Sutherland vs. Churchill
El retrato más famoso de Winston Churchill no existe. Una delegación de miembros del Parlamento británico –dinero público, por tanto– quiso rendir homenaje al político con motivo de sus ochenta años y encargó un retrato de grandes proporciones a Graham Sutherland, artista londinense que había cobrado fama en el género después de retratar a William Somerset Maugham. Churchill desconfió del retratista y manifestó ciertas reticencias, pero finalmente accedió a posar e incluso presidió el acto de presentación de la obra en el Parlamento en diciembre de 1954. Sin duda se mordió la lengua –dijo con su habitual sorna que era “un notable ejemplo de arte contemporáneo”–, pero no así su mujer, lady Clementine Chruchill, que estalló diciendo que había pintado a un “gran monstruo”, arrampló con la obra y se la llevó a su casa de campo para que nadie volviera a verla.
En 1977, cuando falleció lady Churchill y el cuadro fue reclamado por el Parlamento, los herederos afirmaron que la indignada señora había ordenado al jardinero que lo quemara tras la muerte de su esposo en 1965. En una de esas intrigas que apasionan a los ingleses, mucho se especuló con la posibilidad de que Ted Miles, el jardinero, lejos de quemarlo lo hubiera guardado a buen recaudo hasta el momento propicio, ya que la cotización que se calculaba que podía alcanzar en los años setenta era de un millón de libras. En 1978, Miles declaró al Sunday Telegraph que fue la señora quien destruyó el cuadro cuando limpiaban un sótano y él simplemente se deshizo de la basura, y que fue en 1955, lo que inculpaba tanto a lady como a sir Churchill. Nuevas averiguaciones señalaron que el jardinero era inocente y que el atentado había sido perpetrado por la fiel secretaria de la ex primera dama, Grace Humblin, poco menos que a sus espaldas, pero que el cuadro era tan pesado que pidió ayuda a su hermano, al parecer también jardinero –no puede faltar uno en el crimen–, se lo llevaron y lo quemaron a varias millas de la residencia campestre de los Churchill, Chartwell House, en el condado de Kent, hoy convertida en museo histórico. Hay quien piensa, por supuesto, que alguien lo conserva todavía.
El resultado, como es obvio, es que el retrato, al que se hicieron numerosas fotografías y fue filmado por la televisión, se ha convertido en el más conocido del político británico, que afirmó sin ambages que representaba a un buldog asustado y no al estadista que se había enfrentado a Hitler. Uno de los trabajos preparatorios de Sutherland cuelga en la National Portrait Gallery, una lección histórica para nuestros políticos obsesionados con su apariencia. Tras las elecciones del 20 de diciembre, Albert Rivera hizo una dura autocrítica de la imagen excesivamente institucional que había dado el líder y su partido y hemos conocido el informe interno de Podemos sobre el deterioro de la imagen de Pablo Iglesias por su “arrogancia”. Los asesores pueden pulir las aristas de los políticos en sus apariciones públicas, pero estos no escaparán al veredicto del artista.
Graham Sutherland consideró el suceso como “un acto de vandalismo” e hizo todo lo posible por esfumarse de la polémica. No era un retratista sino un artesano y un artista comprometido. Nacido en Londres en 1903, llegó tarde a la pintura, con más de treinta años. Ingeniero ferroviario, se había dedicado al grabado y había recorrido todas sus técnicas y posibilidades hasta que los paisajes del País de Gales le ofrecieron una fuente inagotable de formas y colores. La guerra también le marcó, pues le encargaron que se ocupara de la memoria visual del conflicto e ilustró con sus pinceles los efectos de los bombardeos aéreos y el esfuerzo de los trabajadores de las fábricas, las minas y los trenes. Terminada la contienda fue enviado a Francia para documentar los lugares destrozados por la guerra, antes de que lo hicieran los fotógrafos. Sus telas y dibujos sirven para recrear algunas de las salas del Imperial War Museum.
El descubrimiento del Guernica en una exposición en Londres en 1938 cambió su concepción artística. “Creo que son las emociones las que gobiernan los contornos de una forma creada y no al contrario. Existe una influencia recíproca: la forma ejerce un efecto sobre las emociones, pero son las emociones las que gobiernan la forma definitiva”, declaró. En 1947 conoció a Picasso en Antibes y el encuentro le causó tal conmoción que pasó largas temporadas desde entonces en la Costa Azul francesa y compró una casa para trabajar en Palla, cerca de Menton.
En 1949 trató a Somerset Maugham en Francia, que le encargó un retrato, el primero de una larga serie que accedió a pintar, tras no poca indecisión, y al que siguieron los de Helena Rubinstein, Konrad Adenauer, Élie de Roschild y Wiliam Palley, entre otros, además del de Churchill que tanta fama le dio. Su inspiración siempre fue la realidad y las formas visibles y escondidas que la rodean. Cada cosa tiene su forma, como señaló el crítico Roberto Tassi, y no se refiere solo a la superficie o al aspecto exterior sino “al modelo de su carácter ancestral”, en palabras del propio Sutherland. Fue un artista original e inconformista –dimitió como miembro del consejo de dirección de la Tate Gallery en 1952 al no estar de acuerdo con sus criterios artísticos– y en los años sesenta fue eclipsado por el más joven y desgarrado Francis Bacon (de quien se buscan cuadros robados en Madrid que esperemos no hayan sido destruidos).
Graham Sutherland, autorretrato
El retrato de Churchill no fue solo un conflicto entre dos estéticas –recordemos que el primer ministro era pintor aficionado en sus ratos libres– sino la incapacidad de introversión y de mirarse a sí mismos que atenaza a los personajes públicos. Churchill aparece viejo, malhumorado, con el ceño fruncido, desaliñado, agarrado a su sillón, ligeramente desplomado hacia adelante. Sutherland, que había documentado los efectos de la guerra, no fue una buena elección para los propósitos representativos de los pares de Inglaterra, pero dejó a la historia una gran obra. Pintó también varios autorretratos, en uno de ellos el artista aparece frente a una ruleta con expresión ansiosa. El resultado le dejó perplejo; años después, declaró: “Ahora que han pasado 18 años este cuadro se ajusta quizás más a la realidad. Imaginé mi decadencia por adelantado”.
15 de marzo, 2016
Carlos García Santa Cecilia (Madrid, 1957) es doctor en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado como redactor y ha sido subjefe de la Sección de Cultura de El País (de 1982 a 1990), ha sido redactor jefe del Área de Cultura de Diario 16 y escribió una sección diaria durante un año en El Mundo (1998). Actualmente colabora con Abc Cultural, entre otras publicaciones.