Ricardo Bada: Como Madame Curie, he sido dos veces premio nobel
“Puedo perdonarle a Alfred Nobel que inventase la dinamita, pero sólo un demonio en forma humana pudo haber inventado el Premio Nobel”, dijo en cierta ocasión Bernard Shaw, aunque lo cierto es que en 1925, cuando se lo concedieron, y aunque un poco a regañadientes, lo aceptó. Acaso porque como aseguraba siempre otro nobel, el español Camilo José Cela, en el fondo de sus corazones, y por más que que no lo proclamen coram populo, todos los escritores sueñan con ganar el Nobel. El de Literatura, claro está.
Por mi parte, y como Madame Curie, dos veces en la vida he sido premio nobel, o mejor dicho, tuve que desempeñarme como tal. Ya verán cómo, acá les cuento.
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Un día del verano de 1968 me hallaba en plena siesta, en mi ciudad natal de Huelva, España, cuando se presentó allí un equipo de TV alemana que estaba documentando, a lo largo del mundo cada vez menos ancho y más CNN, algunos lugares que la literatura ha convertido en universales. Entre ellos el pueblo de Moguer, tan cerquita de donde yo nací, y al que Juan Ramón Jiménez inmortalizó en Platero y yo. El equipo de TV necesitaba un intérprete (lingüístico) y consultó al cónsul alemán, Heika Clauss, viejo y gran amigo mío, arqueólogo aficionado, quien a su vez me contactó interrumpiendo aquella gloriosa siesta.
Acepté la oferta y la filmación se hizo de manera muy rápida, muy profesional, en dos días, hasta que llegamos a la escena final. Según el guion, Juan Ramón Jiménez debía aparecer a lomos de su burro, de su Platero (“pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”), encuadrado por la cámara mientras avanzaba hacia uno de esos crepúsculos incandescentes de la Andalucía atlántica.
Fue en vano que le explicase al realizador, el israelí Nathan Jariv, que Juan Ramón jamás se había montado a lomos de Platero ni de ningún otro equino… porque le tenía un pavor sagrado a los cuadrúpedos como medio de locomoción. “La escena hay que tomarla tal cual lo indica el guion, basta”, me dijo, y no sólo eso, sino que yo era la persona más adecuada para montar el pacientísimo burro alquilado de que disponíamos para el documental.
Como se me filmaría de espaldas no importaba que yo fuese lampiño, carente de la barba nazarena de JRJ. “Por lo demás”, remachó Nathan, “eres de Huelva, poeta (aunque sólo sea aficionado), y alto y desgarbado, igual que el gran Juan Ramón”. De manera que me encaramé al Platero de alquiler, y me fui cabalgando en él frente a un lujoso ocaso de oros y de malvas.
Esta fue la primera vez que me desempeñé como premio nobel.
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La segunda tuvo lugar en 1975 y en la Radio Deutsche Welle, la emisora alemana que fue mi ganapán durante 35 años. Estábamos realizando una serie acerca de las sólo seis escritoras que habían obtenido hasta entonces el galardón de la Academia Sueca. Entre ellas la estadunidense Pearl S. Buck. Y en el capítulo dedicado a la autora de Viento del Este, viento del Oeste, el director de la serie me encomendó el papel de Sinclair Lewis, el primer nobel americano de Literatura. Pero no sólo eso: resulta que en el texto se deslizó un fallo no detectado hasta el momento de empezar a grabar, así es que además de darle voz a Lewis tuve que escribir parte de un discurso suyo.
Según el guion, Sinclair Lewis comenzaba su discurso en un banquete de homenaje a Pearl S. Buck al despedirla camino de Estocolmo, y luego ese discurso quedaba en segundo plano bajo el diálogo de dos personajes que diseccionaban a placer la figura de la pobre Mrs. Buck, para luego volver a primer plano —me refiero al discurso de Lewis—, cuando dicho diálogo concluía. “Muy bien”, dijo el director, el uruguayo César Salsamendi: “Pero si Lewis continúa hablando en fondo, ¿cómo es que sólo tenemos en el texto las palabras del comienzo y las del final, es decir, las que se escuchan en primer plano? Aunque sólo sea en segundo plano bajo el diálogo, Lewis debe estar diciendo algo, se debe poder seguir el hilo de su discurso, ¡no puede estar diciendo sencillamente bla bla bla o leyendo los resultados de la última jornada de fútbol!”.
Tenía más razón que un santo, y como no nos daba tiempo de ir a consultar a ningún archivo el texto del discurso original (que a lo mejor hasta era posible que sólo hubiese sido una improvisación), ahí me tienen ustedes escribiéndolo a mí, el número de líneas necesarias para que se mantuviera de un modo realista como telón de fondo acústico de ese maldito diálogo en primer plano.
Me he preguntado muchas veces desde entonces qué habría dicho Sinclair Lewis de haber llegado a leer la traducción de las palabras que le hice escribir. No creo que las llegase a vilipendiar porque él mismo no debía estar muy a gusto pronunciando aquél discurso. Se sabe que su primera reacción al enterarse del Premio Nobel a su colega fue la siguiente: “La Marina norteamericana ha tenido su Pearl Harbor, y la literatura norteamericana su Pearl S. Buck”.
Y estas fueron las dos veces que el azar, ese prestigioso seudónimo del destino cuando actúa de incógnito, ha hecho que me mimetizase nada menos que en un premio nobel.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.