Rosa Montero: Ratas que muerden
Hace un par de años escribí un artículo titulado «El bar de la esquina» que era una loa a la maravillosa institución ibérica de la tasca de barrio. No busquen en mis palabras ninguna ironía: lo estoy diciendo muy en serio. Durante muchos años España ha sido el país con más bares de todo el mundo; en 2016 la consultora Nielsen contabilizó 260.000 locales, uno por cada 175 habitantes, la cifra más alta de la Tierra; una cantidad tan abultada que, por ejemplo, teníamos más bares que la suma de todos los que había en Estados Unidos. Un récord de este tipo no es baladí; sin duda guarda una profunda correlación con nuestra idiosincrasia.
Quiero decir que el bar de la esquina es una de las piedras angulares de nuestro sistema social. Ocupa el lugar de cohesión vecinal que en otros países ocupan las iglesias. Hará unos siete años, Coca-Cola hizo un famoso estudio en España que obtuvo unas conclusiones impactantes: más de dos tercios de los españoles conocen el nombre del camarero de su bar favorito, y casi el 30% le dejaría al camarero las llaves de su casa con plena confianza. El bar de la esquina, en efecto, recoge paquetes, pasa recados, abre la puerta de tu casa al electricista que viene a reparar una avería mientras tú trabajas, te ayuda en momentos de crisis y es el club de los corazones solitarios. Ser la primera potencia mundial del codo en barra muestra que los españoles somos criaturas extremadamente sociales, quizá más necesitadas de los otros que nadie; y, en segundo lugar, evidencia que nos las hemos sabido arreglar muy bien para solventar esa necesidad. Me siento orgullosa de nuestros bares.
Pero también me siento muy triste. Porque puede que el hecho de haber sido el país con más bares del mundo tenga algo que ver con lo mal que nos está yendo en la pandemia; puede que, por mucho que hayamos intentado tomar precauciones, ansiemos tanto ese contacto social que lo hayamos mantenido por encima de la distancia y la cautela necesarias. Y además me temo que la maldita covid se va a llevar por delante muchísimos locales y va a cambiar tal vez para siempre nuestras costumbres. Acabar con los bares en España es como arrancarnos un pedazo del corazón.
El Financial Times publicó hace un mes un artículo magnífico de la economista Noreena Hertz que es un resumen de su libro The Lonely Century (El siglo solitario). Hertz sostiene que la soledad social fomenta el populismo. Y no sólo el populismo: también la agresividad, el odio al diferente, el apoyo a los líderes más extremistas. Los ratones mantenidos aislados en una jaula muerden a los nuevos ratones que les meten. Cuantas más semanas hayan estado solos, más violento y feroz es el ataque al recién llegado, explica Noreena. Y añade que diversos estudios han encontrado una relación entre el sentimiento de soledad y el apoyo a la extrema derecha o al populismo, como un trabajo de 1992 sobre los votantes de Le Pen en Francia, y otro de 2016 que demostraba que los votantes de Trump tenían significativamente menos amigos y menos conocidos que los votantes de Hillary Clinton. La propia Hertz ha hecho entrevistas a partidarios del populismo y de la extrema derecha que dicen valorar sobre todo la hermandad y las reuniones que su militancia les ha proporcionado. Y el problema es que la soledad, con sus secuelas de falta de autoestima y sensación de no pertenencia, se está convirtiendo en una plaga mundial. Uno de cada ocho británicos reconoció en 2019 que no contaba ni siquiera con un amigo en el que confiar y, en Estados Unidos, tres de cada cinco adultos se sienten solos (son más datos que aporta Noreena). Pues bien, frente a esto nosotros teníamos al menos el humilde consuelo de los bares. Los garitos de la esquina estaban siempre llenos de personas solas a los que el camarero llamaba por su nombre. Quizá era el único momento en el día en que esos individuos se sentían mirados.
Sobre este añejo sufrimiento cae ahora la pandemia como un diluvio de desamor que lo empeora todo. Esos confinamientos, esa soledad redoblada que nos vuelve locos y agresivos, que nos hace creer en teorías políticas absurdas y aviva la radicalización y el odio. Ratas que muerden. Melancolía: no me reconozco en esta sociedad violenta y enfrentada. En fin, qué será de nosotros sin los bares.
Me identifico plenamente con su artículo.
En mi querida Caracas asisto regularmente a un bar como los que usted señala desde hace alrededor de 30 años, en donde los dueños y el personal son los mismos y prácticamente nunca ordeno lo que deseo consumir; el mesonero lo va trayendo a su ritmo, el cual es el mío…
Es un bar en Boleíta Sur, de nombre O’Cantiño, por si algún día andan por aquí. Saludos!
¡Mil gracias por el dato!!!! Anotado está; ya veremos cuándo podremos acercarnos sin temores pandémicos…
Un gran saludo,
Marcos Villasmil -América 2.1