Ríos de gente
La crisis de los refugiados en Europa, con cientos de miles de personas caminando o navegando hacia las fronteras del sur o del este, está adquiriendo dimensiones bíblicas. Pero en la Biblia el pueblo elegido tenía una tierra prometida y se establecía en ella. O si era necesario exterminaba a los pueblos que ya estaban ocupando la tierra que Dios les había dado. Así llegaron los judíos de Egipto; así conquistaban las tierras los indígenas antes de la llegada de los europeos; así conquistaron los europeos las tierras americanas: a sangre y fuego.
En cambio los pueblos enteros que ahora se desplazan van desarmados, con una mano adelante y otra atrás. Son sirios, afganos, eritreos, iraquíes… Y llegan con niños, no con armas. Pero no son bienvenidos casi en ninguna parte. Además los desplazados del mundo antiguo se contaban por decenas de miles y los de hoy por millones.
Cualquiera que en algún momento de su vida haya tenido que irse, por miedo, de su país, sabe lo duro que es el exilio. Ya Dante, desterrado de Florencia, lo cantaba hablando de “lo salado que es el pan ajeno y lo duras que son de bajar y subir las escaleras de los otros”.
¿Qué hacer con un mundo donde la pobreza, el fanatismo religioso, las guerras civiles, la violencia, lleva a millones a buscar una tierra más justa, menos pobre, más humana? En realidad nadie deja su casa, su lengua, su paisaje y sus amigos de buena gana. Casi todos los refugiados son hijos de la desesperación y no del oportunismo.
En Colombia hemos vivido algo parecido en los últimos decenios, con millones de desplazados (por la violencia y la pobreza). Colombia misma, en los cinturones de miseria de las ciudades, es toda ella un campo de refugiados. Pero al menos nuestros desplazados del campo hablan la misma lengua y creen en el mismo crucificado. La vieja Europa, en cambio, no está acostumbrada, desde la última guerra, a ver a millones sin techo y sin trabajo, casi sin qué comer, sin asistencia alguna. Y en Colombia el callo de la insensibilidad es grueso como el pellejo de un camello.
Así que lo que aquí es la rutina de nuestra indolencia, en Europa es la angustia y el miedo: la xenofobia, a veces; a veces la compasión. La generosidad más grande, al lado del rechazo. Una política en apariencia seca como Angela Merkel de repente se ha visto conmovida. Apoyándose en el impulso humanitario de algunos grupos de presión alemanes, ha dicho que Europa debe abrir sus puertas por razones humanitarias y porque el derecho de asilo es un principio básico de las naciones. “El mundo ve a Alemania como un país de esperanza y oportunidades. No siempre fue así”, recuerda. Los xenófobos se enfurecen.
Pero ¿cuántos refugiados es capaz de absorber Europa? ¿Diez millones, tal vez? ¿Y cuando sean treinta, cien, qué podrá hacer esa anómala península rica de la tierra? ¿Construir muros como Estados Unidos e Israel? Ya Hungría lo ha hecho. Algunas novelas futuristas hablan de una Francia dominada por musulmanes. De esas fantasías se nutre el miedo. ¿Será capaz la Europa de la Ilustración de educar a los refugiados de modo que vivan en el respeto y en la tolerancia? ¿Podrá asimilar otras religiones, otros colores de piel, otras culturas? Uno diría que sí, si camina por Kreuzberg, el barrio turco de Berlín. Uno diría que no, si va a los suburbios de París donde nacieron los terroristas de Charlie Hebdo.
Algunos de los problemas del medio oriente tienen orígenes en abusos colonialistas de Europa, hace más de un siglo. Es justo que Europa acoja al menos una porción de estos ríos humanos que huyen desesperados de las guerras de religión. Si Europa es solidaria y abierta, podrá demostrar efectivamente si sus ideales son sinceros y valen o no la pena de ser defendidos. Dice Szymborska: “Cierta gente huyendo de otra gente. / En cierto país bajo el sol / y bajo ciertas nubes. / Dejando atrás campos sembrados, ciertas gallinas, perros, / espejos en los que ahora solo el fuego se contempla.”