Rey constitucional, Rey constituyente: más allá del deber
Las mejores democracias del mundo son las monarquías parlamentarias, como lo acreditan año a año las más reputadas instituciones que monitorean la calidad de las democracias del mundo
La mañana del día 18 de junio del 2014 estaba convocada la reunión ordinaria del patronato del Instituto Elcano, que presidía el entonces Príncipe Felipe. Pocos días antes, el presidente Mariano Rajoy comunicaba a la nación la voluntad del Rey Juan Carlos de abrir el proceso sucesorio, e inmediatamente pensé que se cancelaría la reunión del patronato.
Pero no fue así. Felipe de Borbón acudió y, como siempre, participó y charló con nosotros durante un largo rato. Recuerdo mi sorpresa ante su temple, pues nada hacía sospechar que, al día siguiente, iba a asumir la más alta responsabilidad que se le puede otorgar a ningún ciudadano, y lo hacía con sorprendente naturalidad.
He meditado mucho sobre aquel temple para llegar a la conclusión de que era, no sólo el temple propio de un soldado (que lo es, por formación) sino, sobre todo, el resultado de una preparación vital, no ya de décadas, sino casi centenaria. El oficio de Rey se adquiere desde la cuna misma y se prepara toda una vida que, a su vez, condensa la experiencia y cultura familiar de toda una dinastía. Lo que iba a ocurrir al día siguiente de aquel patronato del 2014, Felipe de Borbón y Grecia llevaba preparándolo emocionalmente toda su vida.
Juan Carlos I, más que Rey constitucional, fue Rey constituyente, al menos con tanto mérito (sin duda más) que los diputados o padres de la Constitución
Pocas horas después el ya Rey asumía la corona ante la soberanía nacional y lo hacía de un modo singular, claramente marcado por esa historia familiar. Por ello, comenzaba destacando que, por vez primera, se accedía a la principal magistratura del Estado «de acuerdo con una Constitución que fue refrendada por los españoles. Para añadir que su fidelidad a la Constitución ha sido permanente, como irrenunciable ha sido -y es- mi compromiso con los valores en los que descansa nuestra convivencia democrática». El nuevo Rey se presentaba ante el país como el envés y la encarnación misma de la Constitución.
Efectivamente, Juan Carlos I fue Rey antes de la Constitución, en noviembre de 1975, a la muerte del general Franco. Mas tarde renunciaría a la totalidad de los poderes heredados del dictador para dar paso a la democracia, caso único en la historia en la que un dictador de lege -pues no ejerció de tal-, se transforma, por voluntad propia, en Monarca constitucional. Por ello, se puede decir que Juan Carlos I, más que Rey constitucional, fue Rey constituyente, al menos con tanto mérito (sin duda más) que los diputados o padres de la Constitución. Un calificativo que iba a remachar la noche del 23 de febrero de 1981, cuando salvó la democracia española por segunda vez, constituyéndola ahora de facto, cuando antes lo había hecho de iure.
Pero no era ya el caso de Felipe VI. La legitimidad de su reinado descansa totalmente en una Constitución aprobada por la inmensa mayoría de los españoles, la misma legitimidad que sustenta al estado de las autonomías, la separación de poderes, la independencia de la Justicia y, por supuesto, las libertades de los españoles o el concierto vasco y navarro. Y quien quiera discutir una de esas piezas debe saber que abre la puerta a la discusión de todas ellas. Y esa diferencia quiso el nuevo Rey destacarla en su primera proclamación: la diferencia entre un Rey constituyente, como había sido su padre, y un Rey ya plenamente constitucional.
La legitimidad del reinado de Felipe VI descansa totalmente en una Constitución aprobada por la inmensa mayoría de los españoles
Que no se trataba de una afirmación protocolaria, sino su carta de presentación, lo prueba el que, si algo ha caracterizado esta «Monarquía renovada para un tiempo nuevo» -que entonces anunciaba Felipe VI- es, no ya el escrupuloso respeto al marco constitucional, sino el compromiso y la entrega total a su defensa, incluso más allá del deber.
Esto se comprobó con ocasión del ‘procés’ catalán del año 2017 cuando Felipe VI pronunció el quinto mensaje institucional extraordinario de un monarca español dirigido a la nación (1981, con motivo del golpe de Estado; 2004, con posterioridad a los atentados de Atocha; el 23 de marzo de aquel mismo año, por el fallecimiento del expresidente Suárez y, finalmente, el del Rey Juan Carlos con motivo de su abdicación). Pues aquel discurso del 3 de octubre de 2017 -en el que dio cumplimiento al juramento solemne de «guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes, y respetar los derechos de los ciudadanos y de las comunidades autónomas (art. 61.1)»-, marcará su reinado, sin duda alguna.
Me consta que en la Zarzuela se pensó mucho si el Rey debía o no intervenir. Y tampoco tengo dudas de que la intervención debió hacerla el presidente Rajoy, no el Rey. Era su deber, mientras que la de Felipe VI estaba más allá del deber. Ignoro qué se debatió en la Zarzuela para que, al final, fuera S.M. quien asumiera esa enorme responsabilidad. Fue un discurso breve (seis minutos) pronunciado en momentos de enorme preocupación y desasosiego en toda la ciudadanía, y con palabras duras, rara vez pronunciadas:
«Desde hace ya tiempo, determinadas autoridades de Cataluña, de una manera reiterada, consciente y deliberada, han venido incumpliendo la Constitución y su Estatuto de Autonomía… Con sus decisiones han vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado. Un Estado al que, precisamente, esas autoridades representan en Cataluña».
Descarnada descripción que precedía la inevitable exigencia de restablecimiento del orden jurídico y social: «Es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía».
La Monarquía, no sólo no es problema, es que es solución. Pues frente a la polarización y división cainita, la Corona -tanto el Rey como la Reina y la Princesa- muestran concordia, estabilidad, serenidad
De no haber sido por ese valiente mensaje, no es nada probable que el presidente Rajoy se hubiera mostrado dispuesto a parar el golpe de Estado con la aplicación de la medida excepcional que supuso el artículo 155.
Así, si Juan Carlos I paró un golpe de Estado militar, clásico y decimonónico, gestado y ejecutado desde fuera de las instituciones y contra ellas, su hijo paró un golpe posmoderno, realizado desde dentro del Estado, gestado y ejecutado en las mismas instituciones cuyos ocupantes habían jurado defender la Constitución que ahora pisoteaban. Por tercera vez, el Rey defendiendo la democracia.
Se dice con frecuencia que monarquía y democracia son incompatibles, una estupidez que es aún defendida incluso por profesores de ciencia política, y que no resiste el más mínimo contraste con la realidad. Lo repetiremos una y otra vez: las mejores democracias del mundo son las monarquías parlamentarias, como lo acreditan año a año las más reputadas instituciones que monitorean la calidad de las democracias del mundo. Y esa es la razón de que de entre los muchos problemas que tiene España, la Monarquía no es, en absoluto, uno de ellos.
Se dice que el CIS hace años que no pregunta por la Monarquía. No es cierto. No lo hace directamente, pero en todos sus barómetros pregunta por los principales problemas de España. Y en todos ellos sale mencionada la Monarquía, pero por menos del 0,5 por ciento de los entrevistados y en posiciones del cuarto o quinto decil ¿Qué sentido tiene preguntar por un no-problema? ¿Quizás para generarlo donde no lo hay? Sin embargo, basta acercarse al último barómetro para ver cuáles son las verdaderas preocupaciones de la ciudadanía hoy: la primera es el «gobierno y partidos políticos concretos», mencionado por el 11 por ciento de los entrevistados; la tercera vuelve a ser el «mal comportamiento de los políticos», mencionado por el 10,4 por ciento; la quinta vuelve a ser «lo que hacen los partidos políticos» (6,4 por ciento). Y podría seguir, pues de los diez primeros, al menos cinco afectan a los políticos (y digo «al menos» porque un sexto, la corrupción, apunta en la misma dirección).
La Monarquía no sólo no es problema, es que es solución. Pues frente a la polarización y división cainita, la Corona -tanto el Rey como la Reina y la Princesa- muestran concordia, estabilidad, serenidad. Y así, a medida que la legitimidad de la política se hunde, la de las instituciones no políticas crece: la Policía, la Guardia Civil, el Ejército, la Ciencia y la Medicina…y la Corona. No deja de haber en ello cierta venganza histórica: quienes antes fueron menospreciados ahora resultan ser los mejores de la clase.