Ricardo Bada – Eunice Odio: una historia de amor
Descubrí que “Odio” es uno de los cientos de apellidos que figuran en la lista que dio a conocer el ministerio español de Asuntos Exteriores para orientación de quienes puedan demostrar ancestros sefarditas y soliciten en consecuencia la nacionalidad española. La curiosidad me llevó a mirar arriba de la lista, y sí, también figura allí el apellido “Amor”. Todo un referente en la obra de una mujer que se apellidaba Odio.
La primera vez que leí su nombre fue en octubre de 1984, en San José de Costa Rica, donde pasé un mes en un desempeño profesional. Una colega de la Radio Universidad me preguntó qué era lo que conocía de la literatura costarricense y con harta vergüenza tuve que confesarle que nada más que Mamita Yunai, la novela de Carlos Luis Fallas. Horas más tarde me trajo al hotel un alto de libros cuyos autores me eran totalmente desconocidos: Ana Istarú (que desde entonces se convirtió en una de mis más grandes amistades), Marjorie Ross (quien andando el tiempo también llegó a ser una gran amiga y la persona que me facilitó casi toda la bibliografía que manejé para escribir este texto), amén de Jorge Debravo, Joaquín Gutiérrez, Yolanda Oreamuno, Eunice Odio… y aún recuerdo que al leer este nombre pensé que tenía que tratarse de un seudónimo. Pero no lo era, y su poesía me subyugó desde la primera lectura.
Ilustración: David Peón
Una de las miradas más lúcidas a esa poesía es la del finísimo crítico canario Jorge Rodríguez Padrón en El barco de la luna: Clave femenina de la poesía hispanoamericana (Fundación para la Cultura Urbana, Caracas 2005). Una mirada que parte de la contemplación de una foto de Eunice:
Un mentón firme, apretado y retador; una mirada agresiva, unos labios prontos a callar, atenazados por rabia o impotencia. Opulencia de su presencia, ocupando toda la superficie de la fotografía. La fíbula en el pecho, una ostentación o premonición. Es contra, frente a la existencia que aguarda, donde esta mujer se sitúa. Apenas dejada aquella soledad, el gesto se dulcifica, no tan duros los ojos, por más que no haya ternura; tal vez una revelación cegadora la obligue a entornarlos levemente: ¿concentrado retraimiento? Es fuera donde mira, enajenada. Descubrimos el exilio en la progresiva discreción del despojamiento; y ya es otra. Y pide ser atendida; hay humildad o humillación imposible de disimular. La misma sonrisa, ahora abierta, solícita, hacia alguien que escapa: desconsuelo. Es a favor, cuando ya el rostro se hunde y la impotencia se oye corroyendo el cuerpo bajo la seda. El cigarrillo, aliado; los adornos, derroche inútil, capturada de nuevo por aquella soledad irreversible. Podemos oír sus primeras palabras (las últimas); habla porque sabe, y el rictus del rostro resulta elocuente: “Morir es simple; vivir, en cambio, es la complicación de la simplicidad que es creer hasta el fin”.
Su libro El tránsito de fuego puede equipararse al a mi juicio sobrevalorado Alturas de Macchu Pichu, canto a la esclavitud de los indígenas que construyeron semejante atracción turística, y también a “Piedra de sol”, cuyo creador no parece haber entendido la palabra de Eunice, según se desprende de este comentario:
[Octavio] Paz me dijo en el colmo de la solemnidad y de la seriedad: “Tú, querida, eres de la línea de poetas que inventan una mitología propia, como Blake, como Saint–John Perse, como Ezra Pound, y que están fregados porque nadie los entiende hasta que tienen años o aun siglos de muertos”. ¡Qué consolador! Y ahora se va a dar un quemón. Como profeta es una pantufla, quizás porque no es cierto que yo haya “inventado una mitología”. Todos esos personajes son arquetipos de la vida, seres vivientes, no dioses semejantes a los hombres, sino elegidos parecidos a los dioses.
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Repaso los hechos más significativos de su biografía cuando se cumple el centenario de su nacimiento, el 18 de octubre de 1919, en San José de Costa Rica, cuatro días antes de que Doris Lessing naciera en Persia.
A los ocho meses la bebé Eunice sufrió graves quemaduras, que gracias a los cuidados de su padre no dejaron huella alguna que mermara su belleza, su gran hermosura, imposible de no ver, a no ser ciego. Desde muy niña se escapaba de casa a pasear sola por San José: “A los siete años —tres después de mi primera fuga—, mamá se cansó de zurrarme y de interrogarme al regreso. Cuando volvía a casa, se limitaba a darme de comer y a mirarme, mirarme largamente talvez [sic] tratando de penetrar en mí, que me había convertido en enigma. ¡Había ganado la guerra!”. Sólo que eso duró nada más hasta que ingresó en la escuela y aprendió a leer, y desde entonces no conoció otra pasión sino la de los libros.
Se casó o la casaron muy joven, y años después resumiría su matrimonio diciendo: “Viví dos años y medio con un marido con quien me casé o me casaron a los diez y seis años”. Su síndrome de nómade la llevó a viajar a Nicaragua, El Salvador, Honduras, Guatemala, Cuba y Estados Unidos. De regreso a Costa Rica, a principios de los años cuarenta, sus poemas son leídos en la radio con el seudónimo de Catalina Mariel.
Pero huyó pronto de Costa Rica. El poeta tico Alfonso Chase dice que ella mostró siempre “su desprecio, olímpico y perfecto, por todo lo que se relacionara con el mundillo intelectual de Costa Rica y de todas las otras aldeas del mundo”, lo que resulta raro en una poeta cuyo primer libro se publicó en la “aldea” Guatemala, cuya obra maestra (El tránsito de fuego) lo fue en la “aldea” El Salvador, y cuya primera antología —que sería póstuma, pero había sido hecha por ella misma— apareció en la “aldea” Costa Rica.
En 1947, viaja a la Guatemala filosocialista del presidente Juan José Arévalo para recoger un premio de poesía y dar charlas y conferencias, y se queda a vivir en ese país, donde en 1948 adquiere la nacionalidad guatemalteca. Luego, por problemas personales, se ve obligada a salir de Guatemala y decide ir a vivir a México, donde residiría hasta su muerte, con excepción de dos años y medio que pasó en Estados Unidos. A partir de 1955 trabaja en México en periodismo cultural y como crítica de arte; además, realiza traducciones del inglés y escribe y publica ensayos, críticas y narraciones en periódicos especializados de arte y literatura.
En 1956, muere en casa de Eunice, y en sus brazos, otra costarricense de muchos quilates, la escritora Yolanda Oreamuno, de una vida personal tan rica en aventura como la de Eunice, y que inspiró a Sergio Ramírez para componer la protagonista de una novela suya, La fugitiva. Un año más tarde envió por correo El tránsito de fuego, para participar en el Certamen de Cultura de El Salvador. La historia no puede ser más rocambolesca y está muy bien reseñada en la entrada biográfica que le dedica Wikipedia: como los encargados del concurso no retiraron el libro de Eunice a tiempo, no fue considerado en la premiación. No obstante era tan grande su mérito indiscutible, que se le concedió —fuera de concurso— el equivalente a la mitad del segundo premio y, lo que fue más importante, su publicación.
Desde agosto de 1959 a marzo de 1962 vive en Estados Unidos, relacionándose con la generación beat y sus principales corifeos: Kerouac, Burroughs, Ginsberg. Es entonces cuando descubre la obra originalísima de Elinor Hoyt Wylie, otra tránsfuga de su mismo calibre. En 1962 (otras fuentes dicen que en 1972) adquirió la ciudadanía mexicana, la última de las tres que tuvo a lo largo de su vida. Al año siguiente publica una serie de artículos donde se manifiesta en contra del comunismo y de Fidel Castro, a quien llama “el traidor”: “Una preocupación que es, hoy por hoy, la mía fundamental y la de todos cuantos nacimos en América, es una preocupación que proviene de saber, a ciencia cierta, que un poder bárbaro, inicuo, intenta apoderarse de nuestra tierra, después de poner su garra en Cuba”. Palabras que le acarrean el repudio de la izquierda mexicana, grave obstáculo en su carrera periodística.
En 1964, comenzó a colaborar en la revista venezolana Zona Franca, y entabla una relación intensa de amistad y correspondencia con su director, Juan Liscano. Se casa en 1966 con el pintor Rodolfo Zanabria, quien se va con una beca a París, hasta donde Eunice le apoya moralmente y también con envíos regulares de dinero, un dinero ganado duramente con sus traducciones. Se trata de una relación en la que ella entregó lo mejor de su alma y no fue correspondida como se merecía. Lo veremos más adelante.
El poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, que tituló uno de sus poemas con el nombre de Eunice para tratar de explicarse qué era la belleza, la llamaba “la mujer que siempre está en su casa”, y sí que estuvo en ella hasta el amargo final. El 23 de marzo de 1974 descubren su cadáver putrefacto, muerta ocho o diez días antes. Efraín Huerta lo cuenta así: “La [emisora de radio] XEW dio la noticia: en su departamento de la calle Neva 16 había sido encontrado el cadáver de Eunice Odio, calculándose que el hallazgo se hizo a los diez días de su fallecimiento”. Según Elena Poniatowska, que la conoció y la admiraba, la encontraron muerta en la tina de su cuarto de baño. Jamás se esclareció si murió a causa de un percance, o se suicidó, o fue asesinada, como barruntó Elena Garro. Un par de años antes, al escribirle a Zanabria que no había logrado vender ninguno de sus cuadros que colgaban en las paredes de esa casa de la calle Neva, le dijo Eunice: “En medio de toda mi tristeza, tengo una alegría que me hace llorar: no haber vendido tus cuadros, que valdrá la pena estar viendo a la hora de morir; que ayudarán a bien morir a esta pobre criatura”. Fue premonitoria.
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Dije antes que en 1984 descubrí su poesía y me subyugó. Ahora, pasados 35 años, preparando mi texto en su homenaje, descubrí su prosa: sus ensayos, sus reseñas, sus cuentos. Pero lo que más huella ha dejado en mí son dos volúmenes de su correspondencia; la que mantuvo con Juan Liscano, y la que se conserva (38 de 61 cartas) con su esposo, Rodolfo Zanabria. En esta, la primera carta lleva la fecha del 18 de septiembre de 1964 y una de las cosas que llama la atención es que pasa del “Ud.” al “tú” incluso dentro de una misma frase; añádase a ello que nunca emplea el “vos” costarricense.
Entresaco de ambos epistolarios algunos de los fragmentos que subrayé durante su lectura, comenzando por una frase lapidaria: “El poeta alucinado, ese soy yo”, donde no sólo no usa el sustantivo entonces habitual, “poetisa”, sino que ni siquiera dice “la poeta”, sino “el poeta”. (Yéndole a contrapelo, Alfonso Reyes la llamó “la gran poeta de las Américas”).
Hablándole a RZ de su estadía en USA y sus relaciones con los beat, manifiesta su repudio hacia todo tipo de alucinógenos, que ellos le querían hacer probar. Les replica que “nada era más maravilloso y sobrenatural que la gran poesía, que era la que yo andaba buscando; pero que a Ella sólo se la hallaba en estado de plena y lúcida conciencia [sic]”, “Terminaron tratándome de ‘moralista’ y otras cosas igualmente ‘ofensivas’. […] También les dije que me repugnaban ‘las teorías literarias y los grupos que vivían de acuerdo con las teorías’. Total: como eran, o son, buenas personas, terminamos muy buenos amigos”.
Por otra parte, su visión de la vida hogareña en USA no puede ser más negativa: en una carta a Juan Liscano le dice:
Llegamos a la casa horrible de una pareja norteamericana de no importa qué clase. ¿Qué es ahí el “papá”? Aunque parezca mentira, es “mamá”. En Norteamérica los papeles están invertidos: ella es él; él es ella. Ella es una hembra viril o, como yo les digo a las de esa especie —norteamericanas o de donde sean—: UNA SARGENTA DE CABALLERÍA DE LAS TROPAS DE OCUPACIÓN. Yo ya sé por qué soy feliz, y no estoy en la cárcel, condenada a la silla eléctrica: porque no soy un hombre y, por lo tanto, no me he casado con una gringa y, por lo tanto, no la he estrangulado alegremente.
Muchas son las veces que manifiesta su amor y su admiración por España, ¡hasta por Felipe II, [“el más suave, dulce y extraordinario de los reyes”] sólo porque su pintor predilecto era El Bosco! Y siendo irrevocablemente de izquierda, se embanderó con la causa de los leales a la República Española en la guerra civil iniciada por el inferiocre general gallego. De 1946 es su poema “Nube y cielo mayor”, donde invoca: “Miliciano español, / poblado, hermano nuestro”.
A veces encontramos una ortografía descuidada (“quedará echa un brazo de mar”) que tal vez no hicieron mal los editores al dejarla como marca de autenticidad en la transcripción del texto. Otras veces se recrea en jugar con la lengua: “La mayoría de los poetas operamos con un lenguaje que es una vestidura resplandeciente, o para mejor decir, resplandiciente”. O bien: “En El tránsito de fuego inventé una palabra: Pluránimo. Si un poeta no es la suma de todas las ánimas, va mal”. Y en cierta ocasión, a sus compatriotas que no entendían a las vanguardias los llamó “costarrisibles”, con lo que su nombre se volvió anatema en Costa Rica: nos lo cuenta Rima de Vallbona, especialista en la obra de Eunice. Y otras veces más a la autora se le desmelena el sentido del humor: “Me hicieron ver un especialista otorrinolaringólogo, qué horror, esa palabra es [un] viaje a todas las palabras alemanas (ida y vuelta) y con la lengua descalza”. Al disponerse a llevar al papel un cuento (¿“El rastro de la mariposa”?) se sincera con su amigo venezolano: “¡La prosa, ay, Juan, la prosa! Me domina a mí y no yo a ella!”.
A partir de noviembre 1964 comienza a ser testigo de extraños fenómenos lumínicos y tener asimismo experiencias parasicológicas que la llevan a iniciar estudios acerca de los rosacruces: “¡Te digo, Osito —puede leerse en su epistolario con RZ—, que a mí me pasa cada cosa que, como dicen los españoles, tiembla el misterio”. Así, en su carta núm. 22 al mismo RZ dice:
Empecé a ver que el aire se llenaba de diminutos cuerpos luminosos que brillan como diamantes en la cueva de Blanca Nieves [sic] y los Siete Enanos. Digo la mina donde los enanitos iban a sacar diamantes. // Es como si el aire estuviera lleno de diamantes voladores, de diamantes con alas, de ángeles como diamantes. ¡Qué cosa tan prodigiosa! ¡Qué pasmoso asunto!» O bien “Cuando sale el sol […] siento su alegría solar como jamás: igual que un reloj que en vez de dar horas diera música”. O bien «¡Qué delicia tan grande! Creo que están empezando a abrírseme las puertas de los ojos». O bien «Siempre he creído que la poesía es “una puerta”.
[Se hace inevitable el recuerdo de uno de los más luminosos, pero también más enigmáticos poemas de Gabriela Mistral, “Puertas”, en el libro Lagar].
Una de las grandes devociones de Eunice es San Miguel Arcángel, patrón de Francia [sólo uno de ellos, pues son cinco: San Miguel, San Luis, San Martin, San Denis y San Rémi], y le pide a RZ que vaya a su iglesia en París, que rece por ella, que se persigne, que compre una vela y la encienda en su casa, que le compre una estampa de San Miguel y se la mande a México.
En 1972 le deniegan la beca Guggenheim que solicitó para traducir la obra de esa autora a la que amaba de una manera intensa (lo que resulta un pleonasmo, porque no hay casi nada que Eunice no sintiera de esa forma), la norteamericana Elinor Hoyt Wylie, cuyos libros continúan inéditos en castellano, hasta donde he podido averiguar:
Tú sabes, Juan, que no soy feminista, de modo que entiendes que no es por ser mujer por lo que admiro y quiero tanto a la Elinor. La amo por genial y ya. Eso es todo. En ese punto, no me importa quién es hombre, mujer, bicicleta, perro o niño. Hay una gran diferencia entre el genio y el talento; y es la de que el último tiene límites y el primero no los tiene. Elinor no los tuvo nunca y siempre hizo lo que le dio su real gana.
He dejado para el final la coloratura jurídica de su voz –de tan amplio registro– a partir de una frase de su correspondencia con RZ: “Si guarda mis cartas hágalo en un lugar seguro, donde no estén al alcance de personas inmorales —que abundan”. Por fortuna Zanabria las conservó y las entregó luego a quienes las podrían publicar, pese a ser consciente de que su persona no iba a despertar la simpatía de los lectores que amasen a Eunice. En la última carta que le escribió (o en la última de las que se conservan) ella incluso le echa en cara algo realmente feo:
Tú pediste la beca como hombre casado y tuviste que decir con quién lo estabas [… Y] lo cierto es que, como hombre casado, te dieron una cantidad extra “para mantener a tu esposa”. De modo que ahora no me estarías dando —si me lo dieras— tu dinero porque me quieres. La cosa es distinta: me tienes que dar un dinero que “me pertenece”, aunque no me quieras, como nunca me has querido, cosa que ahora me importa muchísimo más es la milésima parte de un comino. ¿Me entiendes? Porque te lo dan para mí y si tú no me lo das es porque has llegado a la categoría de los que practican el fraude.
Eunice Odio, genio y figura. “Personaja”, la llamaría —admirado— Gonzalo Rojas.
Una selección de poemas de Eunice Odio puede verse abriendo este enlace.
[Nota bene: en el maravilloso poema “Satchmo liróforo”, que le dedica a Louis Armstrong al día siguiente de su muerte, se ha deslizado un error que se encuentra repetido todas las veces que el poema aparece en la red. Se trata del cuarto verso: donde dice “¿Recuerdas la onomatopeya que no salió al paso” debe decir “¿Recuerdas la onomatopeya que nos salió al paso”].
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Carta de Eunice Odio a Carlos Pellecer
Enfrascado en la tarea de leer la prosa de Eunice Odio, todo el tiempo estuve sintiendo una voz que me susurraba al oído: “¿A quién te recuerda, a quién te recuerda?” Y de repente lo supe, la voz y el talante vital de Eunice me recuerdan a la mayor poeta alemana de todos los tiempos: a Else Lasker–Schüler.
Llevó Else Lasker–Schüler una vida bohemia y disparatada; escribió poesía, prosa y teatro alucinados; y encarnó, por encima de lo que las circunstancias se lo permitían, la imagen que se había hecho de ella misma, o que se mentía para sobrevivir. También al desaire público por parte de la persona amada, en este caso Gottfried Benn. A su “Giselheer el pagano”, como lo llamaba, le dedicaría unos versos que no son invitación, sino exhortación, casi exigencia: “De tu sendero el arcén / que lo acompaña yo soy: / cae”. A los que Benn, quién sabe si desdeñoso o atemorizado, le replicará con estos otros: “De mi sendero arcén nadie será. / Deja, pues, mustiar tus flores. / Mi senda fluye, a solas seguirá”. Vivía Else en sus reinos imaginarios desde los que concedía prebendas y condecoraciones, y en ocasiones, como a Richard Dehmel, preeminente lírico del modernismo alemán, “diez elefantes blancos, mis palomas plateadas, mis jardines y rosas azucaradas, pomos de ungüento, mis tres negros sudaneses, y mi anillo, en cuya piedra se refleja el cielo”. Son justamente estas palabras las que me han hecho pensar en la relación de ambos imaginarios, el de la judía alemana y el de la judía tica.
Todo ello me recordó la lectura de un texto en prosa poética de Eunice, que considero una joya de la literatura en castellano, su “Carta a Carlos Pellecer”, que aquí transcribo:
Señor muy precioso, niño sapientísimo:
Hoy, que es La Hora de Junio, voy a regalarle varias cosas que me pertenecen: una gota de Sol; un azul que encontré en la calle; la segunda parte de una golondrina; el manto de un insecto del color del mundo; varios sueños diamantinos y multitudinarios. ¿Le gustan estos objetos celestes? ¿Los acepta? ¿Verdad que sí porque los sintió en los ojos desde antes que en su infancia apareciera la primera Luna redonda de marzo?
Y le doy más: un espejo en que se mira el cielo; una pátina de césped; un desplazamiento de mariposa; una cucharada de golondrinas de Chichén Itzá; un gran río que corre al compás de los marinos y los pescadores; un sonido tintineante de Raimundo Lulio; el corazón mío en el momento en que se alegró, porque lo miraban; una mirada verde que fue al aire y regresó al infinito; el sol del cielo y el del sonido: Le regalo el fondo de una perla dinosauria que es donde vamos a vivir y morir usted y yo, dentro de tres árboles de años. Le doy una florecita de árbol potente y dulce. Le doy la vida que ya no tienen sus abuelos y sus padres. Le regalo la sonrisa de una bisabuela suya que usted no conoció porque era ángela y árbola y se fue a la eternidad en un segundo, junto con sus trenzas de río y su perfil de escamas resplandecientes. Le regalo una espuma que vi un día que ya he perdido, pero que podemos recobrar a la vuelta de cualquier año bisiesto y poderoso. Le doy mi amor, fugitivo de los bosques; le cedo la mitad de una criatura que no puede morir y que anda en la Tierra, dirigida por el aire; le doy un caballo que se soñó; un rocío que se alejó del tiempo y del espacio para ser inmemorial; mi cabeza desatada por el viento; mi alma vestida de cereza y con un gran afán de aventura; le regalo una calle de abril; un santo que se deshizo en el viento; un niño que se construyó, ojo por ojo y diente, cada vez que lo nacieron; un duende que venía cuando iba, porque no le temía al milagro; le regalo un vaso lleno de mariposas que no duermen jamás y que siempre andan en manojos de árboles; una mujer que se perdió de súbito porque el aire la quería y la miraban los cedros masculinos; y también le regalo una mujer hallada en el fuego, a quien nadie pudo entender. Le doy el suelo donde se juntan muchas flores irisadas y desnudas, tal como Dios las trajo al mundo; una mano tendida en medio del mar y usted.
Reciba, Maestro, mis dádivas sin fin. Lo ama profundamente,Eunice Odio
PD.– Se me había olvidado regalarle todo el horizonte y sus consecuencias.
29 de junio de 1971, México.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.