voces superpuestas de la alusión y subversión, a menudo impiden oír el sonido más interesante de todos: la voz de Shakespeare. Tampoco sirve de consuelo el argumento automático de que Shakespeare fue el primer adaptador y, por ende, una especie de posmoderno por adelantado. La interferencia tonal indica una ausencia. Si algo falta en estas novelas, con la excepción parcial de Hag-Seed, son los grandes personajes shakespeareanos, esas conciencias oceánicas, a menudo históricamente determinadas, que por su distancia son capaces de expandir la nuestra. Es una falta insubsanable por otras vías. En particular, nos advierte de lo baladí que puede ser conservar los argumentos de una obra a costa de recalibrar los personajes. Al fin y al cabo, ¿qué es un argumento sino un mecanismo para canalizar los cambios de un carácter determinado? ¿Y cómo puede sobrevivir el mecanismo al cambiarse el carácter del personaje? Incluso en manos tan diestras como las de Tyler, la adaptación deja fuera el conflicto propio de un personaje original que es incompatible con nuestra moral. La historia de la Kate de Tyler, estructuralmente similar a la Katherine de Shakespeare, no es la misma historia, porque no expresa sus dilemas. Otro tanto puede decirse de los personajes 2.0 de McEwan. Las chulerías de Claude, por ejemplo, no nos dicen nada sobre la contrición de Claudius, expuesta en uno de los monólogos más bellos de Hamlet, que conmueve incluso a quien quiere matarlo.

Sin duda, las novelas anteriores merecen leerse en la medida en que amplían nuestra experiencia de las posibilidades literarias. Pero conviene reconocer que hay formas más ricas de abordar el pasado que atenerse a la propuesta de un marketing manido («¡Historias sin tiempo vueltas a contar!»). George Steiner llevaba razón al insistir en que el mejor comentario de una obra es una obra posterior, pero no se refería a las reescrituras voluntariosas. Se refería a la resonancia que se produce cuando una creación nueva se hace eco en el presente de un pasado que nunca termina de pasar. Esa resonancia, intuimos, surge de una mezcla de necesidad y fabulación que poco depende de la voluntad del autor, por no hablar de las líneas editoriales. Y aunque la intuición peca de romántica, muchos ejemplos la avalan. Nadie pidió a Samuel Beckett que se inspirara en La tempestad para escribir Final de partida (1957), aunque la segunda es impensable sin la primera; Jane Smiley se hizo eco de El rey Lear en Heredarás la tierra (1991), movida por obsesiones propias; y Tom Stoppard dio la vuelta a Hamlet como un guante en Rosencrantz y Guildenstern han muerto, porque eso fue lo que se le ocurrió en 1964 durante un taller de investigación teatral. Shakespeare, en definitiva, está siempre abierto al diálogo con el talento, pero nadie corre tantos riesgos como quien pretende hablar en su nombre.

Martín Schifino es crítico literario y traductor. Entre sus últimas traducciones figuran las de James Joyce, Retrato del artista adolescente (Madrid, La Oficina de Arte y Ediciones, 2017), Joseph Mitchell, La fabulosa taberna de McSorley (Barcelona, Jus, 2017) y Victor Segalen, Ensayo sobre el exotismo. Una estética de lo diverso (Madrid, La línea del horizonte, 2017).

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