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Salma Hayek: Mi monstruo, Harvey Weinstein

Harvey Weinstein era un cinéfilo apasionado, alguien que tomaba riesgos, un promotor del talento fílmico, un padre amoroso y un monstruo.

Durante años, fue mi monstruo.

En este otoño me abordaron reporteros que dieron con mi nombre por varias fuentes, incluida mi querida amiga Ashley Judd, para hablar sobre un episodio de mi vida que, aunque es doloroso, pensé que había superado.

Me había lavado el cerebro a mí misma, convenciéndome de que ya se había acabado y que había sobrevivido; eludí la responsabilidad de pronunciarme en público al respecto con la excusa de que ya había suficiente gente involucrada en poner los reflectores sobre ese monstruo personal. No pensé que importara mi voz o que usarla haría alguna diferencia.

La verdad es que intentaba protegerme del desafío de explicarle varias cosas a mis seres queridos: por qué, cuando mencioné de manera casual que había sido atosigada por personas como Harvey, no di todos los detalles. Y por qué durante tantos años había mantenido una relación cordial con un hombre que me hirió de manera tan profunda. Estoy orgullosa de mi capacidad para perdonar, pero el simple hecho de que estaba apenada por tener que describir los detalles de eso que había perdonado me hizo preguntarme si realmente había hecho las paces con ese momento de mi vida.

Cuando tantas mujeres dieron un paso al frente para describir lo que les hizo Harvey, tuve que enfrentarme a mi cobardía y aceptar humildemente que mi historia, aunque fuera tan importante para mí, no era más que una gota en un océano de pesar y confusión. Sentí que a estas alturas a nadie le iba a importar mi dolor; quizá era un efecto de todas esas veces que me dijeron, especialmente Harvey, que no era nadie.

Por fin empezamos a tomar conciencia sobre el vicio que ha sido socialmente aceptado y que ha insultado y humillado a millones de niñas como yo, porque dentro de cada mujer hay una niña. Me inspiraron aquellas que tuvieron la valentía de decir algo, especialmente en una sociedad que votó por un presidente que fue acusado de acoso y abuso sexual por más de una decena de mujeres y a quien hemos escuchado decir que un hombre en el poder puede hacer prácticamente lo que quiera con las mujeres.

Pues hasta aquí.

En los catorce años que transcurrieron desde que pasé de colegiala a estrella de telenovelas mexicanas a ser extra en algunas películas estadounidenses y a tener un par de golpes de suerte con Desperado y Un impulsivo y loco amor (Fools Rush In), Harvey Weinstein se había convertido en el gran mago de la nueva ola del cine que llevó contenido original a las grandes audiencias. Al mismo tiempo, era impensable que una actriz mexicana aspirara a ser parte de Hollywood. Y aunque había comprobado que esa idea era errónea, todavía era “nadie”.

Una de las fuentes de fortaleza que me dio la determinación para impulsar mi carrera fue la historia de Frida Kahlo, quien, en la era dorada del muralismo mexicano, hacía pinturas íntimas que los demás desdeñaban. Tuvo la valentía de expresarse y de ignorar a los escépticos. Mi mayor ambición era contar su historia. Retratar la vida de esta artista extraordinaria y mostrar a mi México de una manera que desmintiera estereotipos se volvió mi misión.

El imperio de Weinstein, que en ese entonces era Miramax, se había vuelto el sinónimo de calidad, sofisticación y de tomar riesgos; un refugio para artistas que eran complejos y desafiantes. Eso era todo lo que Frida significaba para mí y todo lo que aspiraba ser.

Había empezado el proceso para producir la película con otra compañía, pero luché para recuperarla y llevarla a Harvey.

Lo conocía un poco gracias a mi relación con el director Robert Rodriguez y su esposa en ese entonces, la productora Elizabeth Avellán, y quien me había acogido bajo su tutela tras hacer algunas películas con ella. Lo único que sabía de Harvey en ese momento era que tenía un gran intelecto, que era un amigo leal y que era un hombre de familia.

Con lo que sé ahora, me pregunto si no fue solo mi amistad con ellos —así como con Quentin Tarantino y George Clooney— lo que me salvó de ser violada.

El acuerdo que hicimos en un inicio era que Harvey pagaría por los derechos del trabajo que ya había empezado a desarrollar. Como actriz, me pagarían la tarifa mínima prevista por los tabuladores del Sindicato de Actores de Cine estadounidense y un 10 por ciento adicional. Como productora recibiría un crédito aún indefinido, lo que no era inusual para una productora en los años noventa. También pidió un acuerdo firmado para que hiciera otras películas con Miramax, lo que pensé iba a consolidarme como actriz protagónica.

No me importaba el dinero; estaba extremadamente emocionada por trabajar con él y con la empresa. En mi ingenuidad pensé que se había cumplido mi sueño. Había validado los últimos catorce años de mi vida y había apostado por mí, la “nadie”. Dijo que sí.

No sabía que muy pronto yo tendría que decir no.

No a abrirle la puerta a cualquier hora de la noche en hotel tras hotel y locación tras locación donde se aparecía inesperadamente, incluido un sitio en el que estaba rodando una película en la que él ni siquiera estaba involucrado.

No a bañarme con él.

No a dejarlo que me viera bañarme.

No a dejarlo que me diera un masaje.

No a que un amigo suyo, desnudo, me diera un masaje.

No a dejarlo que me hiciera sexo oral.

No a desnudarme junto con otra mujer.

No, no, no, no, no…

Con cada rechazo surgía la ira maquiavélica de Harvey.

No creo que odiara nada como odiaba la palabra “no”. Las demandas absurdas iban desde recibir una llamada iracunda a la mitad de la noche en la que me pedía que despidiera a mi agente por una pelea que tenían sobre una película distinta con otro cliente, a sacarme de una gala de estreno en el Festival de Cine de Venecia, que fue organizada por Frida, para estar en una fiesta privada con él y unas mujeres que pensé que eran modelos pero después me enteré que eran prostitutas.

Sus tácticas de persuasión iban desde hablar dulcemente y prometer cosas hasta aquella vez que, en un ataque de ira, dijo las palabras más temibles: “Te voy a matar, no creas que no puedo”.

Cuando finalmente quedó convencido de que yo no iba a ganarme la película como él esperaba que lo hiciera me dijo que le había ofrecido el papel y mi guion, hecho con años de investigación, a otra actriz.

Para él yo no era una artista; ni siquiera era una persona. Era una cosa: una nadie, solo un cuerpo.

Para entonces tuve que recurrir a abogados. No para abrir un caso de acoso sexual sino por “mala fe”, pues había trabajado demasiado en una película que no tenía la intención de hacer ni de venderme de vuelta los derechos. Intenté salirme de su empresa.

Él reclamó que mi nombre como actriz no era suficientemente conocido y que como productora era incompetente; pero para librarse legalmente, como yo lo vi, me dio una lista de tareas imposibles con una fecha límite muy apretada:

1. Conseguir que se reescribiera el guion sin algún pago adicional.

2. Recaudar 10 millones de dólares para financiar la película.

3. Contratar a un director de primer nivel.

4. Asegurar que actores conocidos interpretaran cuatro de los roles más pequeños.

Para la sorpresa de todos, incluida la mía, lo logré, gracias a un grupo de ángeles que me rescataron, como Edward Norton, quien reescribió de manera hermosa el guion varias veces y, terriblemente, nunca recibió el crédito; y mi amiga Margaret Perenchio, en su primera vez como productora, quien dio el dinero. La genial Julie Taymor acordó dirigir y desde entonces ha sido mi respaldo constante. Para los otros papeles recluté a mis amigos Antonio Banderas, Edward Norton y mi querida Ashley Judd. Todavía hoy en día no sé cómo convencí a Geoffrey Rush, a quien apenas conocía en ese entonces.

Entonces Harvey Weinstein no solo escuchó mis rechazos sino que tuvo que hacer una película que no quería hacer. De manera irónica, cuando empezamos el rodaje terminó el acoso sexual, pero la ira aumentó. Pagamos el precio de enfrentarlo casi cada día que duró la grabación. Una vez durante una entrevista él dijo que Julie y yo éramos las peores “rompehuevos” que había conocido; él lo vio como un cumplido.

A mitad del rodaje, Harvey se presentó en el set y se quejó de la uniceja de Frida. Insistió en que nos deshiciéramos del cojeo y criticó mi actuación. Luego le pidió a todos en la sala que salieran, excepto yo. Me dijo que la única cosa que tenía a mi favor era mi atractivo sexual y que en esta película no tenía nada de eso. Entonces me dijo que la iba a clausurar la película porque nadie querría verme en el papel.

Me destruyó el alma porque debo confesar que en ese momento, abrumada por una especie de síndrome de Estocolmo, quería que me viera como una artista: no solo una actriz capaz, sino alguien que podía identificar una historia que valía la pena contar y que tenía la visión para contarla de una manera original.

Esperaba que me reconociera como productora; una que, además de cumplir con su lista de demandas, pudo conducir el guion y conseguir los permisos para utilizar las pinturas. Negocié con el gobierno mexicano, y con quien tuviera que hacerlo, el rodaje en locaciones en las que antes no se había permitido, como las casas de Frida Kahlo y frente a los murales de su esposo, Diego Rivera, y de otros.

Pero todo eso no parecía importar. Lo único que él notaba era que no me veía sexy en la película. Me hizo dudar si siquiera era buena actriz pero nunca logró hacerme pensar que la película no merecía grabarse.

Me ofreció una opción si quería continuar. Me dejaría terminar el filme si acordaba tener una escena de sexo con otra mujer. Y demandó que hubiera desnudez total vista desde enfrente.

Había estado pidiendo constantemente que se viera más piel, que hubiera más sexo. Julie Taymor logró que se contentara con un tango que terminaba en un beso en vez de la escena de un encuentro sexual que quería que grabáramos entre Tina Modotti, interpretada por Ashley Judd, y Frida.

Hayek en Puebla, México, durante el rodaje de «Frida», en 2001 Credit Susana Gonzalez/Newsmakers

Pero esta vez me quedó claro que nunca me dejaría terminar la película sin cumplirle su fantasía, de algún modo u otro. No había cómo negociar.

Tuve que decir que sí. Para ese momento le había dedicado muchos años de mi vida a hacer esta película. Ya era la quinta semana de grabación y había convencido a tanta gente talentosa de participar. ¿Cómo iba a dejar que su magnífico trabajo se fuera a la basura?

Había pedido tantos favores y sentía una presión muy grande para cumplir, al igual que un sentimiento profundo de gratitud por todos aquellos que creían en mí y me siguieron en el camino de la locura. Entonces accedí a hacer esa escena sin sentido.

Estaba en el set ese día que íbamos a grabar la escena que pensaba iba a salvar la película cuando, por primera y última vez en mi carrera, me derrumbé. Mi cuerpo empezó a temblar incontrolablemente, me quedé sin aliento y comencé a llorar y llorar sin poder detenerme como si estuviera vomitando lágrimas.

Dado que quienes me rodeaban no tenían conocimiento de mi historial con Harvey se sorprendieron mucho esa mañana al verme batallar. No era porque iba a estar desnuda con otra mujer. Era porque iba a estar desnuda con otra mujer por Harvey Weinstein. Pero no podía decirles eso.

Mi mente entendía que tenía que hacerlo, pero mi cuerpo no dejaba de llorar y convulsionarse. En ese momento empecé a vomitar y todos en el set estaban a la espera de empezar a rodar. Tuve que tomarme un tranquilizante, que logró que dejara de llorar pero empeoró el vómito. Como bien pueden imaginarse, no era nada sexy, pero era la única manera en la que iba a lograr terminar la escena.

Para cuando terminamos el rodaje estaba tan deshecha emocionalmente que tuve que distanciarme de los aspectos de posproducción.

Cuando Harvey vio la película ya editada dijo que no era lo suficientemente buena como para un lanzamiento en cines y que la iba a enviar directo a video.

Esta vez Julie tuvo que pelearse con él sin tenerme a mí al lado. Consiguió que accediera a lanzarla en un solo cine de Nueva York si en una prueba de audiencia obtenía una puntuación mínima del público de 80.

Menos del 10 por ciento de las películas consiguen esa puntuación en una primera proyección.

No fui a la prueba; esperé ansiosamente que me dijeran qué sucedió. El público le dio un puntaje de 85.

Y, de nuevo, me enteré que Harvey se encolerizó. En el vestíbulo del cine después de la proyección le gritó a Julie. Dobló una de las tarjetas en la que la gente escribió su opinión y se la lanzó a la cara; le rebotó en la nariz. Su pareja, el compositor de la película Elliot Goldenthal, intervino y Harvey lo amenazó con violencia física.

Luego que se calmó encontré la fuerza para llamarlo y pedirle que estrenara la película también en un cine de Los Ángeles; con eso serían dos salas. Y sin mucho ademán me concedió eso. Tengo que admitir que a veces era amable, gracioso e ingenioso, y eso era parte del problema: nunca sabías a qué Harvey te ibas a enfrentar.

Meses después, en octubre de 2002, la película sobre mi heroína e inspiración –esta artista mexicana a la que no reconocieron mucho en su tiempo, con su cojera y su uniceja–, esta película que Harvey nunca quiso hacer, fue un éxito rotundo en taquilla; uno que nunca podría haber predicho. Y, pese a su falta de apoyo, le añadió seis nominaciones a los Oscar a la colección de Harvey, incluida mejor actriz.

Aunque Frida ganó dos de esos premios no lo notaba nada contento. Nunca volvió a ofrecerme ser la protagonista de alguna película. En los filmes que estuve obligada a hacer con el contrato original con Miramax tuve solo papeles de reparto pequeños.

Unos años después cuando me lo encontré en un evento me apartó y me dijo que había dejado de fumar y que tuvo un ataque cardiaco. Dijo que se había enamorado y se había casado con Georgina Chapman y que era un hombre distinto. Al final me dijo: “Lo hiciste bien con Frida; hicimos una película hermosa”.

Le creí. Harvey nunca iba a saber qué tanto me importaron esas palabras. Tampoco iba a saber qué tanto me hirió. Nunca le dejé ver lo mucho que me asustaba. Cuando lo veía en eventos sociales sonreía e intentaba recordar las cosas buenas de él, diciéndome a mí misma que había ido a la guerra y había ganado.

Pero ¿por qué tantas de nosotras, las artistas, tenemos que ir a la guerra para poder contar nuestras historias si tenemos tanto que ofrecer? ¿Por qué tenemos que pelear con uñas y dientes para mantener nuestra dignidad?

Creo que es porque, como mujeres, nos han devaluado artísticamente como si fuéramos indecentes a tal punto que la industria fílmica dejó de esforzarse en averiguar lo que quieren ver las audiencias femeniles y las historias que queremos contar.

De acuerdo con un estudio reciente, entre 2007 y 2016 solo cuatro por ciento de los directores fueron mujeres y 80 por ciento de ellas pudieron hacer solamente una película. En 2016, según otro estudio, solo el 27 por ciento de los diálogos en las principales películas fueron dichos por mujeres. Y la gente se pregunta por qué no dijimos nada antes. Creo que las estadísticas se explican por sí mismas: nuestras voces no son bienvenidas.

Hasta que haya igualdad en la industria, que los hombres y mujeres tengan la misma valía en todos los aspectos de la producción, nuestra comunidad seguirá siendo tierra fértil para los depredadores.

Estoy agradecida con todos los que están escuchando nuestras experiencias. Espero que al agregar mi voz al coro de quienes por fin pudieron hablar ayudaré a entender por qué fue tan difícil hacerlo y por qué tantas de nosotras esperamos tanto tiempo. Los hombres acosan sexualmente porque pueden. Y las mujeres estamos hablando porque, en esta nueva era, por fin podemos hacerlo.

 
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