¿Se puede revertir el Brexit?
Que se convoque un segundo referéndum, tal y como pedían por las calles de Londres este fin de semana, es una posibilidad remota pero factible
La pregunta que muchos británicos se hacen a estas alturas, dos años y medio después del referéndum y seis meses antes de la salida oficial de la UE, es si merece o no la pena seguir adelante. Si preguntamos a la economía la respuesta es clara: no. Al menos en el corto plazo.
El 80% de las empresas británicas creen que el Brexit ha afectado gravemente a la inversión, según un sondeo difundido recientemente por la patronal CBI, que representa a 190.000 asociados. Las grandes firmas de la City londinense -el 30% del PIB británico, recordemos- tienen ya muy avanzados sus planes de contingencia. Bancos como HSBC, Goldman Sachs, UBS y JP Morgan han anunciado que realizarán traslados de personal a otras ciudades de Europa y que su volumen de negocio en el Reino Unido disminuirá sensiblemente.
A largo plazo, si el país abandona la Unión Europea en buenos términos y sabe adaptarse hasta convertirse en algo parecido a un refugio fiscal, el Brexit podría llegar a ser bueno. Pero los seres humanos no solemos pensar a largo plazo, lo hacemos casi siempre a corto. Tratamos por instinto de salvar el día. Nos preocupa más lo que va a pasar mañana que lo que sucederá dentro de dos años. Es lógico, además, que así sea.
Si a May le tumban en los Comunes el acuerdo al que llegue con Bruselas, podría plantearse un segundo referéndum para desbloquear la situación
La economía, que ahora preocupa tanto a los británicos, fue una de las bazas que emplearon los partidarios del Brexit durante la campaña. Supieron transformar el resentimiento hacia las regulaciones de la UE en votos. Algo similar hicieron con la inmigración. Culparon a Bruselas de la gran cantidad de inmigrantes que entran en la isla sin advertir que la UE no es el causante, sino el buen desempeño de la economía británica. Eslovaquia o Bulgaria son parte de la UE y no tienen problemas con la inmigración.
Los «brexiteers» se aprovecharon también de los temores hacia un súper Estado europeo manejado por París y Berlín. Pero no hay tal cosa, al menos hasta ahora. Ahí tenemos a los italianos haciendo de su capa un sayo en el plano económico y a los húngaros en el político.
Al final, la UE no es más que una confederación formada por casi una treintena de Estados muy heterogéneos en la que el peso de lo nacional es muy importante. París y Berlín tienen influencia sobre los países más pequeños sí, pero es bastante menor de la que Washington pueda tener en cualquier Gobierno centroamericano con el que no le une más relación que la puramente bilateral.
El escollo irlandés
Todo esto se sabía durante la campaña, pero aquello adquirió tintes muy emocionales, por lo que de nada sirvió apelar a la razón. Se sabía también que, más allá de la invocación del artículo 50, habitaban los dragones. No había mapas porque ese trayecto simplemente no se había previsto. Theresa May lleva más de dos años tratando de levantar el primer portulano, pero no es buena cartógrafa y, además, en su fuero interno tampoco quiere emprender viaje alguno.
Así las cosas, y con un mísero semestre por delante antes de que se consume la salida, aún quedan todas las opciones abiertas. La primera es que el próximo 29 de marzo el Reino Unido salga de la UE sin acuerdo alguno, corte amarras y se haga a alta mar sin demasiadas provisiones y sin saber cual será su próximo puerto de recalada. Nadie, ni los más ardorosos defensores del Brexit, quiere algo así por motivos fáciles de entender.
Todas las opciones son malas para Theresa May. Suceda lo que suceda, con o sin Brexit, el temporal se la llevará por delante
Podría suceder también lo opuesto, que se convoque un segundo referéndum tal y como pedían por las calles de Londres este fin de semana. Es una posibilidad remota pero factible. Si a May le tumban en los Comunes el acuerdo al que llegue con Bruselas podría plantearse un segundo referéndum para desbloquear la situación. A esa eventualidad se acogen los llamados «bremainers», crecidos tras los sucesivos patinazos del Ejecutivo.
Entre ambos extremos hay vida, claro. Tenemos, por ejemplo, el Plan Chequers, que es como se ha bautizado la propuesta que May elaboró en verano para presentar en Bruselas. El Plan Chequers prevé permanecer en el mercado único pero fulminando la libre circulación de personas. Un Brexit a la carta que en las cancillerías europeas no gusta nada porque las cuatro libertades de la UE van juntas o no van. Pero Chequers tampoco gusta a los «brexiteers» de la línea dura, ya que implica una mayor integración en la UE de la que desean y, lo que es más doloroso, separa de facto a Irlanda del Norte del resto del país con objeto de mantener abierta al frontera entre las dos Irlandas.
Si Chequers no sale quedaría la opción noruega. Permanecer dentro del Espacio Económico Europeo, lo que les obligaría a cumplir la mayor parte de las odiadas regulaciones pero sin poder influir en ellas. Esto funciona en países como Noruega o Islandia, pero son Estados pequeños y periféricos. Es un misterio cómo resultaría en la segunda economía del continente.
Como vemos, hay donde elegir, pero todas las opciones son malas para Theresa May, que navega con mar montañosa en un frágil esquife. Suceda lo que suceda, con o sin Brexit, el temporal se la llevará por delante. Ya porque tiene que dimitir fruto de las intrigas internas; ya porque no podrá vadear los rápidos de las próximas elecciones.