Réquiem por Haití
Hay un orgullo visible por ser haitiano que no tiene nada que ver con la caótica situación que, en la cúspide del poder, Haití nos tiene acostumbrados a lo largo de su historia independiente.
Credit: @UNPeacekeeping
Hace décadas los haitianos se acostumbraron a vivir en un Estado fallido. El último Presidente fue asesinado en su propia residencia en julio de 2021 a manos de mercenarios, por un mandante y motivos oscuros, en los que su propia esposa estaría implicada. Le sucedió un Primer Ministro, Ariel Henry, que hoy no puede regresar a su país y se encuentra retenido en Puerto Rico después de su viaje a Kenia y de sus dramáticos llamados en la ONU, G-20 y Caricom para el rescate internacional de Haití. El mismo Henry debía haber convocado elecciones en septiembre de 2021, las que retrasó en dos ocasiones ese año, hasta ahora. Se “atornilló” en el poder.
Pero esto no es todo. El Legislativo dejó de funcionar en enero del 2020 cuando todos los diputados y dos tercios de los senadores abandonaron sus cargos y no fueron reemplazados. Los senadores que quedaban completaron su mandato simbólico hace un año. Además, ya en las elecciones del 2015 la composición del poder político estaba atomizada. Los 119 escaños en la Cámara se repartían entre 22 partidos. Dos de ellos eran fuertes, cierto, pero también caciquistas, inflexibles y con un pasado terrible de corrupciones.
El Poder Judicial no existe más que en el papel. Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos apuntaba en 2007 que: “…las condiciones de trabajo de los magistrados de todo nivel son insatisfactorias, existiendo escasez de espacio y de recursos básicos, tales como computadoras, papel y lapiceras; (…) (existe una) inadecuada capacitación de los jueces; (….) los juzgados y los propios jueces -especialmente los que manejan casos delicados o polémicos- carecen de adecuada seguridad; (….) (se observa una) interferencia del Poder Ejecutivo en la asignación de casos específicos a los tribunales; (…) muchas leyes haitianas son anticuadas, algunas que datan del siglo XIX nunca fueron enmendadas; (….) la mayoría de los haitianos no tiene acceso efectivo a asistencia letrada;…la policía suele no cumplir órdenes y otras decisiones judiciales….”. Para qué seguir si el panorama hoy día es aún más deprimente.
En este contexto, la única institución sería la Policía Nacional de Haití (PNH) ya que el Ejército fue abolido en 1994 y recién hace diez años recibió sus primeros 40 reclutas. No tienen todavía peso específico. La PNH, que en teoría tiene unos 15.500 efectivos, se encuentra desbordada e infiltrada. Esta institución debe enfrentar a alrededor de 200 bandas criminales, las que a mediados del 2022 tenían en su poder aproximadamente medio millón de armas irregulares. No es de extrañar, por lo mismo, que la cabeza más visible de estas, Jimmy Cherizier, sea un antiguo miembro de la PNH. ¿Cuántos más habrá como él?
Cherizier (alias “Barbecue”) y otros tienen sumido al país en un caos. Hace poco liberó a 3.600 detenidos de las cárceles, al tiempo que fue capaz de organizar el llamado “G-9 y Familia” grupo compuesto por las 9 bandas más poderosas del país y plantear aspiraciones políticas. Al decir de un comentarista dominicano, acaba de “enviar un mensaje (acerca) de su fuerza; (denunciar) la pobreza de las instituciones de seguridad en Haití, fortalecer su ejército de delincuentes al adquirir miles de (nuevos) combatientes, y declararle la guerra a cualquier misión que vaya allí a querer eliminarlas”.
Ese es, precisamente, el desafío que tiene la comunidad internacional con respecto a Haití. Los países que la componemos no somos inocentes en esta tragedia. Los norteamericanos no pretenden participar en fuerza de estabilización alguna en el país y prefieren internacionalizar la solución. Están escaldados. Los franceses, ni hablar. Más allá de las resoluciones, los países del Caribe al que Haití pertenece, poseen abundante retórica, pero no disponen de capacidades en materia de seguridad. Además, están atrapados por sus propios desafíos frente al crimen transnacional organizado. Los países como Chile, que años atrás participamos en la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah), no queremos repetir la experiencia y está demostrado que, aparte de mantener el orden, no logramos asentar un sistema de seguridad sobre el que pudieran descansar las instituciones Ya no éramos bienvenidos cuando partimos de allí en 2017. Aprendimos -eso sí- que en muchas de estas misiones se sabe cómo entrar, pero no cómo salir.
En los organismos internacionales hemos aprobado cientos de resoluciones respecto a este país, pero la efectividad ha sido cero hasta el momento. Desde el 2019 Naciones Unidas maneja en Haití una Oficina Integrada donde participan 19 agencias del organismo mundial para aconsejar y ofrecer sus buenos oficios con el objeto de “fortalecer la estabilidad política, una buena gobernanza y el estado de derecho”, entre otros objetivos. A principios de octubre del año pasado el Consejo de Seguridad de la ONU acordó el despliegue de una misión multinacional de apoyo a la seguridad para Haití, por doce meses, liderada por Kenia. Se trata de una misión aprobada a través del capítulo VII de la Carta que permite el uso de la fuerza cuando se agotaron todas las demás medidas para mantener la paz y la seguridad. No obstante, China y Rusia se abstuvieron porque, a su juicio, el instrumento puede servir de pretexto para intervenir.
Hasta hoy la ONU no encuentra fondos para financiar esta operación, que comprende apenas mil efectivos kenianos y el débil apoyo de Bahamas, Jamaica y Antigua y Barbuda, tres países caribeños cuyas fuerzas de seguridad son minúsculas. Además, ahora mismo no hay un gobierno en forma en Haití al cual pueda responder la misión. Como si lo anterior fuera poco, los dirigentes de la sociedad civil haitiana se muestran incapaces de organizarse.
El miércoles pasado el Consejo de Seguridad volvió a reunirse para analizar la situación y darle un sentido de urgencia al despliegue de los africanos. Sin embargo, cada día que pasa el costo de la intervención aumenta porque Haití está hoy atrapada entre dos fuegos: por un lado, el de la PNH y el Ejército que responden teóricamente al Primer Ministro Ariel Henry, que no puede regresar, y por el otro, las bandas armadas que controlarían el 80% del territorio y exigen la dimisión de Henry. A esto se suma una crisis humanitaria sin precedentes con hospitales colapsando, hambre, cerca de 2.000 asesinatos este año y la huida de 200.000 personas de sus hogares.
A los países más involucrados y conocedores de las complejidades de Haití la presencia de Henry en el poder les disgusta, pero lo han reconocido como interlocutor como mal menor. Sería el único capaz de dirigir una etapa de transición para alcanzar acuerdos y organizar elecciones generales a la brevedad. Al otro lado está la brutalidad de Cherizier y sus proclamas revolucionarias, o la posibilidad de un triunvirato encabezado por Guy Philippe, otro ex policía, condenado por narcotráfico en Estados Unidos, responsable de varias asonadas contra pasados gobiernos haitianos y “señor de la guerra” con cientos de víctimas a sus espaldas. Es decir, antes de la intervención internacional de los kenianos, será fundamental despejar este ambiente de guerra civil y dominar a las fuerzas del crimen que, por primera vez en las Américas, pretenden copar un estado.
Para mí lo más sorprendente es que en este Estado fallido ciertas aspiraciones básicas de la sociedad civil sí funcionan. Por ejemplo, cuando los padres más humildes confían y arreglan a sus hijos para acudir a la escuela; o cuando muchos párrocos organizan ejemplarmente su misión pastoral; o cuando el país prepara sus fiestas; o en el cuidado que ponen en el arreglo personal. Hay un orgullo visible por ser haitiano que no tiene nada que ver con la caótica situación que, en la cúspide del poder, Haití nos tiene acostumbrados a lo largo de su historia independiente.