Robinson Crusoe, el náufrago de todos
Hoy, hace exactamente trescientos años, se publicó la obra maestra de Daniel Defoe, cumbre de la literatura universal cuya progenie se extiende a lo largo de los siglos y a lo ancho de los géneros. Este ensayo hace un extenso repaso por las “robinsonadas” más famosas de la historia, y celebra a una de las estirpes más notables de la cultura occidental.
En un imaginable mapa de la literatura universal descubriríamos un gran archipiélago, cada una de cuyas islas estaría poblada por uno o varios émulos involuntarios de Robinson Crusoe. Y dicho sea de paso, entre los arquetipos indiscutibles de esa literatura (Ulises, Don Quijote, Hamlet, Fausto, Don Juan, Emma Bovary…), Robinson Crusoe es quizás el único que despierta nuestra solidaridad, y también, en un cierto sentido abisal, nuestra envidia. Marx usaba la expresión “robinsonadas” para criticar a David Ricardo y Adam Smith, pero tengo para mí que, en el fondo, aunque fuese muy en el fondo, admiraba y envidiaba a alguien como Crusoe, a quien la plusvalía de su trabajo le significaba de modo directísimo un mayor bienestar propio.
El libro de Daniel Defoe, The Life and Strange Surprising Adventures of Robinson Crusoe, of York, Mariner, parece haber sido escrito siguiendo el relato editado por Richard Steele en la revista The Englishman, acerca de la permanencia durante cuatro años y cuatro meses del marinero escocés Alexander Selkirk en la isla Más a Tierra, del archipiélago chileno de Juan Fernández, y se publicó el 25 de abril de 1719, siendo celebrado desde el primer momento como una cumbre de la literatura universal. Su repercusión es enorme, y según el Neuer Zürcher Zeitung es el libro más veces impreso del mundo, después de la Biblia y el Corán. Buena prueba de ello son las más de 4 mil obras en más de 50 idiomas que pueden consultarse en la Biblioteca de las Robinsonadas, una especie de “isla” en el Museo Kunst (Zeug) Haus de Rapperswil–Jona, a la orilla del lago de Zúrich.
Confieso que de siempre he sido un apasionado por las robinsonadas, y hay constancia de ello en el Who’s what?, el Who’s who? de los coleccionistas, editado el año 1975 y en cuya página 522 figuro como “apasionado por los dibujos humorísticos acerca de náufragos, Robinsones e islas perdidas. Bien hubiera querido tener un original ad hoc de Picasso, desdichadamente ello ya no es posible”. De cualquier modo, una colección monotemática como la mía, de más menos 200 chistes gráficos dedicados a ese asunto, creo que será muy rara en el mundo. Pero volvamos a las robinsonadas escritas.
Los primeros náufragos
De acuerdo con mis registros, la primera robinsonada literaria es anterior a la de Daniel Defoe: se trata de la historia de Simbad el marino, quien padeció numerosos naufragios y sobrevivió a todos ellos, encontrando un puerto seguro, al cabo de los siglos, en Las mil y una noches. Y ello a la vez al cabo de casi cuatro milenios, porque el origen de sus singladuras y desastres se remonta a la Historia del marinero náufrago, datada alrededor del 2200 a.C., en el Egipto del Imperio Medio.
También anterior a Robinson, si bien no tanto como el náufrago egipcio, el rey de Ítaca, Odiseo, quien volvió a su patria tras una seguidilla de naufragios… aunque a decir verdad, eso de irse a pique en el Mare Nostrum —¡una tina!— es muy poco o nada robinsoniano. Ni modo de poder llegar a ser un Robinson comme il faut en el Mediterráneo. Pero sea.
La más interesante de todas las robinsonadas predecesoras, a mi juicio, es aquella que nos cuenta el Inca Garcilaso en sus Comentarios reales, Libro I, cap. VIII, p. 35 y siguientes. Allí relata la conmovedora historia de Pedro Serrano, náufrago en el Caribe durante los tiempos de la conquista de América. Es un relato que en su sobriedad nos llega al alma, y todo el tiempo le rogamos al cielo que aparezca por fin el barco que lo libre de su soledad. Pero no, es otro náufrago castellano quien llega años después, y Pedro, para que el nuevo no lo confunda con una bestia del bosque, se hinca de rodillas, une las manos en señal de oración, y como rezar no puede porque de no practicarla ha perdido el habla, salmodia el Credo: ¡es un cristiano! Página inefable es esta, una de las más hermosas del castellano del Siglo de Oro, y escrita por El Inca, que vino a morir en Córdoba el 23 de abril de 1616, nomás un día después que Cervantes lo había hecho en Madrid.
Robinson entre los anglosajones
El eco de la publicación de Robinson Crusoe comenzó en la propia Inglaterra y en los Estados Unidos con novelas como Masterman Ready, or the Wreck of the Pacific, de Frederick Marryat; The Desert Home: The Adventures of a Lost Family in the Wilderness (Un Robinson del desierto, en la traducción alemana) de Thomas Mayne Reid; y The Crater; or Vulcan’s Peak: A Tale of the Pacific, de James Fenimore Cooper, de la que existen tres versiones distintas en alemán, una de las cuales traduce el título alterando los términos: El arrecife Marcus o El cráter, de Carl Spindler, mientras el título de la de Otto Bergen saluda de lejos al libro de Defoe: El arrecife Mark o El Robinson americano. La tercera versión se debe a Franz Hoffmann, uno de los peores autores que jamás haya escrito en alemán, según la opinión unánime de la crítica. Añadiré como dato curioso que Fenimore Cooper encontró un siglo más tarde un traductor congenial al idioma tedesco, nadie menos que Arno Schmidt, gracias al cual pueden leerse en el área germanoparlante cuatro novelas del autor de El último de los mohicanos como lo que son: obras maestras del arte de narrar.
Otro eco inglés (o más bien escocés) de Robinson Crusoe es La isla de coral, de Robert Michael Ballantyne, que cuenta la vida de tres jóvenes náufragos en una isla polinésica y sus aventuras y desventuras con los indígenas y con los piratas. Sin la singularidad poética de La isla del tesoro, también debida a un escocés, R.L. Stevenson, La isla de coral se sigue publicando y leyendo, al menos en el ámbito del idioma inglés, hasta el punto de que influye en una obra maestra entre las robinsonadas, El señor de las moscas, de la que hablaré más adelante.
Y para cerrar el capítulo inglés, no nos olvidemos tampoco del mayordomo Gabriel Betteredge en La piedra lunar, de Wilkie Collins, quien recurre a Robinson Crusoe como la mayoría de sus compatriotas a la Biblia, y lo tiene por un vademécum infalible. Pero mejor que lean cómo lo dice, con sus propias palabras:
No soy supersticioso; he leído, en mis tiempos, muchos libros y soy un erudito a mi manera. Pese a haber cumplido ya los setenta, poseo una memoria activa y unas piernas a juego con ella. No lo tomen, se los ruego, como un dicho de una persona ignorante cuando expreso mi opinión de que otro libro como Robinson Crusoe no fue escrito nunca y nunca podrá volver a ser escrito. He recurrido a él durante años —generalmente en compañía de mi pipa cargada de tabaco— y he encontrado en él al amigo que necesitaba en todos los momentos críticos de esta vida mortal. Cuando me hallo de mal humor, Robinson Crusoe, cuando quiero consejo, Robinson Crusoe. En el pasado, cuando mi mujer me importunaba, y en el presente, cuando he bebido alguna gota de más, Robinson Crusoe. He desgastado seis robustos Robinsones haciéndoles trabajar duramente a mi servicio. En ocasión de su último cumpleaños, recibí de manos del ama el séptimo. A causa de ello bebí una gota de más y Robinson Crusoe me devolvió el equilibrio. Su precio, cuatro chelines y seis peniques, encuadernado en azul, con un retrato por añadidura.
Robinsones alemanes, suizos y hasta de Bohemia
En el ámbito de la lengua alemana hay numerosos potajes cocidos a la sombra de Robinson, pero generalmente son versiones del original adaptadas para lectores infantiles y jóvenes, como lo demuestra la publicación en 1779, por Joachim Heinrich Campe, escritor y editor de los días de la Ilustración, de El joven Robinson. Lectura para niños. Una excepción es un clásico debido a la fecunda pluma de Johann Gottfried Schnabel: La isla Castillo Roqueño, una auténtica utopía de más de 2 mil 500 páginas que se hizo famosa en la versión reducida e idiomáticamente puesta al día, en 1828, por Ludwig Tieck, el célebre traductor de Don Quijote al alemán. Y otra excepción es la que se debe a Alois Theodor Sonnleitner, autor bohemio (de Bohemia, quiero decir) de la novela Dr. Robin–Sohn (contada para jóvenes y viejos) y una trilogía de los niños cavernícolas, especie de Robinsones de tierra firme, que es un longseller del idioma hasta nuestros días.
Con todo, las dos robinsonadas más destacables en este idioma son la novela idílica de Johann David Wyss, El Robinson suizo, que bien podría haber tenido lugar en un escondido valle alpino de la Helvecia, y de la cual hay una versión moderna, debida a Peter Stamm; y la mejor de todas, que es una del premio Nobel Gerhart Hauptmann: La isla de la Gran Madre, o El milagro de la Île des Dames. Una historia del archipiélago utópico; un grupo de mujeres que naufragan en una isla de los Mares del Sur, y comandadas por la resoluta pintora berlinesa Anni Prächtel, organizan un matriarcado y se convierten en auténticas amazonas, hasta que la biología hace su presencia en forma de un hijo varón que da a luz una de ellas. Seguir contando sería puro spoiler, así es que renuncio a hacerlo.
Verne y Salgari
En Francia tenemos otro buen ejemplo de unos Robinsones de tierra firme: la obra de Francis Jammes, Los Robinsones vascos, de 1925, y en su caso la tierra firme es Euskal Herria, el País Vasco. Se trata, según leo en una reseña, de “un argumento artificioso e irreal, casi un juego, que por virtud de la magia del autor para escribir y describir, se transforma en una obra atractiva”: la lectura de un resumen de su argumento recuerda mucho las páginas de Las mil y una noches. Y años después, un compatriota de Francis Jammes, Gilbert d’Alem, crearía otra obra de náufragos de tierra firme, algo más al norte del País Vasco: Les Robinsons de la Garonne (Los Robinsones del Garona, el despacioso río que separa la vieja Aquitania del resto de la Galia).
Ilustración de Jules Férat para La isla misteriosa.
Pero lo más notable de la aportación francesa al tema ocurrió en el siglo XIX de la mano de un Julio Verne en el esplendor de sus facultades, y a quien debemos cuatro robinsonadas: la más famosa de ellas es La isla misteriosa, pero también hay dos obras menores que merecen la pena de una relectura, Escuela de Robinsones y Dos años de vacaciones, amén de la que juzgo más interesante de las cuatro, Los náufragos del Jonathan, la única novela política de Verne. El ensayista español Luis Nueda resume al respecto:
El desembarco y residencia de los náufragos del Jonathan en la desierta isla de Hosta [en el estrecho de Magallanes] sirve al autor para exponer prácticamente un ejemplo del nacimiento, desarrollo, plenitud y decadencia de una colonia o sociedad humana. […] La renuncia lenta, pero obligada, a los más caros ideales sustentados por el Kaw–djer está descrita y obtenida de mano maestra. El convencido anarquista tiene que ir reconociendo, forzado por las circunstancias, la propiedad privada, la autoridad, las leyes, la coacción estatal apoyada en la fuerza, la moneda, la expropiación mediante indemnización, la guerra cruel contra los invasores patagones.
A fe mía que se trata de una novela por completo inesperada dentro de la obra de Julio Verne.
Otro de los maestros de la novela de aventuras en el siglo XIX, el italiano Emilio Salgari (quien se suicidaría haciéndose el harakiri con un yatagán, el alfanje malayo), también supo sacarse sus robinsonadas de la manga. Cuatro son asimismo las que logré detectar entre su casi una centena de obras: Los naufragios del Poplador, Los náufragos del Oregon, Los Robinsones italianos (otras veces traducida como Los náufragos del Liguria), y su segunda parte, Los solitarios del océano.
Robinsones en el gran teatro del mundo
En cuanto al teatro, las obras dramáticas más notables a reseñar son Robinson en Inglaterra, comedia del danés Adam Gottlob Oehlenschläger, donde el marinero Selkirk disputa con Defoe, a quien acusa de que ha plagiado el texto de su diario; y además Robinson no puede morir, revuelta de los jóvenes contra la muerte de su héroe, una obra del alemán Friedrich Forster–Burggraf, en 1932. Un autor que al año siguiente, con la llegada de los nazis al poder, y haciendo gala de un oportunismo vomitivo, estrenó en Berlín su drama Todos contra uno, uno para todos, una abierta apología del nacionalsocialismo: ante el telón de fondo del alzamiento popular sueco acaudillado por Gustav Wasa en 1523, se glorifica el putsch de Hitler en Múnich cuatro siglos después.
En El admirable Crichton, de James M. Barrie (el autor de Peter Pan), los actos II y III suceden en una isla de los Mares del Sur, donde a lo largo de dos años sobreviven los náufragos de la familia de Lord Loam, cuyo mayordomo, Crichton, se convierte en el jefe natural del grupo, e incluso va a casarse con Lady Mary, la hija mayor de Lord Loam, noticia que es acogida con júbilo por todos… hasta que suena el cañonazo de un barco que estaba buscándolos; regresan a Inglaterra, y Crichton a ser mayordomo, sin patetismos de por medio. Típico understatement británico.
En Cuatro corazones con freno y marcha atrás, la farsa de Enrique Jardiel Poncela, el acto II se desarrolla asimismo en una isla desierta del Pacífico, adonde se han autodesterrado los infelices protagonistas que habían ingerido con entusiasmo, en Madrid, la droga que los hacía inmortales. Dándose el caso de que, de repente, aparece en escena el marido de una de las mujeres del grupo, a quien se daba por desaparecido y muerto tras un naufragio, y que casualmente se salvó llegando a nado hasta esa costa. Como el Pedro Serrano del Inca Garcilaso, este hombre ya ha perdido la facultad de hablar y semeja más bien un chimpancé que un ser humano. Se explica el soponcio de su exviuda (¿cómo llamarla de otro modo?) cuando se da cuenta de quién es y de que, por lo tanto, al haberse casado en segundas nupcias, resulta que es bígama.
Y en Los cuatro Robinsones, pieza cómica de Muñoz Seca y García Álvarez, cuatro amigos se van de juerga a un cortijo andaluz pero anunciando que salen de excursión a las islas Columbretes, en la costa valenciana… solo que se va a pique el barco en que anunciaron que viajaban, y al enterarse de ello, nuestros cuatro juerguistas —quieran que no— tienen que mutarse en náufragos.
Robinsonadas radiofónicas, poéticas, musicales…
Un nuevo aporte al tema es Adiós, Robinson, el único radioteatro escrito por Julio Cortázar, que fue el traductor al español del libro de Defoe, y a quien se lo encargué para una de las series que produje en la Radio Deutsche Welle, en Colonia, ciudad donde sobrevivo.
Por lo que se refiere a la poesía, mucho poema debe de haber con referencias a Robinson, y con uno de ellos quiero cerrar esta aproximación al tema de las robinsonadas. Pero hay uno largo a destacar en el conjunto, el titulado Images à Crusoe, del premio Nobel Saint–John Perse, donde encontramos a Robinson de vuelta a la civilización y viviendo en una buhardilla, sintiéndose más solo de lo que estuvo en su isla: en ella, al menos, contaba con la compañía de Dios; aquí, ni eso.
También la música ha aportado al mito de Robinson, baste nombrar el melodrama de Alexandre Piccinni, la ópera de Jacques Offenbach y el poema sinfónico de Bert Oppermont. Solo que tanto este como el de las robinsonadas cinematográficas son capítulos per se, para los especialistas, aunque no sin recordar un filme de Luis Buñuel, Las aventuras de Robinson Crusoe (1954), cuyo guion sigue fielmente el texto original y fue filmado en Manzanillo, Colima, y en los estudios Tepeyac de Ciudad de México.
La robinsonada como castigo
Todos los robinsones suelen serlo de una manera involuntaria, víctimas de un destino adverso, pero hay quienes lo fueron no solo de manera involuntaria sino como castigo. Ciertamente debe mencionarse a los robinsones aún más involuntarios que unos náufragos, por ejemplo Napoleón en Santa Helena, o el mariscal Petain (indultado de la pena de muerte) en la minúscula isla de Yeu. Además, los prisioneros que cumplieron sus condenas en penitenciarías insulares.
Franz Josef Sandmann, Napoleón Bonaparte en la isla Santa Elena (circa 1820).
Un caso patético es el de aquellos miles de soldados franceses que tras la derrota de Bailén (1808) fueron confinados en las Baleares, en la isla de Cabrera, una catástrofe humanitaria que debería pesar como vergüenza en la memoria de los españoles, pero de la cual no saben nada porque ni se reseña en los libros escolares de historia. Y que yo sepa, solo Jesús Fernández Santos se ocupó literariamente del tema, en su novela de 1981 titulada con el nombre de la isla. Ni siquiera Galdós menciona estos hechos en alguno de sus Episodios nacionales, aunque bien pudiera ser que por desconocimiento de los mismos, ya que sobre ellos se extendió un vergonzante manto de silencio durante muchos años. Según los datos que he logrado rastrear, “el cautiverio terminó en 1814 al firmarse la paz. De cada cuatro presos que llegaron a Cabrera murieron tres y solo sobrevivieron unas 3 mil 600 personas de las 9 mil que llegaron, además de otros presos enviados de las guerras napoleónicas y que también perecieron”.
Mis seis robinsonadas predilectas
La primera de ellas es el Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre: el relato de la odisea del marinero Luis Alejandro Velasco, crónica de un escándalo anunciado, una obra maestra del periodismo, firmada por Gabriel García Márquez. Y eso a pesar de incluir un gazapo geográfico de envergadura. Si no me creen, represéntense mentalmente el mapa del Caribe y lean esta frase: “El sol estaba descendiendo. Se puso rojo y grande en el ocaso, y entonces empecé a orientarme. […] Puse el sol a mi izquierda y miré en línea recta, sin moverme, sin desviar la vista un solo instante, sin atreverme a pestañear, en la dirección en que debía estar Cartagena, según mi orientación”. Según su alucinadísima orientación, sí, porque con el sol poniente a la izquierda y mirando de frente, en el Caribe, uno está mirando hacia Nueva Orleans, Yucatán o La Habana, pero jamás hacia Cartagena de Indias. Así y todo, ¡qué espléndido texto, qué lección de buen periodismo! Recuerda las mejores páginas de Manuel Chaves Nogales, creador del género.
De Michel Tournier su primera novela, Viernes, o Los limbos del Pacífico. La acción tiene lugar exactamente 100 años después que la de Defoe, y sigue el esquema del paradigma, con la sola y relevante diferencia de que al llegar el barco que viene a rescatar al náufrago de su aislamiento, tan solo es Viernes quien se va de la isla, cuyo preñado nombre es Speranza. El Robinson de Tournier elige no regresar a la dizque civilización, pero no se queda solo. Un grumete del barco deserta del mismo para acompañarlo en la isla, y Robinson le pregunta al final de la novela: “¿Cómo te llamas?” “Me llamo Jaan Neljapäev. Nací en Estonia”, añadió, como para disculpar ese nombre tan complicado. “A partir de hoy te llamarás Domingo”, le dijo Robinson. “Hoy es el día de la resurrección, el día de la juventud de todas las cosas, en una palabra, es el día de nuestro Señor, el dios del sol. Y tú, tú serás para mí, siempre, un hijo del sol”.
Dibujo del gran humorista francés Chaval.
Del premio Nobel William Golding dos robinsonadas. La más conocida es El señor de las moscas, una sombría parábola de la condición humana cuando un grupo en principio homogéneo queda librado a sus propias fuerzas y se enfrentan la razón y el instinto. Ha sido llevada varias veces al cine y a la TV, pero ninguna de ellas tiene la potencia catártica de la novela, catártica en el sentido médico, es decir: purgante. Una gran novela que el propio Golding se encargó de superar con su segunda robinsonada, bastante menos conocida, Martin el náufrago. El teniente de la Marina Chris Martin sobrevive en una roca desnuda al torpedeo de su crucero, y vive una pesadilla que parece no tener fin aunque solo dura seis días (de lo cual venimos a enterarnos al final), una pesadilla que acaba al arrebatarlo una ola y estrellarlo contra la roca. Cuando arriba el destructor que anda a la busca de supervivientes del torpedeo, descubren el cadáver de Chris Martin. Y uno de quienes lo descubren le dice a un oficial presente: “Si está preocupado por si Martin sufrió o no… no se preocupe por él. Usted vio el cuerpo. No tuvo tiempo ni de quitarse las botas”. Un epitafio tan definitivo como demoledor, y que son las últimas palabras del libro.
Dice la sabiduría popular española que “no hay quinto malo” y ella le viene como anillo al dedo a Foe, una novela del premio Nobel John Maxwell Coetzee, una obra maestra que descubrí cuando ya tenía compuesto este artículo y entretanto se aupó hasta aquí. La narradora es Susan Barton, una inglesa abandonada en alta mar, en una lancha, con el cadáver del capitán portugués del barco en que regresaba a Europa y en el que tuvo lugar un motín de los marineros. A fuerza de remar llega a la vista de una isla, se echa al agua y nada hasta ella, donde se encuentra con Robinson Crusoe y su esclavo mudo, Viernes. Al cabo de un año son rescatados por un barco que pasa cerca de la isla, y es ella quien le lleva la historia del amo y el sirviente al escritor inglés Daniel Defoe. En verdad, la robinsonada es tan solo el primer tercio de la novela, y stricto sensu podría haberse publicado de manera independiente como un cuento largo de 50 páginas, pero nos habríamos perdido el resto, en Inglaterra, donde se oyen ecos unamunianos (del último capítulo de Niebla) y pirandellianos (un personaje en busca de un autor), y hay un guiño al lector amante de las robinsonadas en la alusión a la historia de Simbad el marino.
Como postre, Susana y el Pacífico, de Jean Giraudoux. Hoy no lee ya nadie las novelas de Jean Giraudoux, mientras sus obras de teatro siguen teniendo éxito en todo el mundo. Pero no puedo olvidar el fulgor de mis ojos al leer Bella, allá por 1960, y alucinar con la frase de que Chile era “esa espada colgada al flanco de Sudamérica”. Cuando la vi mucho tiempo después atribuida a Borges supe que Borges también leyó Bella y citó esa frase memorable sin comillas, con lo que todos pensaron que era suya. Años después, en Alemania, leí en alemán Susana y el Pacífico y me reí jubiloso porque la protagonista ganaba su viaje de vuelta al mundo en un concurso patrocinado por el Sydney Daily para quien presentase el mejor aforismo sobre el aburrimiento. Lo ganó Susana (Suzanne, claro), la joven provinciana francesa, con el siguiente: “Cuando un hombre se aburre, excítalo. Cuando una mujer se aburre, ¡detenla!”. Y la verdad es que quienes no leen libros como este no saben lo que se pierden. Me encantan pasajes como aquel donde Susana descubre que naufragó en una isla cuando completa el recorrido de su perímetro, después de caminar por la playa “a la busca de un vado para atravesar el Pacífico”. ¡Un vado para atravesar el Pacífico! ¡Chapeau! Meses después, se dice a sí misma que “De una náufraga, de un pecio, se había forjado una Alicia en el país de las maravillas”; y ese delicioso detalle cuando Susana descubre que aprovechando una corriente marina puede nadar hasta la próxima isla, y al irse deja escrito a la entrada de su gruta, en inglés y en francés: “Estoy en la otra isla, vuelvo enseguida…”. Al final, y muy à la Giraudoux, será rescatada por un yate de unos millonarios que iban a la caza de un eclipse de luna. Susana regresa a Europa, vía Hawái y Nueva York, y aquí una noche, sola entre unos desconocidos en la terraza del Plaza, es donde yo hubiera terminado la novela, seis páginas antes que Giraudoux, con esta frase: “Como aquel que quiso quitarse la vida en las cataratas del Niágara, y volviéndose de pronto modesto fue y regresó al hotel para ahogarse en la tina, así yo, perturbada de repente por la regia soledad de mi isla, me entregué hasta la madrugada a esos pobres dos metros cuadrados de soledad entre siete millones de habitantes”. Una Robinsona en Manhattan, la isla superpoblada.
* * *
Last but not least, para cerrar mi homenaje a Robinson y las robinsonadas, no se me ocurre nada mejor que transcribir aquí algo que les anuncié más arriba, y es el séptimo soneto votivo de Tomás Segovia (un soneto a la inglesa, como debe de ser en este caso):
Todo hombre sin mujer es un Crusoe.
Náufrago de tu ausencia, me rodeo
del simulacro gris de un ajetreo
cuya nostalgia sin piedad me roe.
Y al correr de los días o los años,
voy odiando mi edén entre las olas,
y mi siembra de amor erguida a solas,
y mi semen tragado por los caños.
No la caza triunfal, ni el fruto en ciernes;
no el perro, ni el paraguas, ni la mona;
no el papagayo o el hogar, o un Viernes;
sólo un sueño imposible me obsesiona:
por entre escollos y corales y algas,
nadar hasta la costa de tus nalgas.
Ricardo Bada
Escritor y periodista, residente en Alemania desde 1963. Editor en ese país de la obra periodística de García Márquez y los libros de viaje de Cela, y autor de Don Enrique, la única antología integral en castellano de la obra de Heinrich Böll.