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Somos un pueblo de comedores de serpientes, por Miro Popić

                                             Foto: Cambridge University Press


 

Investigadores, arqueólogos y etnólogos británicos y colombianos han revelado el descubrimiento en el Orinoco de la obra rupestre más grande del mundo, ubicada en una de las fachadas de Cerro Pintado, cercanos a los raudales de Maipures, en la parte media de nuestro río padre, en el estado Amazonas. El trabajo publicado esta semana por Cambridge University Press, firmado por el británico Philip Riris, tiene mucho de agua tibia. Ya científicos venezolanos hicieron lo mismo hace años, la diferencia es que esta vez el avance tecnológico permite una simulación de lo real imaginario, con GPS incluido. Riris no los cita, solo menciona sus obras en la bibliografía.

El descubrimiento, entre comillas, incluye grabados en rocas de enorme tamaño, monumentales, donde se distinguen diversas figuras geométricas y otras representativas de animales, humanos y objetos. La mayor de ella, una boa o tragavenados de 40 metros y un ciempiés gigante de 25 metros. Esto es lo que más llama la atención de los investigadores.

«Las serpientes generalmente se interpretan como bastante amenazantes, por lo que el lugar donde se encuentra el arte rupestre podría ser una señal de que estos son lugares que demandan respeto. Creemos que los grabados podrían haber sido utilizados por grupos prehistóricos como una forma de marcar el territorio, hacer saber a la gente que allí es donde viven y que se espera un comportamiento adecuado», dice Riris. En realidad, la amenaza de estos territorios está en el arco minero, no en las serpientes.

Ya el siglo pasado Mario Sanoja Obediente explicó que son reflejo del proceso de apropiación y dominio del medio natural donde «la vida natural está movida principalmente por la serpiente, dispensadora del agua y la fertilidad, de la frescura y de la vida en las tierras secas de cardones y cujíes. Para el maíz, la certeza de la lluvia, de la llegada de las torrenteras a través de las rocas quebradas quemadas por el paisaje era vital y esencial también para que hubiese el pan y la vida doméstica». No hay que olvidar el carácter mágico y ritual que le daban nuestros ancestros a los alimentos, a los que se les asignaban condiciones benéficas o perjudiciales achacadas a los espíritus.

Escribir sin abecedario sobre la piedra horadada era la manera que tenían los primeros pobladores del territorio para preservar la memoria de sus comunidades, donde los animales y plantas invocados a los dioses registraban el acontecer, representando en trazos y signos primitivos la comprensión oral, eternizando en imágenes la gestualidad colectiva, estableciendo un vocabulario universal representativo del espacio geo histórico donde transcurría la vida y sus significados.

En Venezuela hay 369 imágenes documentadas hasta ahora entre pinturas rupestres y petroglifos grabados sobre rocas, conjuntos megalíticos de rocas verticales colocadas en fila, piedras o cerros naturales no intervenidos por el hombre al que se le atribuyen explicaciones mitológicas, micro petroglifos con grabados y un geoglifo monumental grabado sobre tierra. En su elaboración se emplearon diversas técnicas, entre ellas una descubierta en el río Cunucunuma, donde los surcos están rellenos con onoto, el mismo onoto que se emplea actualmente como ingrediente para sazonar y colorear la masa de maíz de las hallacas y otros usos culinarios.

Así se registró durante siglos la memoria alimentaria de la identidad venezolana sobre la tierra misma, en la piedra, sobre la caverna pintada, mucho antes de que existiera la palabra escrita, en una dimensión de múltiples nombres, como lo escribimos enEl pastel que somos, en 2015.

Mitología indígena y serpientes

La mitología indígena atribuye un carácter divino a ciertas formaciones naturales como, por ejemplo, una perforación no humana en el centro de una piedra denominada «la trampa de pescados»; otra parecida llamada «la piedra a través de la cual disparó el creador su cerbatana apuntando hacia la casa de piedra»; o una roca en forma de huella de danta descrita como «la roca de donde saltó el tapir gigante cuando se adentró en el río en la época de los dioses»; y muchas más como «la roca del jabalí», «la oreja del jaguar», etcétera, según la antropóloga Jeannine Sujo Volsky en Arte rupestre y petroglifos.

Onoto, cernidores de yuca, redes para atrapar peces, escenas de cacería, escenas de pesca, animales, plantas, son los primeros ingredientes y utensilios debidamente documentados que deben ser considerados como basamento de la identidad alimentaria venezolana en el período inicial de su gestación. También deben incluirse el budare de arcilla o aripo, el sebucán, la cestería y la cerámica culinaria, así como un sistema de ahumado o asador elaborados con bejucos de madera dura conocido como barbacoa, precursor de la actual parrilla, y la vara que se emplea para asar carnes al calor del fuego.

Estas expresiones eran el lenguaje de lo cotidiano indispensable para la comprensión mutua, pleno de significados, sensaciones y pensamientos, imprescindibles para documentar el mundo en que esas comunidades se desenvolvían diariamente, los animales y plantas que comían, las herramientas que utilizaban para cocinarlos, los ciclos para sembrar y cosechar sus alimentos, en síntesis, eran una metáfora de la existencia.

Todos estos descubrimientos que hoy asombran al mundo científico europeo, especialmente el de los ofidios, ya fueron anticipados por la poesía, dándole la razón a nuestro poeta mayor, Rafael Cadenas, cuando escribió: «Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes». La serpiente de 40 metros tallada en las piedras de Cerro Pintado en la Orinoquia venezolana así lo confirma.

 

Miro Popić es periodista, cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.

 

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