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Ricardo Bada: El origen de las palabras

Ricardo Soca
El origen de las palabras. Diccionario etimológico ilustrado
Bogotá, Rey Naranjo, 2016
536 pp. 24,90 €

Cuando de la redacción de Revista de Libros me preguntaron si querría reseñar El origen de las palabras, de inmediato respondí que sí, aunque pensando que ese título darwiniano era el de un libro muy distinto al que me llegó dos días después. Tras abrir el paquete, hojear y ojear el libro fue para mí un regalo de Navidad anticipado que nunca sabré cómo agradecer.

Enseguida clasifiqué el libro entre esas epopeyas personales que han sido en nuestro idioma la confección y edición de obras como los dos tomos del María Moliner; el Diccionario ideológico de Casares; los cuatro tomos del Ferrater Mora (de Filosofía); los nueve del Corominas; el de Martín Alonso; el Francisco J. Santamaría de mejicanismos [sic]; Diccionario del Argot. El Sohez, de Delfín Carbonell Basset; los asimismo nueve tomos del Teatro crítico universal, o Discursos varios en todo género de materias para desengaño de errores comunes, del padre Feijoo; y, en fin, el de don Sebastián de Covarrubias, que es el primer diccionario que se hizo de nuestro idioma, en fecha tan lejana como 1611, y en cuya página 180 puede leerse: «BADA. Animal ferocissimo, dicho por otro nombre más común rhinoceronte». Eso sin perder de vista el Diccionario de Frases célebres y Citas literarias, de Vicente Vega [Barcelona, Gustavo Gili, 1952], libro que considero el más entretenido y didáctico –sin pretender serlo– publicado en nuestro idioma durante el siglo pasado.

Y no me olvido, no, ni del Teatro Mundial, de Arturo del Hoyo; ni de los dos tomos de Mil Libros, de Luis Nueda (revisados y aumentados por Antonio Espina); ni de los dos tomos del Diccionario secreto de Camilo José Cela; ni de los también dos tomos del Diccionario del español actual, de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, tesoro de documentación bibliográfica sin par en nuestro idioma; ni de los once tomos del Cossío, hazaña asimismo impar. Pero son cinco obras resultado de un fructífero trabajo en equipo, mientras que las otras se deben al empecinamiento de unas individualidades tenaces que se propusieron escalar las cimas del Himalaya del idioma en solitario y sin asistencia ninguna.

A todo esto, ustedes se preguntarán cuál es la materia del libro, cuyo título anterior era La curiosa historia de las palabras, y ese es trámite fácil de resolver. Se trata de un diccionario etimológico ilustrado del idioma español, pero no llevado a cabo de una manera guiada única y exclusivamente por el rigor científico, sino también por el instinto lúdico del autor, el periodista uruguayo Ricardo Soca. ¿Qué historia es la que se esconde detrás de ciertos sustantivos, de ciertos verbos? Como podría decir Unamuno, ¿cuál es la intrahistoria de la lengua que hablamos? Un mundo fascinante nos aguarda en las 519 páginas de este libro, que a su riqueza de contenido añade la claridad de la exposición y un estilo llano, comunicativo, al alcance de cualquier clase de lector.

Va de suyo que la reseña de un libro como este no es una tarea sencilla, o todo lo contrario, se puede uno refugiar en el cómodo asilo del panegírico y para reseña bastaría entonces con lo que llevo dicho más arriba. Añadiendo si acaso, para documentar la lectura, el destaque de ciertas epifanías como esta de la página 27, dentro de la entrada dedicada al Álbum: «En Roma, los funcionarios escribían las decisiones de jueces y pretores sobre un panel blanco y encerado, que se colocaba en una pared enfrente del Capitolio, llamado album, neutro del adjetivo albus (blanco)».

O en la página 303, entrada Macho, al citar del Diccionario latino-español (1495), allí donde se lee: «Dicen los Historiadores Africanos que el macho del águila a veces se junta con la loba». O en la página 307, entrada Mamotreto, que hoy entendemos como «libro o legajo muy abultado, principalmente cuando es irregular o deforme», mientras que «para los antiguos griegos y romanos, la voz griega mammothreptos y la del latín tardío mammothreptus se aplicaban al niño que mamaba durante mucho tiempo. El vocablo griego significaba literalmente “criado por la abuela”».

O, en la página 349, entrada Ñoqui, que es digna de una mención especial por ilustrarle a los no ríoplatenses que ese sustantivo gastronómico italiano designa en Argentina a los funcionarios públicos que sólo van al trabajo para cobrar su sueldo un día al mes, siempre el 29, el día en que tradicionalmente hay que comer ñoquis con una moneda bajo el plato para que traiga plata. O, en la página 410, entrada Prostituta, refutando que la prostitución sea el oficio más antiguo del mundo por el hecho de que a las putas se las pagaba en monedas y «por lo menos el que fabricaba esas monedas tenía una profesión más antigua que la prostitución», si bien este razonamiento descarta el hecho de que los favores meretricios se retribuyeran en especie antes de la invención del dinero. Verbigracia: un coito = dos perdices. Y, a título personal, mi reencuentro en la página 416, entrada Quinqué, con ese artilugio a cuya luz he leído miles de páginas en los tiempos del más sombrío franquismo, cuando los años del hambre, donde hasta la corriente eléctrica estaba racionada.

Va de suyo también que, a un libro que se pretende enciclopedia o diccionario como éste, se le exige una precisión absoluta en las definiciones o descripciones, y en los razonamientos (como ya he puesto de relieve al hablar de la entrada Prostituta). Así por ejemplo, en la página 30, entrada Algarabía, leemos: «Cabe pensar que durante el dominio árabe, a los españoles debió haberles parecido una verdadera algarabía la lengua incomprensible de los invasores moros, por lo que el nombre de ese idioma [al’arabíyya] pasó a ser usado para referirse a cualquier vocerío confuso». En estas tres líneas se plantean docenas de incógnitas que podemos resumir preguntando: ¿de qué españoles nos habla, y de qué invasores moros, al cabo de nada menos que ocho siglos de convivencia en el mismo espacio?

En la misma página, en la entrada Álgebra, se dice que «Esta ciencia surgió en Egipto y Babilonia, civilizaciones cuyos matemáticos llegaron a resolver ecuaciones de primero y segundo grado, prácticamente mediante los mismos métodos empleados hoy». ¿No será al revés, que nosotros empleamos prácticamente los mismos métodos que los matemáticos egipcios y babilonios? En la página 52, entrada dedicada al signo @: «En italiano ‘@’ recibe el nombre de chiocciola (del latín coclea, que significa caracol), en holandés apestaart (cola de mono); el mismo significado que en alemán, Klammeraffe». No, Klammeraffe es tan gráfico como apestaart, pero no significa «cola de mono», sino «mono de cola prensil».

En la página 98, entrada Cameo, un despiste redaccional: «El celebrado novelista Stephen King apareció hizo también una breve aparición anónima en la película Cementerio de animales». En la página 121, entrada Chau, derivado del italiano ciaoque se formó a partir de schiavo [= esclavo], debido a un saludo que en cierta época estuvo en boga en algunos lugares de Italia, equivalente a «soy su esclavo» o, como diríamos en un castellano que ya suena un tanto arcaico, «beso su mano» o «soy su seguro servidor». Añade el texto que hacia el siglo x llegaron a Europa Occidental multitud de esclavos capturados en los Balcanes, entre las tribus eslavas, y los idiomas europeos fueron asignando un significado diferente a «eslavo» y «esclavo», según demuestran los ejemplos del inglés (slavslave), del francés (eslaveesclave) y del alemán (SlaweSklawe), sólo que el esclavo alemán se escribe «Sklave».

En la página 148, entrada Copacabana, nos enteramos de que «en el santuario [boliviano, a orillas del lago Titicaca] se venera una imagen de la virgen de Copacabana que, a comienzos del siglo xix, fue enviada a Río de Janeiro, cuyo alcalde mandó construir una capilla en el barrio de Sacopenapán, que desde entonces se llama Copacabana». ¿No hubiera sido más claro, desde el punto de vista cronológico, decir que lo que se venera hoy en el santuario boliviano es la imagen original de la que en el siglo xvii (no xix) fue enviada una réplica los cariocas?

En la página 162, entrada Democracia: «El primer registro de uso de democracia en español está datado en 1640; la palabra ya estaba incluida en el Diccionario de la Real Academia de 1732 (su primera edición, conocida como Diccionario de autoridades)». Otro caso de redacción desdichada: ¿qué quiere decir ese «ya estaba incluida en […] 1732» después de nombrar el año 1640?

En la página 163, entrada Dengue, se nos informa de que «algunos etimólogos afirman que la palabra española proviene de una voz de la lengua africana swahili: dinga». Pero no se nos dice cómo es que una voz suajili se abrió paso hasta la lengua española. ¿Quizás en patera?

En la página 167, entrada Diacrítico, cito literalmente: «El artículo el –por ejemplo, el árbol o el libro– se diferencia por medio de una tilde diacrítica del pronombre personal él –él diceél haceél escribe–». Hablando en plata: ¿no será más bien que es el pronombre personal él el que se distingue del artículo el gracias a la tilde diacrítica? En la página 188, entrada Encomio, se dice que «citamos aquí un párrafo de Juan Ruiz de Alarcón en su Elogio descriptivo a las fiestas que Felipe IV hizo en Madrid», y la cita evidencia de manera gráfica que no se trata de un párrafo (prosa), sino de una estrofa (poema). Todo lo contrario de lo que sucede en algunas otras entradas, por ejemplo en la página 288, entrada dedicada al Jopo, que termina diciendo: «José Zorrilla usó el término jopo en El encapuchado (1855): “En cogiendo él el hisopo, veras, aunque sea un diablazo, cómo al primer hisopazo se va sacudiendo el jopo”»; donde no sólo falta el acento en «verás», sino que además se nos vende en una línea de prosa lo que son cuatro versos de la estrofa de un romance. Y ejemplos como este ya digo que hay varios más en el libro, pero baste con el botón de muestra.

En la página 272, entrada Hurí: «Según la creencia del islamismo, que es una religión de paz, han sido creadas por Dios para acompañar a los bienaventurados en el paraíso». Sin comentarios, para no meternos en el terreno minado de la incorrección sociopolítica, ni entrar en nomenclaturas, ya que Alá, el dios del Corán, no es el Dios de los cristianos. En la letra I echo de menos la sabrosa historia de cómo la palabra neerlandesa sluis, que significa esclusa, se convirtió en Madrid en la casticísima Inclusa, y esta dio lugar al sustantivo «inclusero» como sinónimo de pupilo de un orfelinato. En el siglo xvi, los tercios de Flandes se trajeron como botín de la Guerra de los Ochenta Años la imagen de la Virgen de la iglesia de Sluis, que fue entronizada en la casa de expósitos de Madrid bajo la advocación de Nuestra Señora de la Esclusa, hasta que el habla popular convirtió esa esclusa en una inclusa, por mor de la congruencia con el edificio donde residía.

En la página 287, la entrada Jitanjáfora comienza diciendo que esta palabra fue «inventada por el humanista mexicano Alfonso Reyes», para puntualizar en el siguiente párrafo: «El poema del que Reyes tomó el término jitanjáfora, de autoría del cubano Mariano Brull, se titula Leyenda». ¿En qué quedamos? ¿Quién fue el inventor de la palabra?

En la página 355, entrada Olvido, se nos predica que «la palabra olvido es más antigua que la propia historia de la humanidad» (¡nada menos!), para añadir a renglón seguido y sin enmendar la plana: «En efecto, sus orígenes se remontan a las lenguas prehistóricas indoeuropeas», lo cual no nos deja otra alternativa sino pensar que la prehistoria no es parte constitutiva de la historia de la humanidad, o bien que los pueblos prehistóricos indoeuropeos no fueron humanos.

En la página 469, entrada Tango, se nos habla de la «música típica ríoplatense inmortalizada por los uruguayos Carlos Gardel (cantor) y Gerardo Matos Rodríguez (compositor)», lo cual, siendo Ricardo Soca uruguayo es natural que barra pa’ dentro, pero acerca del nacimiento uruguayo de Gardel hay mucha tela cortada todavía. Personalmente, opino que lo que Gardel nunca quiso ser fue argentino, porque serlo le hubiese obligado a tener que hacer la colimba, voz que no recoge Soca, y es una pena, porque esa reducción argentina a «colimba» de «correr, limpiar y barrer», las tres actividades más notorias de los reclutas, habría ameritado una entrada en este diccionario.

Y, last but not least, en la página 514, entrada Whisky: «La forma españolizada güisquique la Real Academia intenta imponer desde 1984, no parece haber sido acogida por los hablantes que, en las dos décadas transcurridas desde la propuesta inicial, han preferido mantener la forma original inglesa». Y bueno, si Soca hubiese dicho que la forma «güisqui […] no parece haber sido acogida por quienes escribimos en este idioma», yo ni siquiera lo habría comentado, pero él dice expresis verbis «hablantes», y es evidente que los hablantes, hablando, decimos «güisqui» de toda la vida, aunque escribamos «whisky», también de toda la vida, si bien sigue habiendo quienes confunden el whisky con el whiskey y les hacen beber a los pobres escoceses un brebaje que repudian.

Llegados a este punto, quiero que quede bien claro: no he leído el libro completo (aunque estoy haciéndolo, por mi placer), pero sí una letra completa –las entradas correspondientes a la A– y cinco o seis entradas de cada una de las restantes letras, lo cual, en una publicación como esta, sobra y basta para hacerse una idea del conjunto. Y así mismo es evidente que en una publicación como esta, que al fin y al cabo es una obra humana, se deslizan imprecisiones y errores de algunos de los cuales doy cuenta cumplida más arriba, y muchos de ellos hubieran sido subsanables a partir de una buena lectura y edición del original. Es decir, que no son entera culpa del autor. Pero el conjunto de la obra, como tal, es admirable. Para decirlo de un modo que no deje lugar a dudas: me gustaría haber sido el autor de este libro, y estaría orgulloso de mi criatura, como por cierto debe de estarlo mi tocayo Soca.

Ricardo Bada es escritor y periodista. Sus últimos libros son Límeri de Bueno Saire (Río de Janeiro, Caki Books, 2011), La bufanda de Cambridge (Bogotá, El Malpensante, 2018), y El canto XXV (Copenhague, Aurora Boreal, 2018).

 

 

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