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¿Se ha tomado la mediocridad el poder?

¿Pueden nuestros líderes gobernar mejor?, ¿pueden hacerlo buscando el bienestar de la gente? Apuntes sobre la crisis del liderazgo en tiempos de coaching.

Nunca como ahora se había hablado tanto sobre liderazgo, pero quizás nunca como ahora había sido tan evidente la crisis de líderes de envergadura. Lo que se ha convertido en un lugar común en la política global se aplica al plano nacional y local e incluso, social y empresarial. ¿Qué explica el desfase entre la abundancia de cursos, programas y discursos sobre liderazgo y la ausencia de líderes inspiradores y transformadores que encarnen los cambios en el arte de gobernar? ¿Por qué se han vuelto tan frecuentes los liderazgos divisivos, sin credibilidad y que no rinden cuentas?

Un reciente libro de Alain Deneault va más allá y llama la atención cáusticamente sobre el gobierno de la mediocracia, cuyo talante resume así: “Deje a un lado esos complicados volúmenes: le serán más útiles los manuales de contabilidad. No esté orgulloso, no sea ingenioso ni dé muestras de soltura: puede parecer arrogante. No se apasione tanto: a la gente le da miedo. Y, lo más importante, evite las “buenas ideas”: muchas de ellas acaban en la trituradora. Esa mirada penetrante suya da miedo: abra más los ojos y relaje los labios. Sus reflexiones no solo han de ser endebles, además deben parecerlo. Cuando hable de sí mismo, asegúrese de que entendamos que no es usted gran cosa. Eso nos facilitará meterlo en el cajón apropiado. Los tiempos han cambiado. Nadie ha tomado la Bastilla, ni ha prendido fuego al Reichstag, el Aurora no ha disparado una sola descarga. Y, sin embargo, se ha lanzado el ataque y ha tenido éxito: los mediocres han tomado el poder” (Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder, 
Madrid: Turner, 2019, p. 7).

 

EL LIDERAZGO O LA EXPLOSIÓN DE LAS ETIQUETAS

Si algo caracteriza a los discursos contemporáneos sobre el liderazgo es su capacidad para reproducir etiquetas: se habla de liderazgos inteligentes, transformadores, proactivos, estratégicos, resilientes, innovadores, disruptivos y futuristas, que a su vez son capaces de potenciar entre sus dirigidos empoderamiento, resiliencia (otra vez), capacidad de adaptación, estrategia (otra vez) y un sinnúmero de habilidades o competencias que alimentan una próspera industria a la que no le cabe un curso más.

La idea del liderazgo tradicional, jerárquico, solitario y dogmático está pasada de moda. Sin embargo, hay ciertas cosas que se hacían mejor antes: los políticos no temían llevarle la contraria a la opinión pública, los académicos salían más de su torre de marfil, se declaraban ambiciosas causas como propósito colectivo, y se valoraba más el talante y menos la pose, más el contenido y menos la simbología. La idea de conectar con los dirigidos parecía más genuina. Había errores, por supuesto, pero menos photoshop.

El afán por el aplauso de hoy y el papel predominante que han adquirido los estrategas de imagen y los community managers han tenido mucho que ver con la idea de que en el liderazgo público importa más la potestas visible que la autoritas silenciosa, más el decreto y la firma y menos la influencia y la convicción. Quizás por eso, Gorbachov, Reagan, Thatcher o Michael Jordan serían impensables con los estándares de hoy. Pero también por eso Bill Gates, Elon Musk, Barack Obama, Pep Guardiola y Francisco son tan inspiradores como excepcionales.

En 1990, un día después de tomar posesión como presidente de la Nación, Patricio Aylwin pronunció un discurso en el Estadio Nacional de Santiago en el que invitó a restablecer un clima de respeto y confianza en la convivencia entre los chilenos sin importar sus creencias, ideas, actividades o condición social. “Sean civiles o militares”, dijo quien acababa de recibir la banda presidencial del General Pinochet. La mención a estos lo hizo recibir una silbatina generalizada. Pero el líder de la Democracia Cristiana no solo no se arredró ante la desaprobación del público, sino que les respondió en tono enérgico: “sí señores, sí compatriotas, civiles o militares, Chile es uno solo”. Y en cuestión de segundos logró cambiar los silbidos por un prolongado aplauso.

Y es que el poder se está transformando y se ha vuelto más difícil de obtener y más fácil de perder, como advirtió hace unos años Moisés Naím en El fin del poder. Los emperadorcitos, vale la pena recordarlo en el país del “¿Usted no sabe quién soy yo?”, se caen tarde que temprano de su pedestal (y para colmo, lo devalúan). Se puede ser el cerebro de un imperio mediático hasta que un pequeño grupo de mujeres se organizan y denuncian, como mostró la película Bombshell, y al otrora poderoso acosador le toca salir por la puerta de atrás. O, para poner un ejemplo de coyuntura, se puede ser un autócrata durante 4 años y sacar 72 millones de votos, pero tener que irse para la casa.

 

LOS GOBIERNOS DE LOS AMIGOS INSEPARABLES

Cuentan que el Presidente Belisario Betancur le ofreció a Guillermo Angulo, un intelectual cercano a él y cónsul en Nueva York, ser Ministro de Comunicaciones. Éste le respondió que el ministro de dicha cartera debía ser alguien que fuera por el país y le dijera al presidente lo que la gente estaba diciendo de su gobierno, porque los áulicos no se lo iban a decir, le advirtió. Yo puedo hacer eso y decirle todo lo malo que digan de Usted. Y el día que le diga cosas buenas, me despide, le dijo.

El contraste no puede ser mayor: tenemos líderes incapaces de codificar las críticas a su gestión, que escuchan a la gente solo en campaña, que se sienten perseguidos por sus contradictores y se victimizan públicamente porque entienden toda crítica o inconformidad, aún la más mínima, como un ataque personal y sistemático. No es casual que solo gobiernen con sus amigos, a quienes le atribuyen, por ese solo hecho, todas las virtudes.

Así, ciertos líderes han hecho del tribalismo un círculo vicioso: se gobierna con los amigos y para los amigos. La pertenencia a su grupo (llámese partido, movimiento, organización o promoción, da igual) se ha convertido en requisito indispensable para ocupar cargos de dirección. No es difícil suponer que, en este marco, la lealtad institucional ha sido sustituida por la lambonería personal y la buena o mala gestión pasan a un segundo plano.

El poder se está transformando y se ha vuelto más difícil de obtener y más fácil de perder. Se puede ser el cerebro de un imperio mediático hasta que un pequeño grupo de mujeres se organizan y denuncian, como mostró la película Bombshell, y al otrora poderoso acosador le toca salir por la puerta de atrás. O, para poner un ejemplo de coyuntura, se puede ser un autócrata durante 4 años y sacar 72 millones de votos, pero tener que irse para la casa.

Estamos ante líderes hipersensibles, que solo toleran loas a su gestión (si son públicas, tanto mejor) y que sin ningún pudor pregonan que hicieron historia… aunque solo lleven unos meses en su cargo. Incapaces de conjugar el verbo renunciar cuando sus proyectos naufragan o sus dirigidos se equivocan en materia grave aluden a la metáfora del barco para intentar convencer a los demás de una suerte compartida, pero en la práctica se comportan como una estrella de Hollywood en su yate. Entienden el poder como privilegio y estatus social, no como servicio, y ni se diga como sacrificio: lejos están de haber tomado nota de la vida de Cicerón o de Lincoln.

Las malas prácticas de gobierno, es obvio decirlo, no son exclusivas del sector público. Varias personas que trabajan en empresas privadas me cuentan que, salvo que esté en juego el riesgo reputacional, la gente en sus organizaciones prefiere dejar de advertir cuando el Rey de turno está desnudo. En una perfumada sala de juntas se teme más desentonar que asentir a una decisión errática, algo quizás muy de nuestra forma de ser, que sobreestima las buenas maneras. En algunas organizaciones solo los números en rojo son los detonantes para virar de dirección. Para lo demás siempre hay buenas excusas: al fin y al cabo, todas las organizaciones repiten hoy que su mayor activo es su capital humano y nadie quiere pasar por insensible exigiendo responsabilidades.

Lo del riesgo reputacional ha llegado a un punto muy elocuente: hoy en día es más fácil que renuncie un ministro o el CEO de una compañía por un escándalo mediático que por una decisión mal tomada o un acto de deshonestidad. No siempre fue así: en 1990, Jorge Jiménez de la Jara era el único ministro del Gabinete que conocía al Presidente Aylwin desde pequeño. Éste lo nombró Ministro de Salud. Y paradójicamente, fue al único al que le aceptó la renuncia anticipadamente. “Nosotros estamos acá para facilitarle las cosas, Presidente”, cuenta Jara que le dijo al entregársela.

 

DE MAQUIAVELO Y WEBER A BORGEN

Hace 100 años, el sociólogo Max Weber señalaba la necesidad de que fueran de la mano la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Con aquella se fijan metas y propósitos, pero con esta se asumen los efectos de las decisiones tomadas, aún las consecuencias no queridas, que es la prueba ácida de la responsabilidad.

Sin embargo, no solo deberíamos exigirle a nuestros líderes convicción y responsabilidad, sino lo que Maquiavelo llamaba razón de Estado: la idea según la cual el gobierno está al servicio del bien de la República, es decir, del bienestar de todos. Pues hoy, por el contrario, parecería que en muchos casos el poder no tiene finalidad sustancial, sino que se entiende como la razón del partido o de la facción, no del bien común. Acaso haya que ver en esta partidización del liderazgo público una causa del descrédito de las instituciones y del carácter divisivo que suelen tener liderazgos que en vez de inspirar, estresan y desmoralizan.

 

 

En este sentido, Birgitte Nyborg, la primera ministra de la serie de Netflix Borgen exhibe un liderazgo moderado, mesurado, consciente de sus limitaciones pero también de sus potencialidades. Ella es además una mujer empática y con sentido común. Quizás por ser la prima inter pares en un sistema de gobierno parlamentario, que a nadie le asegura un período fijo (y menos aún indeterminado), no mira a su país y a sus colaboradores desde la cúspide. Un carro oficial y dos escoltas no le hacen olvidar que es madre, por ejemplo. Y aunque Dinamarca no es Cundinamarca, la materia prima y el oficio son los mismos: acompañar a todos los involucrados a alcanzar el propósito colectivo trazado.

 

MENOS PIRÁMIDES, MÁS ESFERAS

Muchas cosas, enhorabuena, están cambiando en el liderazgo público contemporáneo. Para empezar, la idea piramidal del mismo no se compadece con el tipo de sociedades y organizaciones que tenemos, caracterizadas por la complejidad. Un líder es un primus inter  pares, porque solo el Partido Comunista Chino o una pequeña empresa familiar se pueden permitir gobernar de forma vertical y sin autocrítica.

En una conferencia reciente en la Universidad de los Andes, la profesora Sonia Ospina llamaba la atención sobre el hecho de que la literatura contemporánea hace énfasis en el liderazgo colectivo y colaborativo en el cual cada parte de la sociedad o de las organizaciones ocupa un rol cuya movilización y compromiso son esenciales para que las diferentes causas tengan éxito. Por eso se habla de liderazgos en plural, más esféricos y relacionales que piramidales, y adjetivados por los conceptos de complejidad, redes, interdependencia, crítica y convergencia.

No se trata únicamente de una cuestión terminológica: los cambios sociales y organizacionales contemporáneos se deben más a la movilización, la cooperación y la participación de comunidades desde su base que a sofisticadas estrategias impuestas (perdón, “socializadas”) desde arriba, sea cual sea la cima. Lo hemos visto en estos meses de trabajo deslocalizado y oficinas cerradas, en las cuales la potestas o el poder desnudo de “el jefe soy yo” palidece como un liderazgo tan débil como formalista. Y en tiempos en que muchas organizaciones tuvieron que adaptarse a volar por instrumentos, la autoritas (léase autoridad, legitimidad y competencia) de aquellos con personas a cargo ha mostrado ser indispensable en un contexto de trabajo remoto en el que ya no es posible calentar sillas.

Iván Garzón Vallejo

Profesor de Ciencias Políticas, Universidad de la Sabana. Su último libro se titula Rebeldes, románticos y profetas. La responsabilidad de sacerdotes, políticos e intelectuales en el conflicto armado (Ariel).@igarzonvallejo

 

 

 

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