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Ricardo Bada: Multatuli y El Observador de Maguncia

220px-Multatuli_statueSi conversáramos acerca de temas culturales y artísticos y nos preguntasen de repente qué nos sugiere la palabra Noruega, es casi seguro que automáticamente responderíamos “Ibsen”, y si nos preguntaran por Dinamarca, “Andersen”. Pero ¿y si nos dijesen Holanda? Ahí tengo mis dudas, aunque sólo sobre el nombre que se citaría el primero de estos tres: Rembrandt, Vermeer, Van Gogh.

Y sin embargo, a poco que nos detengamos a pensar, sí conocemos la literatura neerlandesa, bien que sea de un modo periférico. ¿Qué persona medianamente culta no ha leído las cartas de Van Gogh, el diario de Ana Frank y El otoño de la Edad Media, de Johan Huizinga? Otro es el caso, naturalmente, de los grandes holandeses que fueron Erasmo de Rotterdam y Spinoza, pues su idioma literario fue el latín.

Por eso, siempre que puedo, me gusta hablar de una de las personalidades más fascinantes y más ignoradas de la literatura universal, que es la del neerlandés Eduard Douwes Dekker, quien inmortalizó el seudónimo de Multatuli, que tomó de un verso de Horacio en su Ars poetica: “Multa tulit fecitque puer, sudavit et alsit” (“Sudando y tiritando mucho es lo que ya tuvo que hacer y soportar cuando niño.”)

Multatuli nació en Ámsterdam el año 1820 y falleció exiliado en un lugar a las orillas alemanas del Rhin, sesenta y siete años más tarde. El conjunto de su obra abarca el drama, la novela que hoy llamaríamos comprometida y la que desde siempre fue llamada picaresca De Geschiedenis van Wourtetje Pieterse (La historia de Waltercito Pieterse, es una verdadera delicia), y además la reflexión articulada en esos siete volúmenes rotulados sencillamente Ideën (Ideas), que lo convierten en el sucesor natural de La Rochefoucauld y Lichtenberg.

Multatuli fue el primer novelista occidental, de un país colonialista, que se enfrentó a pecho descubierto con una potencia colonial, con su propio país, los Países Bajos, en una novela que, de no haber sido escrita en neerlandés sino en inglés o francés, gozaría de la misma fama universal que las de Rudyard Kipling o André Malraux, tan inferiores ambos a Mulatuli en el coraje y en el talento.

Sea como fuere, en esa novela, titulada Max Havelaar o Las subastas de café de la Compañía de Comercio Neerlandesa (1860), Max Havelaar, el protagonista, funcionario colonial de los Países Bajos en Indonesia, devela la corrupción del sistema connivenciado entre la burocracia de los europeos y la oligarquía de los sátrapas y reyezuelos vernáculos, y concluye cuando el propio Multatuli le arrebata la pluma a su personaje para preguntarle al rey en ejercicio, Guillermo iii: “¿Es vuestra imperial voluntad […] que más de treinta millones de súbditos de Su Gracia en las Indias Orientales Neerlandesas sigan siendo maltratados y explotados en vuestro nombre?” El tono y el gesto prefiguran ya el formidable J’accuse, de Zola, en 1898, y la novela supuso un revulsivo casi cataclísmico en la Europa de la segunda mitad del sigloXIX, una Europa que se creía llamada a la noble empresa de cristianizar, occidentalizar y, en suma, civilizar al resto de la ecúmene.

Tan fuerte fue la reacción, que Multatuli debió abandonar ese país suyo que hasta hace poco parecía como un paradigma de la tolerancia y un oasis de la convivencia. Siempre que, claro está, no le toquen ni la cartera ni el monedero, porque entonces ¡adiós a los valores universales! Y resulta que Multatuli, que ni siquiera era extranjero, con esa novela suya les tocó no sólo la cartera y el monedero, sino además las cuentas corrientes y las cuentas no tan públicas, tanto de los particulares como del Estado y la Corona. Ay amigo, eso es grave. Multatuli tuvo que exiliarse.

Pero sus lectores lo querían a toda costa, por lo menos en las páginas de algún diario, aunque sólo fuese como corresponsal en el extranjero. Y qué extranjero, además. Porque Multatuli se había ido a vivir a uno de los lugares más conflictivos de Europa alrededor de 1865, nada menos que la Renania, donde se estaban mirando de reojo, y con muchas ganas de pelearse, Napoleón III y Prusia.

Un diario holandés, finalmente, nombró a Multatuli su corresponsal en esa zona crítica, pero bajo la condición de que sus crónicas debían ser irreprochablemente objetivas. “Objetivas, objetivas, objetivas”, remachó alguna vez el redactor jefe. Y entonces Multatuli se limitó a enviar crónicas donde traducía los distintos puntos de vista de la prensa alemana: El Tiempo de Hamburgo, El Matutino de Múnich, La Gaceta de Berlín, El Liberal de Fráncfort, El Espectador de Colonia, El Observador de Maguncia… etcétera, etcétera, etcétera.

Curiosamente, algunas crónicas (como la del 8/x/1867) sólo contenían citas de este último diario, por el que Multatuli parecía sentir cierta debilidad. Todo funcionaba a la perfección hasta que un espíritu curioso se enteró de que en Maguncia no existía ningún diario que se llamase El Observador.

Claro que no. Las opiniones de ese Observador eran las de Multatuli, quien había descubierto así el modo de zafarse de la censura “objetiva” que le imponían desde los Países Bajos.

Quien esto escribe tiene entretanto más de medio siglo de periodismo a las espaldas, pero puedo asegurar que no conozco otro caso como éste, de un gran escritor doblado de periodista, que le haya ganado la partida, de manera tan revolucionaria y original, a los dictados del poder.

Los periodistas compatriotas suyos contemporáneos tienen muy bien aprendida esta lección de astucia y de puro deseo de supervivencia del derecho a la propia opinión: y así, cuando en los diarios neerlandeses de nuestros días aparece una columna rotulada en alemán, der mainzer beobachter (el observador de maguncia) eso quiere decir que allí es donde el diario está expresando su libre opinión. La más libre de todas ellas, la que rinde homenaje al más grande de sus colegas y al más grande escritor de los Países Bajos: Eduard Douwes Dekker, alias Multatuli, ante el cual sólo cabe sacarse el sombrero. En mi caso, y con muchísimo respeto, la gorra de visera.

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