Seguridad y libertad: El Salvador y Ecuador
Sin restricciones constitucionales no hay políticas públicas contra el crimen, es el mismo Estado el que se vuelve criminal
Indefensos en soledad, la vida colectiva permite a los individuos protegerse de peligros y amenazas. Ello implica la creación de un instrumento para tal efecto, institucionalizado en agencias profesionales, con personal idóneo y racionalidad operativa. Y, por supuesto, con la capacidad de utilizar la fuerza para garantizar dicha protección.
Se trata del Estado. Dentro de este tejido de relaciones, la obligación prioritaria del Estado es la defensa del territorio frente a amenazas externas y la preservación de los derechos de las personas ante intentos de opresión, tanto externos como internos.
El Estado suministra bienes y servicios, entre ellos sancionar derechos de propiedad para reducir el riesgo del inversor y crear riqueza. Se establece así una relación de derechos y obligaciones mutuas, un vínculo contractual. Pues todo lo anterior requiere recursos, indispensables, a su vez, para que las personas asuman la obligación de pagar por dichos servicios y de observar las leyes que de dicho Estado emanan.
Es decir, que tributen y obedezcan. Lo harán voluntariamente en tanto consideren a dicho Estado legítimo. Por ello, su poder no puede ser ejercido de manera absoluta ni arbitraria. Las personas tienen derechos fundamentales, protegerlos implica que el uso de dicho poder esté restringido a priori; o sea, dividido y limitado por normas relativamente estables.
He allí, en la metáfora del contrato, la matriz del constitucionalismo liberal. A efectos de que se cumpla, prescribe una forma de gobierno específica: la democracia representativa. Que a su vez se define como un orden político en el que el gobierno es producto del voto, dentro de un régimen plural de partidos y bajo un sistema electoral que garantiza la competencia; es decir, que fomenta la alternancia en el poder. Ello dada la premisa que la perpetuación desvirtúa el sistema democrático, lo corrompe y en definitiva lo desmantela.
Aunque se vote. El voto es una mera excusa administrativa sin competencia sustantiva, ya sea que ocurra de jure, como en Cuba, o de facto, como en Venezuela, Nicaragua y El Salvador. Si el mismo partido o la misma persona retienen el poder indefinidamente, ese gobierno se irá deslizando hacia la autocracia. Se irá convirtiendo en una burocracia auto-referenciada y auto-legitimada, con una lógica política circular y que no rinde cuentas sino a sí misma, pues ha llegado al poder por medio de elecciones sin rivales.
Estas consideraciones revisten especial importancia en cuanto a la relación, siempre contradictoria, entre seguridad y libertad, hoy en juego en la crisis que afecta al hemisferio occidental. América Latina está bajo ocupación, no de un ejército extranjero sino de una organización militar transnacional: el crimen organizado. La amenaza es externa e interna al mismo tiempo, una expresión del conflicto híbrido en contextos de Estados permeables y fragmentados.
La captura de porciones del Estado a nivel nacional y subnacional—como en Haití, en Sinaloa o en San Pedro Sula, entre otros ejemplos—ha convertido al crimen organizado en actor político. Además, lo constituye en gobierno en dichos sitios donde la captura es total, como en Venezuela.
El resultado es la desestatización, un Estado que no protege, no recauda impuestos y pierde el monopolio de la fuerza, sucumbiendo frente a sus competidores. Desde luego, allí la productividad de la economía colapsa. Y los ciudadanos viven presos, pero en sus casas, atrincherados por la ausencia de ley y orden. El término narcoestado ha adquirido relevancia, yo mismo lo he utilizado.
Cómo abordar este tema es la discusión fundamental de políticas públicas en la región. El debate se enfoca hoy en el “método Bukele”, crecientemente popular, con mega-cárceles, régimen de excepción, mayoría calificada en el Congreso, control del tribunal constitucional, un fiscal general adepto, partido único de facto y reelección inconstitucional. Es decir un método basado en la suma del poder público en manos del presidente. ¿Es todo esto condición necesaria para abordar la problemática de la inseguridad?
El gobierno de Daniel Noboa en Ecuador, también acosado por el crimen organizado, propone otro abordaje al declarar la existencia de un “conflicto armado interno”, según lo define el derecho internacional humanitario y que autoriza a movilizar fuerzas militares, debiendo observar los derechos humanos en sus operaciones. Así procedió el gobierno al tiempo que identificó 22 organizaciones criminales como terroristas y beligerantes con el Estado ecuatoriano.
Noboa no cooptó ni manipuló a los otros poderes, refrendó su decisión en un Congreso plural, no modificó la letra ni el espíritu de la constitución. El “método Noboa” propone enfrentarse al crimen organizado con mano dura, pero bajo los límites constitucionales pertinentes. En el éxito de su estrategia reside una buena parte de la esperanza democrática en la región.
La ecuación es muy simple. Si el Estado se deshace de sus propios límites, pues es solo cuestión de tiempo hasta que la ciudadanía deje de temer a los carteles y las pandillas para temer a otra organización criminal: el propio Estado, ahora policial. Ya sucede en El Salvador, de hecho. Se acumulan las denuncias de arrestos arbitrarios, sin cargos y con un patrón identificable: jóvenes humildes. Muchas audiencias judiciales no ocurrirán sino hasta 2025.
Es que sin restricciones constitucionales no hay políticas públicas contra el crimen, es el mismo Estado el que se vuelve criminal.