Ricardo Bada – En París: de lo pintado a lo vivo
Una película y un escritor de culto y sus inmortales lugares y personajes: las huellas de la realidad de lo escrito o filmado, al libro y la pantalla.
El personaje cinematográfico Amélie Poulan y el escritor Georges Simenon. | Imagen: Árbol Invertido
Uno de mis acercamientos de lo pintado a lo vivo tiene que ver con una película de culto; el otro con un autor asimismo de culto y el inmortal personaje que creó. De siempre me ha gustado seguir las huellas de la realidad transferida de lo escrito o filmado, al libro y la pantalla. Lo que les ofrezco a continuación son dos ejemplos de mis pesquisas.
En busca del fabuloso mundo de Amélie
¿Supongo bien si supongo que todos mis lectores han visto la película El fabuloso mundo de Amélie, que estuvo a punto de alzarse con el Oscar al mejor filme extranjero del año 2001?
Pero si fuese así que algunos de ustedes no la conocieran, pues no importa. Porque de lo que quiero hablarles no es de la película sino de un epifenómeno relacionado con ella.
(Lo de epifenómeno, por favor, no debe despistarles. No soy un filósofo, para quienes los epifenómenos son fenómenos secundarios o adicionales. Tampoco soy un médico, quienes entienden como epifenómenos ciertos síntomas secundarios o accesorios. Sencillamente soy alguien que a veces se prenda de algunas palabras. En este caso, epifenómeno es una de ellas).
Y ocurre que el fenómeno secundario o adicional derivado de la película El fabuloso mundo de Amélie es que todos los que, después de verla, viajamos a París, no pudimos ni quisimos resistir la tentación de visitar los lugares donde transcurre su acción.
Tomamos el metro hasta la estación Blanche, entre Pigalle y Clichy, y salimos justo frente a la entrada a la rue Lepic, que es de las que se empinan hasta la colina de Montmartre. Una vez caminando por la calle Lepic descubrimos a la izquierda la Brassería de los dos Molinos, donde Amélie se desempeña como camarera.
Un poco más arriba, en la acera opuesta, la carnicería donde se expende carne equina, con su muestra que es la cabeza de un caballo a la cual le falta la oreja derecha. Y algo más arriba, luego de torcer a la derecha y seguir subiendo a la izquierda por una callecita de cuyo nombre no logro acordarme, la suntuosa tienda de hortalizas, legumbres y frutas que ocupa toda una esquina y es uno de los lugares clave de la película.
A escasos metros está la place de Tertre, donde los turistas se arremolinan alrededor de los pintores callejeros, y algunos hasta se dejan caricaturizar por ellos e incluso les pagan de buena gana por la caricatura, una subespecie de masoquismo a la que nunca fui proclive…
Varias veces he estado en París desde que vi El fabuloso mundo de Amélie. Dos dellas (como decimos los clásicos) he peregrinado a ese mundo. Y así va uno juntando escenarios del imaginario universal.
Un museo íntimo
Es un museo íntimo, muy personal, en el que figuran el apartamento secreto junto a la Westerkerk, en Amsterdam, donde se escondiera la familia de Anna Frank y ella escribió su diario. Y la fábrica de tabacos de Sevilla, que vio los afanes laborales de Carmen y las horas perdidas estudiando Leyes por quien les habla, pues desde los años 50 la fábrica se convirtió en Universidad Hispalense.
En ese museo íntimo y muy personal se cuenta también uno de los barrios más peligrosos de São Paulo, donde se desarrolla la excepcional novela Cero, del brasileño Ignacio de Loyola Brandão. Menos mal que iba en su compañía, que es algo así como recorrer el infierno de la mano amiga y protectora de Virgilio.
Y en ese museo íntimo y muy personal —pongo un quinto ejemplo— figura también mi recorrido por las calles de Dublín el 16 de junio de 1979, cuando se cumplían 75 años del día en que transcurre la acción del Ulises, de Joyce, en una época en que la municipalidad de la capital irlandesa aún no lo había descubierto y prostituido como tour turístico.
En fin, y para terminar, atesoro también la visita de otros lugares absolutamente inolvidables pero cuya relación haría estallar las costuras de esta crónica.
Sin embargo, no quiero terminarla sin decirles cuánta vida necesitaría todavía para visitar algunos escenarios que me faltan: el zaquizamí de Raskolkinov en Crimen y castigo; la isla de Juan Fernández, donde se fraguó la epopeya de Robinson Crusoe; las calles de Nueva Orleans montado en un tranvía llamado Deseo; el sanatorio de Davos donde Hans Castorp le propina a Clawdia Chauchat, en La montaña mágica de Thomas Mann, la declaración de amor más bella de la historia de la literatura; y para equilibrar la balanza con otro quinto ejemplo, les confieso que algún año quisiera pasar el Día de los Difuntos nada menos que en Comala, y a lo mejor hasta matizando un mezcalito con Pedro Páramo.
De todos modos, me consuelo pensando que al menos ya he recorrido, a cambio, muchas veces, la extensión más inhóspita y la más hospitalaria: La Mancha de mi señor Don Quijote.
La ventana iluminada
Muchos han sido los pecados de la Academia Sueca a la hora de conceder el Premio Nobel de Literatura. Pueden datarse desde 1901 haciendo la lista de los países de donde provenían los cuatro primeros galardonados y la lista paralela de unos autores de esos mismos países a los que ninguneó la Academia.
Dichos cuatro países fueron Francia, Alemania, Noruega y España. Los autores pasados por alto serían nada menos que Emile Zola, Rilke, Ibsen y Pérez Galdós. Hay que añadir a ello que el quinto año, 1905, el Nobel se concedió al polaco Sienkiewicz cuando aún vivía un ruso llamado León Nikolaiewich Tolstói.
No puede decirse entonces que la historia del premio se haya iniciado con un buen pie. Ya entonces habría sido tiempo de que el universo mundo la increpase con el título más famoso de su recién galardonado: Quo vadis?
En descargo de la Academia debe argüirse, eso sí, que por ejemplo a Pérez Galdós lo intentó premiar dos veces, en 1904 y en 1919. En ambas veces tropezó con la doble y cerril oposición de los Borbones (es decir, de la casa reinante en España) y de la Iglesia Católica, que por aquel entonces reinaba en España más que los Borbones.
También en honor de la Academia debe recordarse que la candidatura de Tolstói fracasó porque los rusos no la presentaron dentro del plazo estipulado por los estatutos. Y asimismo debemos exonerar a la Academia del pecado de no haber premiado nunca a gente como Proust y Kafka, por la sencilla razón de que nunca fueron postulados al mismo. Y hasta me atrevo a asegurar que si Borges no hubiera hecho declaraciones impresentables en favor de los felones Pinochet y Videla, no se habría ido al otro mundo sin la gloria del Nobel. Pero esa es otra historia.
Porque de todos modos la lista de los no premiados incluye nombres tan indiscutibles como los de Joyce, Baroja, Onetti, Mary McCarthy, Bulgakow, el neerlandés Simon Vestdijk, y hasta un sueco: Strindberg. No más siete nombres que señalo para no alargar esta lista ad náuseam.
Con todo, creo que el ninguneo más clamoroso que la Academia Sueca ha cometido en su historia es no concediendo el Nobel a uno de los más grandes escritores del siglo XX, bien que su valor intrínseco tan solo haya sido reconocido a tiempo por sus iguales (Álvaro Mutis era uno de los adoradores más fervorosos de Simenon entre nosotros).
Pero, ¿es que acaso no deberíamos suponer que los académicos suecos eran y son también escritores de primera división, es decir: que deberían contarse en el número de sus iguales?
Estoy hablándoles del belga Georges Simenon, del padre del comisario Maigret. Los académicos suecos hubieran podido preguntarle a uno de los más excelsos poetas del mismo siglo, a Paul Celan, quien no tuvo empacho en traducir dos novelas de la saga Maigret al alemán… y a quien, dicho sea de paso, también ignoraron en Estocolmo.
¿Por qué Simenon no fue Premio Nobel?
La respuesta es tan banal como atosigante: porque era un autor de masas, popular, superventas… En fin, para decirlo en el castizo castellano del Mio Cid: un best seller.
¡Qué craso error, qué tremendo desafuero no haberle concedido el Nobel! Porque ¡qué inmenso es Simenon! Cada vez que lo leemos redescubrimos el placer de la lectura autogratificante por sí misma. ¡Y qué inagotable y golosa cantidad de libroína, de una de las drogas más duras y puras, aguarda en sus libros! Te vuelves «Simenon-adicto» sin remedio.
Enfrentado a una frase como esta: «Se alejó solo, a pie. Tenía tiempo: ni siquiera sabía donde iba«, sabes que estás en medio de un libro de Simenon. Y si acaso tuvieses alguna duda es porque se te ocurre que a no ser de Simenon sería de Knut Hamsun o de Albert Camus, dos de los muy pocos Premios Nobel que sigue valiendo la pena leer. Y es justo eso, el poder identificarse por una sola frase como autor, con una levísima variación en el espectro, lo que permite reconocer al genio.
«…un escritor luminoso y sencillo como pocos: Georges Simenon»
Cuando estoy en París y me encuentro por la noche cerca del boulevard Saint Michel, siempre encamino mis pasos hacia el río y miro al otro lado hacia la île de la Cité, donde se alza la mole del edificio de la policía judicial, en el 26 del Quai des Orfèvres, a la izquierda de Notre Dame. Tras una de las ventanas del tercer piso, escalera A, la luz permanece encendida toda la noche.
La leyenda y la policía parisina nos dicen al unísono que es la ventana del despacho de Maigret. Creo que no existe en la ecúmene toda ningún monumento más sencillo ni más luminoso. En homenaje y a la memoria de un escritor luminoso y sencillo como pocos: Georges Simenon.
RICARDO BADA: (Huelva, España, 1939). Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963.
Como usted, señor Bada, tendré que consolarme pensando en las muchas veces que recorrí La Mancha de «cabo a rabo», y por los caminos vecinales. Sólo que yo es el único camino literario que he hecho.