Resaca brasileña
Durante su segunda presidencia Dilma Rousseff tendrá vedado cumplir con las dos promesas tradicionales de las izquierdas: desafiar las pretensiones del mercado y refundar la política sobre procedimientos transparentes. Dilma consumirá parte de su capital en ajustar la economía. Y deberá seguir dando explicaciones por el escándalo de Petrobras, con el que convivirá durante todo su mandato. Lula da Silva y la dirigencia del PT le observan desde ahora con la precaución de quien mira al equilibrista caminar con paso incierto por una cuerda floja. Ya eligieron la bandera en la que se envolverán hasta la próxima elección: el conflicto con los medios. Es una estrategia habitual en el populismo latinoamericano. Ya que no puede modificar la realidad, disputa su interpretación.
El último 9 de septiembre, Dilma acusó a su rival Marina Silva de que, si ganaba la presidencia, entregaría su gestión económica a los banqueros. El jueves pasado, designó a Joaquim Levy, director del área de inversiones de Bradesco, el segundo banco privado de Brasil, como ministro de Hacienda. A Levy, que se doctoró en Chicago, le llaman Manos de tijeras. Él está encantado con ese sobrenombre. Promete recortar subsidios y la inflación para recuperar el crecimiento. Junto a Nelson Barbosa, ministro de Planeamiento que proviene del Banco de Brasil, y a Aleixandre Tombini, que permanece en el Central, le toca administrar la resaca de una fiesta de consumo.
El nuevo ministro de Desarrollo es el empresario Armando Monteiro. Y la de Agricultura, Kátia Abreu, lidera la Confederación Nacional de Agricultura. Es la Thatcher del campo.
Imposible dudar de la ortodoxia de este equipo. El enigma es si Dilma le respaldará. Además de reparos ideológicos, ella puede tener restricciones temperamentales. Padece una propensión al micromanagement, y suele someter a sus colaboradores a arrebatos de ira que ellos denominan, respetuosos, “síndrome de tensión creativa”. Barbosa inauguró la experiencia: ya debió desmentir que, como había prometido, vaya a reducir el salario mínimo.
Petrobras es otro manantial de sinsabores. Nadie conoce la lista completa de los políticos que abrevaron en esa caja negra, de la que salieron 3.500 millones de dólares. El reparto del dinero complica el reparto de poder. Cada designación puede esconder una nueva pesadilla. La semana pasada el directivo de una empresa japonesa confesó que se desviaron fondos hacia la campaña de Rousseff.
Petrobras debe 135.000 millones de dólares. Y la caída del precio del petróleo dificulta la explotación de su gran yacimiento de aguas profundas. El fondo de inversión Aurelius pidió que se le declare en default. La empresa contamina la imagen general de los negocios. Y comienza a escucharse que en Eletrobras, la mayor compañía eléctrica de América Latina, podría desatarse otra tormenta.
Lula da Silva siempre subordinó la economía a las reglas del arte y prefirió satisfacer a su feligresía con experimentos de política exterior. Dilma tiene cerrado ese camino. Su exembajador en Washington y nuevo canciller, el experimentado Mauro Vieira, tendrá en septiembre el mayor desafío del año: coronar la reconciliación con los Estados Unidos con una visita de la presidenta a ese país.
El PT adoptó esta vez otra receta para preservar su identidad. Ricardo Berzoini, el ministro de Comunicaciones, pretende realizar el viejo sueño de regular al periodismo. Tal vez no sea el más indicado para hacerlo. En 2006, Berzoini debió apartarse de la campaña de Lula, atrapado en un escándalo por la compra de un informe para ensuciar a José Serra, el candidato del PSDB. Una pasable defección en la lucha por la calidad informativa.
La pretensión del PT de controlar a la prensa amaneció durante el mensalão, en 2005, y revive con la crisis de Petrobras. Franklin Martins, ex secretario de Comunicación con Lula, proyectó una ley que Dilma nunca envió al Congreso. Hace dos meses, el partido reclamó “democratizar los medios para construir hegemonía en la sociedad”. La designación de Berzoini fue la aceptación de esa exigencia.
El intervencionismo del PT repite argumentos de Chávez, Correa y ambos Kirchner: el Estado debe poner a la corporación mediática al servicio del pueblo para que puedan escucharse todas las voces. Los procedimientos sugeridos en Brasil para alcanzar ese objetivo son similares a los de la Argentina. Se declara que los medios son un servicio público; se propone una ley antimonopólica, aunque existan órganos de defensa de la competencia; y se alimenta con publicidad estatal a organizaciones amigas del partido que no podrían financiarse de otro modo.
La reforma ofrece beneficios a sus promotores aunque termine empantanada en el Congreso o en los tribunales. Cada información inconveniente podrá presentarse como la venganza de un medio afectado en sus intereses económicos. “Construir hegemonía en la sociedad” suele ser un pretexto para alcanzar la hegemonía del Gobierno.
Se ha observado que con su nuevo gabinete Dilma aspiró a blindarse frente a Lula. Pero quizá suceda lo contrario. Lula, que acaba de ser postulado como presidente para 2018, acaso prefiera tomar distancia de una administración que puede volverse impopular, y homenajear a su base más ideologizada desatando un conflicto con los medios. Es el destino del populismo latinoamericano. Impedido de remodelar la sociedad, sólo le queda preservar su patrimonio autoritario.