Ricardo Bada: El verano alemán
Un colega español me llamó por teléfono y me preguntó si podría darle un par de ideas para un artículo acerca del verano en Alemania. De inmediato me vino a la memoria aquella fabulosa frase que inaugura las Crónicas marcianas de Ray Bradbury y que preanuncia la caída del meteorito: “Un minuto antes era invierno en Ohio”. Y pensé que al estío alemán bien valdría la pena resumirlo parafraseando a Bradbury y diciendo: “Un minuto antes era invierno en Alemania; un minuto después, también”. ¿Acaso no dejó ya dicho el gran Heine que en Hamburgo “el verano es un invierno vestido de verde?”. ¡Bingo! De todo esto le platiqué a mi colega, y también de que a pesar de ser los alemanes los campeones mundiales del turismo al extranjero, dentro de la propia Alemania existe un país que es aquel donde de veras quieren gozar vacaciones: un país llamado Balconia, territorio de varios millones de metros cuadrados, cuya superficie se halla repartida entre todos los balcones alemanes. Desde la ventana de este despacho donde escribo puedo ver una docena de balcones poblados de veraneantes. Algunos aprovechan el asueto para dedicarlo a la lectura. Y como esta costumbre es harto conocida por los periodistas del país, nada tiene de extraño que la prensa publique con toda puntualidad sus listas de recomendaciones para la lectura veraniega.
Recuerdo que en el año 2002 uno de los libros recomendados era Los niños preguntan, los premios nobel contestan. Compré el libro, y encontré en él preguntas como las que han solido hacerme mis nietos: ¿por qué el cielo es azul? ¿Por qué no puedo comer sólo papas fritas? ¿Por qué tenemos que ir a la escuela? ¿Por qué me puse enfermo? ¿Por qué son verdes las hojas de los árboles? ¿Por qué 1+1 suman 2? ¿Por qué me acuerdo de unas cosas sí y de otras no? Eran en total 22 preguntas a las que respondían desde Mijail Gorbachov, nobel de la paz 1990, a Kenzaburo Oé, nobel de literatura 1994, pasando por el mexicano Mario J. Molina Henríquez, nobel de química del 95, el único iberoamericano representado en tan ilustre comité consultivo.
Ferozmente anonadante es esta constatación. Me pregunté por qué, otro por qué, los editores del libro no le pidieron a Gabo que escribiese unas cuartillas explicándoles a niños como a sus nietos por qué cuando vamos paseando de frente al sol que se pone, no seguimos caminando con nosotros. A mí me hizo esa pregunta una vez mi nieto Paul Louis (“Abuelo, ¿por qué no seguimos caminando con nosotros?”), y debo confesar que lo inesperadamente metafísico de la misma me dejó mudo. Pero mi propio nieto despejó el misterio al advertir mi perplejidad: se limitó a señalar el suelo donde ya no nos precedían nuestras sombras.