Sin épica, sin disimulos y sin esperanza
España atraviesa la crisis institucional más grave desde hace 40 años y le ha correspondido a un señor de Pontevedra liderar el caos político. Con la lógica de los notables del casino de provincias, Mariano Rajoy se presentó ayer ante el Congreso tal cual es. Sin disimulos ni imposturas. Con frescura y desahogo. Yo soy así. Así me han votado los españoles y nadie me puede negar el derecho a seguir siendo yo. Es decir, a ser el presidente del Gobierno. Y no de cualquier Gobierno. Quiero un Gobierno fuerte, sin hipotecas, que trabaje con «desembarazo», que tome sus decisiones con rapidez, un Gobierno estable y duradero, para más de dos años. Un Gobierno que no restrinja su programa «a lo que su debilidad le permita». Es decir, sueña con el cuento completo y aspira a convertir sus 137 escaños en la mayoría absoluta. No por arte de magia, sino porque cree que así lo han decidido los españoles en las urnas el 26-J, premiándole con más votos. Desde la noche electoral, la actuación del presidente del PP ha venido guiada por una creencia profunda de la que no tiene intención de apearse. Si los españoles le premiaron, los partidos políticos no son quienes para castigarle sin Gobierno. Si los españoles indultaron los casos de corrupción del PP, ni Rivera ni Sánchez ni el lucero del alba son nadie para estar todo el día martilleando con la corrupción, como algunas televisiones.
En la época de la normalidad democrática perdida, los discursos de los candidatos a la investidura nunca han tenido la intensidad dramática de la oración fúnebre dePericles. Más bien eran un auténtico rollazo, piezas oratorias severas, construidas en lenguaje administrativo, llenas de anuncios, compromisos y medidas que el aspirante desgranaba ante la Cámara con la seguridad de que iba a ser elegido presidente del Gobierno. Una vez que las sesiones de investidura han perdido su naturaleza para convertirse en debates de política general o incluso debates electorales televisivos, Mariano Rajoy tampoco estaba por disimular. Los diputados de los otros partidos distintos al suyo salieron escandalizados del tedio, la inapetencia, el desinterés y la apatía mostrada por un candidato que venía obligado a buscar la complicidad de los escaños que le faltan para ser presidente. Pero la pretensión de que Mariano Rajoy se transformara de repente en un Pericles, un Azaña o un Castelar era como pedir peras al olmo.
El candidato sabe que esta investidura suya no va a servir para nada, salvo para que los muchachos que le han tocado en suerte como adversarios políticos se desahoguen, cosa que harán a conciencia hoy por la mañana.
Tampoco estaba por dotar de trascendencia -ni histórica ni política- su acuerdo con Albert Rivera al que le empujaron las circunstancias, pero no la voluntad. Siempre supo y lo reiteró ante la Cámara, que sin el PSOE no podrá ser investido. Con sinceridad cargada de impotencia, Rajoy confesó: «El caso es que, como todo el mundo sabe, yo sólo no puedo dar a los españoles lo que yo creo que necesitan». Caer en la cuenta de que Pedro Sánchez no iba a reconsiderar su voto negativo es lo que le ha llevado a bajar los brazos y dejar de luchar por un imposible. Rajoy tampoco olvida las declaraciones del líder de Ciudadanos en las que ha reiterado que no se fía del político que le mandó un SMS al presunto delincuente Luis Bárcenas.
En el último Comité Ejecutivo del PP, Rajoy ironizó asegurando que era la primera vez que alguien que quería ser su amigo le trataba como a un enemigo. Por eso en su discurso, de forma indolora pero muy intencionada colocó educadamente a Ciudadanos a la altura de socios tan amables y considerados como el Partido Aragonés, Unión del Pueblo Navarro o Foro Asturias. Y le dio las gracias a Rivera por su colaboración dentro del mismo paquete. Sin referirse ni a una sola de las cesiones que Ciudadanos le arrancó al PP para el sí de sus 32 diputados. Cuando Rivera va, Rajoy ha vuelto ya varias veces. El líder del PP ha sobrevivido -contra todo pronóstico- al empujón nueva política y quiere reivindicarse como el único capaz de gobernar el país. Reivindicarse tal y como es. Sin aditamentos ni afeites de ninguna clase. Así, «en la encrucijada más grave que ha vivido España en los últimos cuarenta años», el candidato a la Presidencia del Gobierno se permitió dar una lección política de primaria a los 350 diputados del Congreso. «Obviamente debe haber una oposición, porque alguien debe controlar al Gobierno, pero eso pasa porque haya Gobierno. Como éste no vendrá solo, es evidente que, o colaboramos para crearlo, o no podrá haber ni Gobierno ni oposición». Fue su forma de pedir la abstención al PSOE. Sin estridencias, sin lírica, sin grandilocuencia. La épica de la regla de tres. La retórica sin retórica. La política explicada a los niños.