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Svetlana Alexiévich: «El hombre contemporáneo está pasado de rosca»

Después de unos días en Andalucía, invitada por el Festival Cosmopoética de Córdoba, Svetlana Alexiévich (Ivano-Frankivsk, Ucrania, 1948) deja asomar un entusiasmo sureño. El Nobel de Literatura que recibió en 2015 descubrió a muchos el trabajo de esta escritora y periodista capaz de lanzar las palabras más lejos que la vida en un puñado de libros donde sólo hay sitio para la realidad, para las voces de los invisibles, de los humillados, de los derrotados. Y que son la muestra de la mejor combinación entre periodismo y literatura.

Con la sonrisa leve y la mirada tensa y a ratos caída, despliega una baraja de intereses y preocupaciones que hacen de su voz una música necesaria que no esconde la eterna herida abierta de preguntarse cosas.

¿Qué sucede después de terminar un libro que le ha llevado 10 años de trabajo?
Cada vez es diferente. Cuando publiqué Los muchachos del zinc me quedé tan impactada por los testimonios que no podía ni ver un gusano aplastado. Luego, con Los muchachos de la guerra sufrí un fuerte desencanto. ¡Cómo aquellos niños/ángeles pudieron sufrir tanto! Cuando doy por cerrada una historia tengo que distanciarme de todo para tomar fuerzas de nuevo. Termino agotada, vacía.
¿Cuánto le debe su escritura sobre lo real a la ficción?
A la hora de escribir, nada. Como decía el escultor Auguste Rodin, intento separar lo superfluo de lo esencial. Y en mi trabajo lo esencial es la realidad. Por eso la gente me sorprende. Cuando hablas con alguien que ha vivido los horrores de la guerra en toda su crudeza hay momentos surrealistas. Algunas víctimas me han hablado de lo bonita que puede ser la guerra, de lo hermoso que es ver la luz de las roquetas explosivas de noche. O de lo hermoso que puede ser una aldea ardiendo… La paradoja de la presencia de la belleza en el centro del mal es algo que impacta. Lo más fuerte, en ese sentido, lo viví en la guerra de Afganistán, a finales de los años 70. Ver llegar el relevo de soldados rusos, chicos tan jóvenes, guapos, con sus uniformes impecables, provoca una cierta confusión. Yo, que soy absolutamente pacifista, encuentro ahí una belleza desolada. Cuando vives algo así no es necesaria la ficción.
O sea, la posibilidad de inventar es anulada ante lo real y su crudeza…
Sí. Lo complejo en esas situaciones es que alguien quiera contar sin censuras. Que se abra. Intento despojar a la persona de todo su equipaje para que me lleve al fondo de sus emociones.
Decía Tólstoi que algún día a los escritores les dará vergüenza inventarse la vida.
Estoy de acuerdo. Lo dijo después de escribir Ana Karenina y Guerra y paz, dos ficciones monumentales. Por algo será.
Las voces que recoge en sus libros no tienen los ingredientes del héroe, sino del testigo. ¿Es más implacable el testigo al narrar su historia?
Los testigos llevan reflejado en el alma el acontecimiento de sus vidas que yo busco. ¿Qué es un héroe? Un modelo inventado por otros o por mí. Por eso me interesa más el testigo. Es una estafeta que trae malas noticias de la realidad, de otra realidad. A mí me interesan aquellos que aceptan contar su experiencia y no aquello que han leído en los periódicos o han visto en televisión. Los relatos más interesantes vienen de las personas más sencillas, porque no tienen máscaras, no son rehenes de lo que les han contado. Ellos lo han visto. Son los de ojos más abiertos para observar la realidad.
¿Cómo logra que esos testigos no hablen sólo como víctimas? Por ejemplo, una madre devastada o un joven soldado lleno de terror.
Gente así se suele agarrar a la vida de una manera desesperada. Quieren salir del abismo en el que están o al que fueron empujados. Cuando hablo con ellos intento no devolverlos a ese abismo, sino ayudarles a subir hasta la superficie. Aunque a veces me siento como un verdugo si provoco que esa persona vuelva a bucear en sus zonas oscuras. Cuando escribí mi primer libro, La guerra no tiene rostro de mujer, algunas de las que me contaron sus historias sufrieron hasta el daño. Pero su testimonio era necesario. Sólo ellas podían advertirnos de tanto desastre que aún desconocíamos de la Segunda Guerra Mundial. Esa fuerza no la encuentras ni en las novelas de Dostoievski.
Ahora trabaja en dos libros a la vez. Uno sobre el amor y otro sobre la muerte. ¿Qué genera mayor incertidumbre?
La vejez. La ciencia nos ha regalado más tiempo. Se acaba nuestro proyecto biológico pero seguimos vivos. Antes educabas a tus hijos, los empujabas a la vida y habías cumplido. Ahora después eso te queda mucho por delante. Y en ese momento, mucha gente se pregunta qué hacer con ese tiempo, por qué seguir viva, cómo debe vivir… Esa gente es muy, muy interesante.
Es que vivir biológicamente no siempre significa vivir humanamente.
Por eso nos preparan un mundo de cíborgs sin problemas de tiempo. Es un buen motivo para detenerse y pensar.
¿Cuánto pesa su propia experiencia al escribir sobre el amor?
En mi vida he tenido varias historias de amor importantes. Si no hubiese experimentado esas situaciones no podría hacer las preguntas que hago a las personas que participan en este trabajo.
¿Recuerda cuándo tuvo conciencia clara de la muerte?
Probablemente en Afganistán… La muerte es un misterio. He leído mucho sobre ella. El Libro de los Muertos del Egipto antiguo, ensayos filosóficos y científicos… Hay más razón sobre la muerte en los libros antiguos que en la literatura actual. Creo que el amor y la muerte son los dos asuntos principales en la vida, pero la muerte es más enigmática. Nos interesa qué sucederá después, si existe un más allá… Las preguntas que genera la muerte son más profundas. Además, fíjese, la mayoría de los muertos tiene cara de sorpresa. Como diciendo: «Qué hago yo aquí».
¿Cree que después de la muerte queda algo?
No quiero estar de acuerdo con que la muerte sea el final. Esos 21 gramos que dicen que pierdes al morir y llaman alma, qué significan. No basta con las respuestas de la ciencia. Hay que ver lo que alojan esos 21 gramos.
¿Qué teme?
A las alturas.
¿Sólo al vértigo?
Bueno, alguna cosa más. No quisiera saber cuáles son mis instintos en situaciones extremas. He hablado con mujeres y hombres que vivieron la Batalla de Stalingrado y El Cerco de la ciudad. Gente buena que en un momento así hizo barbaridades. Una experiencia no me gustaría tenerla. Quizá por eso mis libros no son una recopilación de testimonios del terror ajeno, sino que el interés máximo que tengo al escribir es mostrar cómo se puede mantener la calidez humana incluso en situaciones infames.
¿Es posible distinguir entre la fantasía y la verdad en los testimonios que recoge?
Sí, por intuición. Mis relatos nunca son unidireccionales. Intento escribir desde muchas perspectivas distintas, tantas como voces hay en mis trabajos. Eso termina conformando, más que una realidad, una verdad. Por ejemplo, cómo no creer a una enfermera que te cuenta que sale del quirófano abrazando la pierna amputada de un joven soldado como si fuera un bebé. ¿Es necesario inventar algo así? O ese momento en que una mujer fuerte que vivió la Segunda Guerra Mundial te aclara que en la guerra morir no es lo peor, que su horror en aquellos años no era morir sino llevar unos calzoncillos largos de hombre que le llegaban hasta los tobillos… Algo así no se inventa.
¿Cómo fue su infancia?
Crecí en una aldea en la que casi no había hombres, estaban siempre fuera. Mi infancia fue entre mujeres. Escuchaba sus historias de sufrimiento y aquellas voces quedaron para siempre fijadas en mi memoria. Nunca gritaban sus desgracias, como sucede en las películas, sino que susurraban su dolor. Igual que los hombres contaban sus derrotas con una nota de ironía.
¿El premio Nobel fue para usted un chaleco antibalas contra los atropellos que los gobiernos ruso y bielorruso cometen con periodistas y desafectos?
Vivo en un sistema autoritario, con unos seres escasamente cultos ocupando los puestos de poder. Ni Vladimir Putin ni Aleksandr Lukashenko [presidente de Bielorrusia] tienen cultura, así que un Premio Nobel no puede protegerte de gente así.
Creció y se educó en la cultura rusa y durante más de 40 años ha escrito sobre la historia de la utopía soviética. ¿La URSS fue el relato de una estafa?
En la Rusia bolchevique todo empezó con la promesa de alcanzar el paraíso en la tierra. Leí muchos diarios y cartas de los revolucionarios durante el proceso de preparación de El fin del Homo sovieticus. La gente sencilla pensaba que con el comunismo tendrían la posibilidad de mejorar sus vidas, que podrían comer y comprar unos zapatos mejores, que no volverían a ser humillados… Pero luego sucedió lo que advertía Gueorgui Pléjanov: Rusia es un estado feudal y no podemos vivir el salto de un estado feudal al socialismo de un día a otro. Yo he vivido la emigración en Suecia y puedo decir que en Suecia sí hay socialismo. Y en nada se parece a lo que promulgó la Unión Soviética. El sueco fue resultado del desarrollo y nosotros nos lavamos la cara con sangre.
¿Se siente parte de una generación derrotada?
Sin duda. El escritor polaco y premio Nobel Ceszaw Milosz dijo que el fascismo es algo tremendo, pero tiene algo de opereta pasajera de muy mal gusto. Sin embargo, el comunismo parece solemne y volverá en numerosas ocasiones a levantarse. En los años 90, algunos tuvimos la sensación de que algo podía cambiar y que la sensatez había triunfado. No podíamos prever que íbamos a dar tantos pasos atrás. Luego entendimos que alguien que abandona un campo de concentración nunca se siente libre nada más salir de allí. La libertad es un camino lento y largo.
¿Cómo explica al renacimiento de la extrema derecha en Occidente?
Creo que es resultado de los miedos y traumas de las clases medias, que generan estos monstruos.
También ha vivido los excesos del nacionalismo, el afán de levantar murallas morales y físicas…
La democracia está retrocediendo peligrosamente. Necesitamos con urgencia ideas renovadas y despertar. La democracia es invencible, pero hay que estar preparado para luchar por ella.
¿Qué le interesa y qué le preocupa del periodismo actual?
Me preocupa la banalidad. Y el que muchos periodistas estén colaborando a expandir esa banalidad. Muchas veces se escribe o se habla sin pensar. Muchos han dejado de entrenar su cerebro y su inteligencia. Perder el juicio crítico y aceptar las banalidades como si fuesen ideas es una catástrofe. Trabajé siete años en un periódico y ya entonces resultó una experiencia escasamente interesante. Me pedían que escribiese de bobadas y lo que a mí me interesaba no estaba entre los intereses del periódico, así que lo dejé cuando estaba en un gran momento profesional.
En un presente tan fanatizado de imágenes y pantallas, ¿qué peso tienen las palabras?
Parece que poco. Es como si hubiesen perdido la electricidad, el magnetismo. La vida acumula demasiada basura en este sentido. Todo el mundo escribe, hace fotos y opina sobre todo. Eso hace que la exigencia baje demasiado.
¿El feminismo es la última revolución del siglo XX que necesita el XXI?
Por supuesto. Lo que el feminismo está haciendo es muy necesario. El pensamiento feminista es flexible y está plenamente vinculado al presente y a lo que nos rodea. En nuestra nueva realidad, que debe ser cada vez más sostenible y respetuosa con los seres vivos, la mirada feminista será sumamente interesante. Los fascismos, los populismos y demás se disiparán en favor de urgencias mejores. El hombre contemporáneo está pasado de rosca.

 

 

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