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Tengo dislexia

Tengo dislexia, y conviene decir esto en público.

Siempre creí que yo tenía problemas de aprendizaje, que no sólo me impedían entender ciertas materias, sino que al poco de haberlas aprendido se me borraban de la cabeza. Del todo.

Cuando yo era niño no se conocía bien este tema y era poco lo que se podía hacer al respecto. Hoy el maestro sabe identificar al estudiante con dificultades y lo sabe orientar para manejar los problemas y aumentar sus fortalezas. Como eso no existía en mi época, la explicación giraba en torno a los sospechosos de siempre.

Se creía que uno era lento o perezoso y que bastaba mayor empeño para aprender igual que los demás. Pero por más esfuerzo y tiempo invertido los conceptos no calaban, así que la conclusión era otra y obvia: uno era bruto. Y eso, para la autoestima, no es lo mejor.

La dislexia se suele revelar de diferentes formas. En mi caso, esta se manifiesta en tres áreas claves: los idiomas, las relaciones sociales y la gramática.

De haber sabido que yo tenía esta condición, por ejemplo, no habría gastado tanta energía tratando de aprender francés. No se me da. Casi todos los miembros de mi familia son políglotas, unos hablan cinco idiomas o más, y no entendía por qué yo no podía. Ahora sé que aprendí inglés de milagro y que nunca podré aprender otro idioma, ya ni siquiera lo intento.

En cuanto a las relaciones sociales, la dislexia me ha causado mil vergüenzas imperdonables. Se me olvida cómo se llama hasta gente cercana, a menudo no asocio los rostros con los nombres, siempre me siento inseguro de cómo llamar a las personas en una reunión y más de una vez he tenido que balbucear un nombre en vez de pronunciarlo. Como dice Dave Barry: “Ante la duda, masculla”.

Pero lo que más me cuesta es la gramática, y para un escritor esto no es poca cosa. No sé qué es un pronombre, un adverbio o un predicado. Cada rato me toca estudiar, otra vez, la diferencia entre un verbo transitivo y uno intransitivo. Lo peor es que he estudiado estos conceptos no sé cuántas veces. Y si alguien me explica qué es un adverbio, lo entenderé sin problema. Pero en una semana lo habré olvidado. Tengo un texto en donde anoto estas cosas y lo reviso a menudo, porque los conceptos se me esfuman. Escribir no es fácil, pero esta condición no ayuda. Por eso me demoro escribiendo cada libro, porque debo sondear las dudas mil veces para evitar errores garrafales.

Claro, no todo es malo. La dislexia también tiene ventajas. La gente con dislexia suele ser muy visual y ese es mi caso. No se me graba qué es un adverbio, pero me basta ver una película una vez y puedo recitar los diálogos casi sin errores. Tengo buena retentiva para los pasajes de la literatura que más me gustan y si busco una cita sé en qué costado de mi ejemplar está.

 

 

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